Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Daniel Saldaña Paris, Aviones sobrevolando un monstruo, Anagrama, Barcelona, 2021, 160 pp.

El baile y el incendio, Anagrama, Barcelona, 2021, 268 pp.


En el que hasta ahora es su único libro de prosas breves, Daniel Saldaña París se desplaza por el espacio, el tiempo y los géneros: Aviones sobrevolando un monstruo combina el ensayo y el cuento, la reflexión y la poesía. Desde un presente que nunca deja de ser afectado por el pasado que rememora, el autor realiza un periplo por las ciudades donde ha vivido o que ha visitado. A cada lugar corresponde un texto. En los mejores —como en toda historia que vale la pena—, se desarrolla una simbosis (o una lucha) entre el contexto y la persona, la ciudad y el escritor, el protagonista y su destino: estos relatos dejan de ser memorias de viaje y se convierten en verdaderos cuentos. En los más flojos, el estilo trabajado y el buen sentido del humor nos permiten sobrellevar una voz narrativa que a veces peca de superficial.

El primer texto del libro, una reconstrucción del pasado inmediato del autor, ejemplifica las virtudes de la escritura de Saldaña París, y también sus problemas. Saldaña es muy bueno para fabricar atmósferas: la ácida visión del ambiente literario y urbano de la Ciudad de México sirve para situar su historia, pero también le confiere un sentido más amplio. Al contar sus experiencias particulares, nos recuerda que todos tenemos un vínculo problemático con el lugar donde vivimos: esa mezcla de cariño y disgusto propia de quien aprecia algo con todo y sus defectos es lo que nos distingue de los turistas. Quizá porque sus defectos son muchos, los habitantes de la capital mexicana somos un ejemplo dramático de esta regla. Llena de sinceridad, resentimiento y un poquito de esperanza, cualquier habitante de esta ciudad se puede identificar con la actitud del autor: “La Ciudad de México es esencialmente fea, más allá de los tres o cuatro barrios donde vive la incipiente clase media […] Lo característico de la Ciudad de México no es la combinación de azul y siena de la casa de Frida Kahlo, en Coyoacán, sino el mar de casas grises, sin pintura, con las varillas de construcción expuestas […] Hay que abrazar esa fealdad, encontrar su encanto sin traicionarlo”.

Una declaración de amor-odio a la Ciudad, una bella descripción de su antigua casa y sus vecinos, un regreso al lugar “donde nací, después de un año viviendo fuera”, una tarde de LSD y disfrutar el paso de los aviones, una reflexión enumerativa sobre el desastre literario, económico y jurídico que es la Ciudad de México: Daniel hace malabares para enmarcarlo todo en la estructura de un texto coherente y, en este caso, lo logra. No sucede lo mismo en “Malcolm Lowry en el supermercado”, una colección de datos y recuerdos curiosos que no alcanzan a componer ni un cuento ni un ensayo. Este segundo texto resiente la falta de un centro que dé unidad al conjunto. Meditándolo un poco, me di cuenta de algo obvio: el elemento que, desde el punto de vista del autor —pero no del lector—, organiza la dispersión de referencias literarias, topográficas y anecdóticas, debe de ser él mismo.  

Lo que Saldaña París nos trae de Cuba no se parece a un souvenir feo y barato, pero tampoco a una experiencia memorable: más bien tiende hacia la artesanía local. “Regresar a la Habana” es rico en frases que dan ganas de subrayar; por ejemplo: “el baile: única democracia en esta isla”, o “temo verme reflejado en el espejo del turista que permuta el frío de los suyos por el abrazo rentado”, o también “el cuarto con vistas al océano. El cuarto con vistas a mí mismo”. Aquí, esa musicalidad del lenguaje que el autor descubrió a edad temprana en los poemas de García Lorca está presente hasta el punto de que exige un comienzo y recomienzo del mismo texto, como para deleitarse en el ritmo no solo del lenguaje sino también del acto de escribir.  

