Roberto Abad, El hombre crucigrama, UNAM, Ciudad de México, 2023, 97 pp.
Según Jacques Derrida, en su búsqueda de un nuevo estudio del discurso, la noción de juego ataca el concepto de centro que la filosofía occidental insiste en atribuir a la estructura. El centro es un “no-lugar” que tranquiliza con su “inmovilidad fundadora”—explica el filósofo—, que, a su vez, tiene la capacidad de substraernos del juego y de la ansiedad que provoca jugar. Como todo centro, el de la literatura mexicana se hace tangible a través de las transformaciones y sustituciones que dan la ilusión de romper con la estructura que determina cada época. A riesgo de que esto suene a un diagnóstico reduccionista, me parece que la narrativa mexicana contemporánea lleva algunos años gravitando alrededor de un punto fijo que llamaremos el del contenido. Cada vez es más difícil encontrar novelas cuya temática no pueda ser reducida a un par de enunciados; o bien, es casi imposible encontrar textos que puedan ser descifrados más allá de lo que propone la anécdota, es decir, más allá del contenido de sus páginas. Pensemos, por nombrar un ejemplo cualquiera, la reciente popularidad de novelas que hablan sobre el padre (o la madre), tema que a su vez ha sustituido a otro (¿la narrativa del narco?, ¿de la violencia?), una tiranía del contenido que no es más que otra transformación (¿de mercado?, ¿social?, ¿del rol del editor?, ¿del escritor?, ¿del ritmo de la vida y de las casas editoriales que difícilmente te permiten guardar el manuscrito en un cajón y olvidarlo un par de meses?) del punto fundacional de la literatura nacional. Con esto, no quiero necesariamente emitir un juicio de valor sobre una obra en específico. Más bien apuntar que mi sensación de fastidio viene de una repetición que, en lugar de tranquilizarme, termina por agobiarme con su quietud. Y como dentro de toda estructura centrada que se orienta a un punto fijo, ante el poder absoluto que parece ostentar la narrativa de contenido, las propuestas que aparentemente no siguen este núcleo sobresalen (o se hunden) por su diferencia.
El hombre crucigrama de Roberto Abad, con ilustraciones de Kenia Cano, me parece que se ajusta a este último tipo de propuesta. La anécdota es aparentemente sencilla: un hombre desahuciado entra a una cafetería cualquiera, escoge una mesa, se quita el sombrero, se desabrocha una gabardina y abre un cuaderno. El hombre procede a leer en voz alta sus relatos: un ciempiés que sueña con cruzarse de brazos, un bibliógrafo que vuelve a casa cada madrugada del Día de Muertos para reencontrarse con sus libros, sirenas que atrapan a los marinos a través del lenguaje de señas. Los relatos del hombre son ficciones breves que siguen los requerimientos del género: se recurre a la paradoja, al humor, a la intertextualidad y a la fugacidad como elementos que dan significado al texto. Sin embargo,unas páginas después de que el hombre desahuciado comienza su lectura, el narrador advierte que la actividad es parte de un plan: el hombre ha diseñado la escritura de un crucigrama como un “sistema lingüístico” para contabilizar sus días: “tiene un cálculo exacto de cuánto lenguaje le queda por vivir. No es mucho”, nos advierte.
Para el lector (o, en este caso, la lectora), el crucigrama no es una revelación puesto que se anuncia desde el título del libro y se reafirma con el título de cada relato: un número seguido de recuadros vacíos que deben (o no) ser llenados por el lector. Se dice que, en la ficción breve, la relación entre el título y el texto es primordial, que la encrucijada devela la clave de lectura. ¿Y si el título es un conjunto vacío que puede o no contener un vocablo? El carácter lúdico de El hombre crucigrama radica en el desplazamiento constante de cualquier significado, en la multiplicidad de sentidos. Y, sin embargo, la primera página del libro invita a inmovilizar signos: un crucigrama impreso que se despliega revelando 60 palabras que esperan ser descifradas, palabras precisas que no pueden ser sustituidas por otras si se quiere completar el diagrama. El hombre crucigrama lleva en sí mismo la necesidad de su propia crítica: abrazar la multiplicidad de sentidos invariablemente requiere de una “estructura estructurada”, diría Derrida.
