Roberto González Echevarría, Memorias del archivo: una vida, Renacimiento, Sevilla, 2022, 452 pp.
Todo escritor que emprende la redacción de su autobiografía debe decidir en qué aspecto de la vida se centrará: Fray Servando Teresa de Mier eligió narrar sus huidas y, de pasada, la decadencia de España; Reinaldo Arenas intercaló la sexualidad y la escritura; Gabriel García Márquez prefirió abandonarse a sus recuerdos de infancia y juventud, y dejar los de la adultez para mejor ocasión. La decisión del crítico Roberto González Echevarría —cubano exiliado desde muy joven en los Estados Unidos tras el triunfo de la revolución— queda clara desde el título, Memorias del archivo: una vida, que alude a su obra más importante, Mito y archivo, y que también anuncia el tono preponderante en buena parte del libro.
Quizás la apreciación anterior es injusta, pues a pesar de sus más de cuatrocientas páginas, el libro se lee con una fluidez placentera. Sin embargo, existen capítulos —los dedicados a su vida universitaria, que constituyen los más numerosos— en los que la burocracia se adueña de la vida, como tantas veces sucede en la academia, de lo que el crítico se queja en más de una ocasión, por ejemplo, al hablar de “la creciente burocratización de la universidad”. Hay pasajes enteros dedicados a conspiraciones departamentales, a peleas entre profesores por una cuota de poder, a la descripción de los tortuosos procedimientos para obtener una plaza o para conseguir una oferta en el mercado laboral de las universidades estadounidenses de élite. Por más que estas descripciones —susceptibles a leerse desde la picaresca, uno de los campos de estudio de González Echevarría, o como una novela de campus— tengan para el lector latinoamericano un atractivo antropológico e, incluso, que puedan fungir como manual de instrucciones para los estudiantes interesados en hacer carrera en una Ivy League, queda la sensación de que el crítico, obligado a completar infinidad de informes de actividades, acabó por escribir uno más a la hora de rememorar su historia intelectual.
Por ejemplo, dado que era la cátedra que se liberó, González Echevarría es contratado en Yale como profesor de literatura colonial, por lo que emprende la lectura de las crónicas de Indias. De esta forma, por revolucionarios que fueran —y lo fueron— sus estudios en este campo, queda la impresión de que el imperativo burocrático primó sobre la curiosidad intelectual. En contraste, cuando el profesor escribe sobre sus otras dos pasiones —el beisbol y la aviación—, se siente mucho más libre y contagia un entusiasmo y una vitalidad que muchas veces, en el caso de la literatura, queda sepultado por la lista de nombres de colegas a los que les debe un favor. Lo mismo sucede con los viajes: solo sabemos que visitó Venezuela para buscar rastros de la estancia de Alejo Carpentier, por ejemplo, pero nada se cuenta de su impresión del país, no hay ninguna anécdota, ningún recuerdo, ninguna impresión.
No queda ninguna duda de que la curiosidad de González Echevarría es amplísima: él no solo lo leyó todo, sino que supo aprovechar ese caudal de lecturas para escribir obras esenciales, fruto de la erudición, la originalidad y la lucidez. Su autobiografía hubiera sido el lugar idóneo para que, lejos del rigor académico, el gran lector que es González Echevarría contara —casi en la intimidad, con la subjetividad y el desparpajo tan penalizados por las revistas indexadas— sus impresiones literarias más personales, por qué privilegió el estudio de determinados autores, cómo saltaba de una gran tradición a otra. Algo hay de esto, por ejemplo, en su crítica a la obra de Harold Bloom, su amigo, en quien influyó decididamente para la parte latinoamericana —marginal— en El canon occidental, o en su valoración de la obra de Cabrera Infante, quien estuvo a punto de ser un gran escritor y quien —siempre según González Echevarría—, víctima de su ingenio, se acabó perdiendo en “los juegos de palabras que se hacían cada vez más cansones”. Pero son excepciones. Lo mismo pasa con los grandes personajes a quienes conoció; salvo por Severo Sarduy, Emir Rodríguez Monegal o Antonio Benítez Rojo, casi siempre se les limita a una semblanza más cercana al currículum vitae que a la literaria.
Una característica definitoria de la vida de González Echevarría, como él mismo lo advierte, es que, en los mundos que habitó, habitó siempre dos mundos. Así, rechaza la definición de cubanoamericano y se asume como cubano sin adjetivos y, a la vez, como orgullosamente estadounidense: “me considero fiel a mis dos países a mi manera”. Son emocionantes las páginas dedicadas a la partida de Cuba y a los imposibles reencuentros, de la misma manera en que lo son las de la adopción de una patria nueva, primero con resignación y luego con convencimiento. Mucho más extraño que alguien con dos patrias resulta un crítico que haya sabido saltar del espacio más intransigentemente académico al ámbito más periodístico, y del campus estadounidense a las redacciones latinoamericanas, como en buena medida él lo logró. Sin embargo, Estados Unidos y la academia merecen toda la atención, y el lector se queda con curiosidad de esa otra vida de González Echevarría, la latinoamericana.
Creo que el mismo crítico, que no puede dejar de serlo consigo mismo, repara en lo que pudo ser su autobiografía: “hubiese querido que este mismo libro tuviera una factura más proustiana, dándole a la memoria ese estilo denso, melodioso, hecho de anacolutos poéticos que fijaran la atención en objetos significativos”. No obstante, si se echa en falta lo que no fue, es porque hay atisbos de ello, porque se muestran esos caminos que se vislumbraron pero que finalmente no se tomaron. En todo caso, vale la pena leer estas memorias, tanto por lo que son como por lo que hubieran podido ser.