Leyendo “Un invierno bajo tierra” comencé a pensar que la mejor escritura de Saldaña París es, justamente, la que prescinde de esas frases bonitas. Al inicio, el propio autor declara que este relato, nacido “del cansancio y la torpeza”, busca hacer a un lado “las distracciones de la retórica” para contar “la historia de cómo terminé metido, más como testigo que como parte, en la epidemia de opiáceos que asola a Norteamérica”. El frío del ambiente, la conjunción de distintas lenguas y etnias, la opulencia de los edificios públicos, el desamparo de los drogadictos y la soledad del invierno canadiense nos hacen sentir que esa historia solo podría haber ocurrido en el Montreal descrito por Saldaña París. Digo nos hacen sentir porque en realidad podría haber ocurrido en cualquier ciudad al norte de México, así como “La orgía nefasta” no tenía que haber sucedido precisamente en España. Y, sin embargo, en ambos casos sentimos que entre el lugar y los acontecimientos se tiende un vínculo que esconde algo vedado para los turistas y aun para los simples viajeros: la verdad de una ciudad. Superponiendo los diferentes mapas, las distintas facetas de Montreal —cada una asociada con cierto tipo de experiencias— Daniel llega a “formar [la imagen de] una ciudad en estratos, como son todas las ciudades que conocemos un poco más de cerca”. A través de sus experiencias, el protagonista se convierte en el punto donde todos los mapas se encuentran, en el eje que los pone en relación: en busca de alivio para el dolor, la ansiedad y la soledad, el escritor inicia su consumo de sustancias; empujado por el miedo a la dependencia y el aislamiento, acude a la Grande Bibliothèque, donde descubre ese otro Montreal: “La gran biblioteca puede parecer un lugar inocuo a cualquier persona que busque recogimiento y estudio; pero para quien mira con ojos interesados es un lugar repleto de estímulos. En una de las salidas suele haber un grupo de indigentes fumando piedra; en los sillones del piso 4 está siempre la misma transexual vieja con los brazos marcados de moretones. Cada tanto se escucha algún grito, alguna trifulca, y los guardias de seguridad tiene que echar a la calle a un drogadicto problemático […] En todo Canadá y Estados Unidos sucede lo mismo”. Preocupado por las consecuencias psíquicas de la abstinencia,  se acerca al único remedio eficaz para una epidemia de drogadicción que cada día se vuelve más grave: Saldaña París descubre un mapa secreto o subterráneo, “un mapa de las reuniones [de Narcóticos Anónimos], de los sótanos de las iglesias donde transcurrían, de los autobuses que tenía que tomar o los callejones que tenía que recorrer […] para llegar a la fraternidad de adictos, su calor de miseria y galletitas”. Es como si el destino del protagonista hubiera coincidido con el de su ciudad y nos permitiera vislumbrar un mapa hecho de todos los mapas: la imagen de una crisis que involucra a gran parte de la comunidad internacional y de sus fundamentos. “Un invierno bajo tierra” sería un relato perfecto si no fuera porque, hacia el final, el tema de las drogas se difumina en la búsqueda de un oscuro escritor canadiense. A pesar de este desvío, el texto retoma su hilo conductor y, no sin alguna concesión retórica, logra concluir.

Sería equivocado pensar que el mejor texto del libro, “La orgía nefasta”, debe su calidad a la circunstancia de que está compuesto por vivencias del autor, según él mismo lo confiesa; sería equivocado atribuirla al hecho de que estas vivencias sean perturbadoras, y no a la atmósfera de pesadilla que las envuelve y termina siendo mucho más inquietante que los hechos descritos. Lo que quizá sí se puede atribuir a aquella circunstancia es la estructura precisa del texto; Saldaña París tiende a las digresiones, tanto narrativas como estilísticas: suele dejarse seducir por el ritmo de las frases, decorándolas con aposiciones, analogías y referencias, aun cuando sería preferible una sintaxis breve y seca. Es una lástima, porque siempre que se resigna a un lenguaje austero Daniel logra la contundencia y esquiva la aridez.

Aunque casi toda la acción de “La orgía nefasta” se desarrolla en el interior de un departamento madrileño, hay algo en esa atmósfera de celebración y vísceras que me recuerda a ciertas fotografías de Pamplona y a una novela de Hemingway: “The things that happened could only have happened during a fiesta. Everything became quite unreal and it seemed as though nothing could have any consequences”. Inspirado en lecturas de Georges Bataille y Roger Caillois, este relato —el único del autor donde nada sobra y nada falta— quizá logre sobrevivir a las filosofías que le sirven de sustento. Después de todo, la sencillez y precisión con que Saldaña París registra sus reacciones ante la “sangre y el olor a muerte impregnándolo todo” son más memorables que cualquier postulado sobre “la eficacia de la orgía”. Son, también, más sinceras.

