Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Cine


Wim Wenders, Perfect Days, Japón, 2023.


Wim Wenders creyó que tras la pandemia vendría un mundo mejor, más pausado y más enfocado en lo esencial. La experiencia post-COVID, repartida entre su Alemania natal y los Estados Unidos, le mostró lo equivocado que estaba. El mundo se aceleró aún más, el sentido de comunidad se erosionó a un grado mayor, la conexión tecnológica que aísla y desliga se agudizó. En este contexto, Wenders fue invitado a Japón para que conociera un proyecto curioso: el The Tokyo Toilet, para el cual dieciséis arquitectos de renombre (tres de ellos ganadores del Pritzker) fueron comisionados para diseñar diecisiete baños públicos en el afluente distrito de Shibuya, con la idea de presentarlos al mundo durante las olimpiadas de Tokio 2020, que lamentablemente fueron arruinadas por el COVID.

Wenders, un enamorado de Tokio, fue elegido con la esperanza de que hiciera un documental sobre el proyecto de los retretes. Lo que el cineasta halló fue un símbolo de lo que había deseado para el mundo post-pandémico. Aquellos baños públicos que eran a la vez instalaciones artísticas le parecieron una muestra de la hospitalidad y vocación de servicio que quería elogiar, pero no con un documental sino con una película de ficción.

Así, trabajando con el guionista Takuma Takasaki, Wenders creó Perfect Days, la historia de Hirayama, un limpiador de baños, humilde, solitario y silencioso, y sobre todo, un hombre en paz, dueño de su tiempo en un momento histórico en que el tiempo es cada vez más dueño de nosotros. Un protagonista que va no solo a contracorriente (sin celular, sin computadora, sin televisión, sin ninguna tecnología posterior a los años 80), sino que parece haber escapado de la corriente turbulenta que nos arrastra y se dedica ahora a contemplar el río y el viento que mece los árboles.

La ficción es un género en el que Wenders llevaba décadas empantanado, incapaz de recobrar el suave brillo que iluminó su cine hasta ¡Tan lejos, tan cerca!. Pero al mismo tiempo que la gracia lo eludía en ese ámbito, el director se convirtió en uno de los mejores, más audaces y más interesantes documentalistas de su tiempo, haciendo documentales magníficos como Buena Vista Social Club, Pina y La sal de la tierra. Solo ahora, con Perfect Days, Wenders sale del bache creativo en que se había metido y es gracias a que ha abordado la ficción con los procedimientos propios del documental: la lente que mira, sigue e interroga con curiosidad gentil y anónima, la cámara que parece guardar silencio y dejar que lo que está dentro de la pantalla hable, tomándose el tiempo que sea necesario. Con este método, Wim Wenders hace su obra maestra de madurez, y una de sus mejores películas en general, equiparable a Alicia en las ciudades, París, Texas y El cielo sobre Berlín.

En un momento de Tokio-Ga (1985), el diario de viaje de Wenders siguiendo el rastro de su director preferido y máximo maestro, Yasujiro Ozu, el alemán dice: “si tan solo fuera posible filmar así, como cuando abres tus ojos a veces, solo para ver. Sin tener que probar nada”. Eso es justo lo que logra ahora, en Perfect Days, y no es coincidencia que la cinta sea un homenaje a Ozu. Aquí la lente mira, sin juicio ni discurso, a Hirayama, y lo acompaña durante once días y una mañana de su vida. Una vida anclada por una rígida rutina que lo aligera en lugar de apesadumbrarlo pues es una rutina donde las acciones mundanas y repetidas no son vividas como molestos trámites para llegar a lo importante, sino que son fines en sí mismos. En otras palabras, son rituales. Despertar, afeitarse, regar sus plantas —todas iguales, todas brotes del mismo árbol—, elegir un casete para escuchar en el camino, ir a bañarse al terminar la jornada, comer un sándwich a la sombra de un árbol y tomar una foto  —solo una— de la luz que se filtra entre el follaje, leer un libro antes de dormir… todo ello tiene la misma importancia para Hirayama. En ese paisaje vital, limpiar retretes es tan solo una pieza más, que exige la misma atención que el resto y que, hecha con el mismo esmero (se nos dice que Hirayama incluso ha hecho algunos de sus propios productos y herramientas de limpieza y lo vemos utilizar un pequeño espejo para comprobar que cada rincón está pulcro), reditúa la misma satisfacción.