El libro de Abad no puede ser explicado a través de su contenido, sino que tiene que ser leído desde la forma, desde el juego que propone, un juego que además está lleno de paradojas. Ahí está la singularidad de El hombre crucigrama: una apuesta por la técnica y la forma en un momento donde el contenido lo es todo para someter y cuestionar rigurosamente lo que es y lo que se puede hacer con el texto, así como los binarismos que lo contienen. Las reglas del juego son sencillas: quien desee terminar con éxito el crucigrama debe tomar en cuenta el título y el texto, siendo el primero “la concisión extrema del segundo”; es decir, el jugador tiene que resumir la esencia del texto en un solo vocablo. Veamos el siguiente ejemplo:
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Como tigres acechando a su presa, los libros miran a aquella mujer esperando el momento de atacar. Ella no sospecha, pero justo el que tiene en sus manos será el primero en morderla.
Este breve relato viene acompañado de una pista: hay una figura tiránica que determina qué títulos están a la vista en las librerías y cuáles se destinan al almacén. La respuesta “correcta” es la “vendedora” (nótese que el vocablo puede ser provisionalmente sustituido por la palabra “mercancía” sin alterar el sentido del texto). En este caso, lo lúdico no solo está en el sentido humorístico —tan característico del género de la minificción—, sino en la tensión generada entre significante y signo, entre texto y título, entre forma y contenido. La ironía está en que Abad apuesta por la forma obligándonos a resumir el contenido en una palabra, advirtiéndonos además que este vocablo no debe tener el valor de un significante, que se debe evitar a toda costa la reinterpretación del texto: el escrito no es “un objeto de arte conceptual”, subraya el narrador. Por otro lado, el crucigrama es en sí mismo una paradoja: la palabra existe más allá del juego y la mera observación de múltiples signos (vendedora/mercancía) modifica el resultado. Nuevamente, El hombre crucigrama reflexiona sobre sí y se critica a sí mismo.
Ahora bien, los microrrelatos están agrupados en nueve categorías diferentes que a su vez están acompañadas por las notas del narrador. Cuando el lector llega a la penúltima categoría, cuando las reglas del juego parecen estar establecidas, el hombre del crucigrama aventura otra posibilidad: el entrecruzamiento de palabras horizontales y verticales es una encrucijada que inevitablemente enriquece el mensaje del texto. Por ejemplo, en el crucigrama, la palabra “vendedora” se cruza con “divorcio” y “centauro”, resignificando no solo el contenido de los textos sino el orden en el que pueden ser leídos. Cabe advertir que quien lee El hombre crucigrama puede decidir si jugar o no, qué reglas seguir y cuáles no. A manera de índice, los títulos están impresos en la última página del libro. Si decidimos sustraernos del juego, El hombre crucigrama es simplemente un conjunto de microrrelatos que hablan sobre dobles, criaturas míticas, las pesadillas, el tiempo, los libros. Sin embargo, sugiero que no jugar es una salida fácil. El libro requiere un tipo de lectura que implica una nueva actitud hacia la lectura misma, una que no nos lleve a la ilusión del centro, a la seguridad de una sola interpretación, a una trama con una solución final.
Derrida utiliza la noción de juego para atacar el centro y mostrar que en realidad no hay y nunca hubo un centro de la estructura. De manera similar, Abad diseña un crucigrama para explotar la eficacia de viejos conceptos como instrumentos que todavía pueden servir si los sometemos a un proceso de sustituciones infinitas, es decir, inventa un juego en el que nadie gana, como sugiere el epígrafe de Jorge Luis Borges que acompaña a El hombre crucigrama. Por ello, me parece que el texto de Abad implícitamente propone una posible solución a la tiranía del contenido que se ha posicionado como el centro de la literatura contemporánea. La solución no está en pasar la página o en abandonar el contenido —vale la pena recordar que, frecuentemente, se ningunea la escritura no hegemónica por sus temas—, ni en privilegiar la experimentación o la forma, sino en resignificarlas de tal manera que el lector vuelva a sentir la ansiedad del juego. No es gratuito que el libro cierre con un breve relato sobre la ansiedad del lector. Atrapado en el laberinto de una historia que se repite tantas veces como se lee, el lector concluye que la salida del laberinto “no se halla desandando su propio camino. Por eso el destino de uno, inevitablemente, es permanecer en el libro, hasta la eternidad”. Permanecer en el texto, en la necesidad de su propia crítica, en la multiplicación de sentidos, quedarnos para siempre en el juego. Esa es la salida a la tiranía del contenido propuesta en El hombre crucigrama: la ansiedad del laberinto sin centro.