Los textos de Aviones sobrevolando un monstruo que aspiran al ensayo, como “Los animales prostéticos” o “Pregrinaje y arquitectura”, contienen algunas ideas interesantes. En el primero se habla de una relación entre un águila y su dueño que logra “una restitución parcial de la animalidad perdida, un sentido de pertenencia a un mundo feral que deja la puerta entreabierta, para que el humano otee sin trasponerla”. Estas líneas estimularon mi curiosidad y me sugirieron un par de preguntas: ¿qué tipo de vínculo tendría que haber para que se entreabra esa puerta? ¿Qué vislumbramos en el otro lado, en ese “mundo feral”? Sin embargo, Saldaña París ni siquiera intenta responder; parece tener prisa por cumplir con su itinerario. Es como si en estos ensayos solo fuera de paso por los temas que trata.

Poco tiempo después de haber leído Aviones sobrevolando un monstruo, me enteré de que su autor había sido finalista del Premio Herralde de Novela. Con las expectativas muy altas —quizá demasiado—, me apresuré a comprar el libro. La verdad es que me decepcionó.

Narrada por Natalia, bailarina que prepara “una coreografía new age, algo relacionado con los trances, las posesiones, los episodios de histeria colectiva”, la primera parte de esta novela tiene vocación enciclopédica. Si aparece un libro de art brut, se dedica varias páginas a hablar sobre Mary Wigman y su posible influencia en el psiquiatra Hans Prinzhorn, autor de El arte de los enfermos mentales; si Natalia es aficionada a las bromelias, nos enteramos de que su epónimo, Olof Bromelius, “amasó uno de los gabinetes más impresionantes de su tiempo, con una colección inigualable de monedas y otra de botánica”, pero “murió sin haber visto nunca las plantas a las que dio nombre”; si la protagonista está preparando un performance, seguimos con lujo de detalle sus investigaciones, desde los juicios suecos por brujería del siglo XVII hasta las epidemias de baile medievales. Como los textos menos afortunados de Aviones sobrevolando un monstruo, esta primera parte es un conjunto de personajes, sucesos y datos curiosos cuya relación podría haber sido poética pero no alcanza a ser narrativa. Aquí, ni siquiera el lenguaje se salva. Comparemos, por ejemplo, esta frase rebuscada con las de aquel libro: “Las coincidencias son como ostras que se abren simultáneamente, un coro de lamebranquios que entonan la canción del sentido”. Aquellas se sienten fáciles, orgánicas; esta, rebuscada y artificiosa. Creo que la razón está en la voz de la protagonista: Saldaña París renunció a la comodidad de la tercera persona. Quería contar las cosas desde el punto de vista de alguien más; el problema es que su propia voz le pesa demasiado. No suena como alguien distinto, sino como una versión distorsionada del autor: la sentimos falsa, con vacilaciones que la voz de Saldaña París —y la de cualquier personaje bien construido— nunca tiene.

Desde el principio de la novela nos enteramos de que Natalia vive con su novio, Argoitia: un viejo pintor local que goza de un “puesto vitalicio en la Secretaría de Cultura” y recuerda a esos escritores de la Ciudad de México que se mencionan en “Aviones sobrevolando un monstruo” y que no tienen otro mérito excepto haber envejecido: “La literatura en México es una gerontocracia. Los viejos son celebrados por cumplir años; los jóvenes son mirados con recelo y tratados con displicencia”. Este es uno de los temas que se repite en ambos libros: por una parte, el patrimonialismo y la mediocridad de los artistas exitosos; por otra, la ciudad como un espacio hostil para el artista joven. Intuimos que se trata de dos caras de la misma moneda, pues no solo Argoitia sino toda Cuernavaca son provincianos, corruptos y mediocres, presas de “la insoportable pretensión y la aburrida miseria de esa clase media municipal a la que pertenecemos”. Aunque mucho más joven que Argoitia, la propia Natalia no parece escapar de ese juicio: si bien mira con desdén y hasta desprecio a su novio y todo lo que representa, ella acepta jugar al juego del conformismo. Acepta vivir con él.