En realidad, Perfect Days funciona como un cuento moral y, mal ejecutada, podría haber sido una película cursi y didáctica en ese modo vacío en que los libros de autoayuda y las frases motivacionales lo son. Sus lecciones son simples y de tan oídas, se han vuelto platitudes: “no importa lo que haces, sino cómo lo haces”, “vive cada día como si fuera el último”, “vive el momento”, etc. No obstante, como bien ha escrito Juan Villoro, los lugares comunes no son otra cosa que verdades cansadas y la labor del artista es hallar la manera de extraer el núcleo bajo la corteza de polvo. El procedimiento de Wim Wenders es, como ha sido muchas veces, la paciencia. El día a día de Hirayama se desgrana con delicadeza, sin que la violencia de una narrativa impuesta desvíe nunca su cauce calmo, y así, de pronto, ya no recibimos una lección, sino que participamos en una experiencia: la verdad asoma.

Esto no debe dar la impresión de que en la película “no pasa nada”. De hecho, vemos a Hirayama en una semana totalmente fuera de lo común para él. Su segunda tarde es descarrilada por Takashi, su compañero de trabajo (quien es todo lo opuesto a él: estridente, quejumbroso, perezoso), cuando este le pide su auto y luego dinero, para salir con Aya, una chica de la que está enamorado. Aya, por su parte, es conmovida por una canción de Patty Smith que escucha en una de las cintas de Hirayama y, más tarde en la película, escucha la canción con él en silencio, llora, y le da un beso en la mejilla a manera de agradecimiento, dejando a Hirayama sobresaltado. Otra jornada se sale de control cuando Takashi renuncia sin aviso previo, dejando a Hirayama a cargo de cubrir ambos turnos, arruinando sus planes y su ánimo. También en esta semana: Hirayama se reencuentra con su sobrina, Niko, quien ha escapado de casa y ha venido a visitarlo y a quedarse con él; se entera, por su hermana, de que su padre tiene demencia senil avanzada; ve, por una puerta entreabierta, que la mujer de la que está prendado abraza a otro hombre; entabla un juego de gato con un desconocido a través de un papel dejado en uno de los retretes; y repetidamente cruza su camino un vagabundo lunático y bondadoso. La mente del espectador, entrenada por miles de horas de cine, esperará en cada una de estas irrupciones el incidente que empujará a la trama a otra intensidad: Aya se enamorará de Hirayama y eso creará conflicto con Takashi, o Hirayama perderá a su sobrina y su hermana lo reñirá, o irá a visitar a su padre en el asilo de ancianos y habrá un reencuentro doloroso, o la lisa superficie de su vida se resquebrajará al darse cuenta de que la mujer de quien está enamorado está con alguien más, o al final tendrá una charla epifánica con el loco vagabundo o con su contraparte del juego de gato. Pero no, nada de esto ni ninguna otra complicación termina por llevar a la película a otro sitio. Con admirable tozudez, muy similar a la vista en Paterson de Jim Jarmusch, Perfect Days sigue su camino mundano, profundamente honesto, fiel a la manera aleatoria e inconclusa en que las cosas suceden en la vida. Todos estos eventos, modestos y ordinarios, se vuelven relevantes y se expanden gracias a la tersura de la trama, como cuando cae una hoja en un estanque quieto y, en cada una de estas ondas se nos revelan más aspectos de un protagonista al que conocemos tan bien y a la vez tan poco.

Porque ese es parte del milagro de Perfect Days, la forma en que tanto la película como su personaje central logran ser a la vez diáfanos y misteriosos. ¿Qué nos quiere decir Wim Wenders? ¿Es esto simplemente un canto a la vida sencilla? ¿O hay algo más? ¿Es Hirayama realmente un hombre feliz, completo, ajeno al desasosiego? ¿O es su calma una fachada?