En la voz que narra la segunda parte de la novela volvemos a encontrar la soltura estilística de Aviones sobrevolando un monstruo. Se vuelve sobre el tema de las drogas: el protagonista, Erre, padece dolor y las usa como analgésico. Sin embargo, estamos lejos de la economía de “Un invierno bajo tierra”. Reuniones de fieles que se congregan para consolarse de los incendios, centros comerciales que proliferan como la peste, y hasta la anécdota de un señor aficionado a dormir en una hamaca colgada bajo la luna son parte del trasfondo de esta sección. Pero son solo eso: una presencia tan tenue que ni siquiera pertenece al fondo. El pasado de Erre —exnovio de Natalia, cineasta frustrado e incipiente drogadicto— y los entresijos de sus padecimientos corporales se llevan todo el protagonismo; en contraste con la intensidad con que explora y relata su cuerpo, el resto del mundo es apenas un pálido espejismo. Lo que tenemos en esta segunda parte es a un poeta lírico escribiendo una novela. Por eso, sus mejores momentos son de introspección: cuando el protagonista se concentra y se hunde en su cuerpo o en su vida; desde el dolor del presente, recuerda instantes de su niñez o adolescencia en que era fácil estar en el mundo, “formas de ser yo mismo, de estar dentro de mí de un modo pleno, incuestionable, sin que el dolor me expropie, sin el recordatorio de que estoy muriéndome, menguando”.

La tercera y última parte del libro expone, de manera un poco desordenada, el caos que se desata a partir de la puesta en escena de la coreografía de Natalia. En lo que debería ser el clímax de la novela, el esperado desenlace para que se ha preparado desde la primera parte, asistimos al derrumbe del mundo que durante doscientas páginas han habitado los personajes; sin embargo, el recuento de los estragos causados por “la primera epidemia de danza desde la Edad Media” resulta tedioso e inverosímil. Quizá porque es la destrucción de un mundo que nunca se construyó. Comparada con la Montreal de “Un invierno bajo tierra”, la Cuernavaca de El baile y el incendio es tan artificiosa como la decoración en una obra de teatro: el fuego y los bailarines son parte de la tramoya; las bromelias, de la utilería; las entradas enciclopédicas, del guion. Nada está ni remotamente tan vivo como el interior de Erre. Y sin embargo hay una insistencia, presente desde el título y apurada en la tercera parte, por aludir a ese mundo repleto de miseria y de violencia que es la provincia mexicana. En un primer momento, identifiqué la causa de esta contradicción con un sentimiento de responsabilidad social: un resabio de la famosa “literatura comprometida”. Curiosamente, en uno de los destellos intelectuales de la novela podemos encontrar una explicación mucho mejor; es algo que piensa Natalia cuando recuerda la insistencia con que, en su primaria, se hablaba de las personas ilustres que pasaron por Cuernavaca: “No hay nostalgia que valga la pena encumbrar como valor estético; todo juicio positivo sobre el pasado del mundo es un desdén hacia su presente, un olvido de los seres que están ahí, junto a nosotros, esperando a que los miremos con toda la dignidad que les acordamos a las cosas idas”.

A Saldaña París le sienta bien la exigencia de concentración, no de dispersión. En El baile y el incendio, el género novelesco le impone la tarea de crear un mundo que se extiende durante más páginas de las que pueden retener nuestro interés, y quizá el del propio autor.  El asunto es que toda la erudición del primer capítulo y el caos del último no son una respuesta sino una evasiva, un artificio: la confesión de que el autor no encontró respuesta. Aunque en la última parte se esfuerce por demostrarnos lo contrario, el mundo que rodea a Erre nunca deja de ser la excusa para que una voz lírica exprese su punto de vista —incluso los otros personajes: Natalia, Conejo, Argoitia, los padres de Erre, se sienten como meros extras, figuras de cartón que hacia el final se queman junto con la escenografía. Así, la novela se convierte en lo que busca satirizar. Es provinciana por su conformismo, porque no logra hacer del lugar donde está situada el escenario vivo del ser humano: esa historia que siempre es abstracta porque puede suceder en cualquier ciudad, pero muy concreta porque tiene que suceder en una.

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