Es ante obras así, simples y redondas cual lajas pulidas por el agua, que el crítico se lamenta de su labor. Igual que el director añorando poder grabar como quien abre los ojos, sin probar nada, aquí el crítico también quisiera escapar del silogismo y la lógica del ensayo, y tan solo invitar al lector a ver la película, disfrutarla con él o ella de nuevo, y comentarla luego como amigos. Pero el trabajo es interpretar y ahora daré, a mi pesar, una posible lectura del subtexto de Perfect Days.

En un documental sobre su vida de 2008, Wenders dice que el tema de sus películas, el hilo conductor, es la pregunta de cómo vivir: “¿Cómo haces eso en estos días, considerando todo lo que experimentamos y todo lo que ocurre en el mundo?, ¿cómo logras eso, saber por qué estás viviendo?”. En Perfect Days, aparentemente, la pregunta recibe por fin su respuesta: vivir el momento, vivir eliminando todo lo superfluo, vivir como una especie de monje moderno y secular. Esta elección de camino no viene sin sacrificios. Hirayama es un hombre solo, casi un ermitaño, y pareciera que, para poder alcanzar esa tranquilidad, el mundo actual nos exigiera ocupar uno de esos espacios que tristemente la sociedad asigna a los seres anónimos e “irrelevantes”, como los limpiadores de baños o los locos que viven en las calles. Pero ¿es Hirayama un hombre realizado? Si lo es, la película se erigiría como algo totalmente novedoso en la filmografía de Wenders. Sus protagonistas suelen estar extraviados, intranquilos, y la película, que tiende a tomar forma de viaje, es su camino para encontrarse. Aquí tenemos la impresión de ver a un protagonista que ya está en paz, hallado, inmóvil, y la película es solo un retrato de su vida apacible. ¿Es así?

Sabemos muy poco del pasado de Hirayama, de qué lo ha llevado aquí, pero hay muchas pistas que nos indican que su existencia actual es producto de un giro importante en su vida. Por muchas partes se filtra su pasado en su presente perpetuo: en su colección de casetes y su biblioteca personal que hablan de alguien con una formación sofisticada, en la aparición de su hermana Keiko, quien viene con un chofer en un auto de lujo y le pregunta escandalizada: “¿Es verdad que ahora limpias retretes?”. También gracias a Keiko sabemos que Hirayama tenía una mala relación con su padre, a quien lleva mucho tiempo sin ver y a quien quizás no volverá a ver nunca. Y en un momento Hirayama va a buscar un edificio ahora demolido. ¿Qué había allí? ¿Su antigua casa? ¿Su oficina? Esto nos da una idea de un hombre que en algún punto de su vida eligió alejarse, cambiar de rumbo, ser otro. Es elocuente la selección de la banda sonora. La primera canción que Hirayama escucha es “House of The Rising Sun” de The Animals (cabe mencionar que las letras de sus canciones son tan relevantes que Wenders y Takasaki eligieron incluir las letras en los subtítulos) donde el cantante se lamenta de haberse perdido en esa casa de juego y conmina a las madres a enseñar a sus hijos a no repetir su historia. Hirayama es un hombre arrepentido y el arrepentimiento es el pasado.

El futuro es el deseo y Hirayama evita desear, pero igualmente el deseo se inmiscuye en su vida en la forma de una mujer. En sus días libres, Hirayama va a comer a un restaurante donde la dependienta, Mama, le presta especial atención; Hirayama la observa, la escucha cantar, y sueña con ella. Cerca del clímax de la película, la busca en su restaurante y la encuentra en los brazos de otro hombre, visión que lo afecta tanto que va a comprar cigarrillos (al fumar uno tose, dejándonos saber que no ha fumado en mucho tiempo) y tres latas de highball. También lee Las palmeras salvajes de William Faulkner, un libro que cuenta dos historias paralelas, la de una pareja joven y adúltera a quien el amor lleva a la ruina, y la de un viejo que, ante la amenaza del amor, prefiere volver a prisión.

Conviene encontrar correspondencias con las que, a mi juicio, son las dos obras capitales de Wim Wenders: París, Texas y Las alas del deseo. En la primera, Travis es un hombre que huye de su pasado, del arrepentimiento que carga por haber maltratado y alejado a su mujer, y por haber abandonado a su hijo. El arrepentimiento lo mueve a buscar la ausencia de deseo, el borrarse a sí mismo. Por ello, al final de la película, él desaparece y se recluye luego de reunir a su hijo y a Jane. En Las alas del deseo observamos un movimiento opuesto. El ángel Damiel, movido por el deseo hacia una artista circense, quiere sacrificar su inmortalidad para ser capaz de sentir como un humano, aunque ello implique sufrir también. Perfect Days, creo, continúa ese diálogo entre pasado y futuro, entre arrepentimiento y deseo. Las alas del deseo concluye con una dedicatoria a “todos los ángeles que vinieron antes, pero especialmente a Yasujiro, François y Andrej”, refiriéndose a Ozu, Truffaut y Tarkovsky. Esto demuestra una visión del rol del director como el de los ángeles: condenados a ser testigos y a nunca participar. La vida de Hirayama es así. Al contrario de Damiel, él ha elegido ser un ángel y huir de la violencia de las emociones humanas más intensas.

Por ello es importante el rol de las sombras en el filme. Los días de Hirayama están divididos por secuencias oníricas muy breves, montajes preciosos en blanco y negro (hechos por Donata Wenders, la esposa y compañera del director) que suelen superponer el movimiento de los árboles con eventos del día. Lo notable es que solo la primera de estas secuencias lleva un título: “Sombra”. Sombras como las de arbustos y árboles, mecidos por el viento, proyectados en un muro; o sombras como las arrojadas por las innumerables hojas de su árbol preferido, que en su combinación única de cada instante permiten el komorebi, la palabra japonesa que designa, a la vez, la luz y las sombras, los diseños cambiantes, únicos, creados por las hojas en el viento. “Solo existe una vez, en ese momento”, nos advierte la película al finalizar los créditos. La luz requiere de cuerpos que arrojen sombra, y el tiempo, de situaciones que lo descarrilen o lo detengan.

En una de las últimas y más conmovedoras escenas de Perfect Days, el despechado Hirayama se encuentra con el hombre a quien vio con Mama. Este le pide un cigarrillo y le cuenta que es el exesposo de Mama, que llevaba siete años sin verla y que tiene cáncer terminal, así que quería encontrarla para pedirle perdón, o para agradecerle (se corrige), o “No. Solo quería verle”, confiesa. Hirayama le ofrece un highball y beben juntos, frente al río. El hombre le pide que cuide de Mama y Hirayama, abochornado, intenta asegurar que no hay nada entre ellos, pero el hombre no claudica y le dice: “por favor”. Se establece un silencio y finalmente el desconocido se pregunta en voz alta si cuando dos sombras se superponen, se vuelven más oscuras, para luego lamentarse de que nunca lo sabrá. Hirayama le propone averiguarlo ahora y se ponen ante una farola, uno delante del otro. El hombre no cree que haya ningún cambio. Hirayama sí y dice: “usted dice que no cambia nada. Eso no tiene sentido”. Esta línea hace eco con algo que dijo Mama en el restaurante previamente, cuando añorante se preguntaba: “¿Por qué las cosas no pueden mantenerse igual?”, y también resuena con otra de las canciones que escucha Hirayama: Sitting on The Dock on The Bay de Otis Redding, donde el legendario cantante dice: “parece que nada va a cambiar / todo se mantiene igual”. Al aceptar que las cosas cambian, que nada se mantiene igual, que todo en la vida es komorebi: existe solo una vez, en este momento, y luego se va para siempre, por más que uno intente capturarlo en fotos, Hirayama acepta que el tiempo es ahora y antes y después, que está bien contemplar la realidad, pero que inevitablemente participamos en ella y nos toca, nos habla y nos hiere.

En la décimo segunda mañana, Hirayama despierta, repite su rutina usual, elige su casete, y escucha a Nina Simone mientras maneja a su trabajo. Es un día cualquiera, pero es un día único. “It’s a new dawn, it’s a new day, it’s a new life for me”, canta Nina, y la cámara se mantiene impertérrita sobre el rostro del inigualable Kōji Yakusho, quien por esta sola toma habría más que merecido su premio a mejor actor en Cannes, haciendo pasar su rostro por todo el espectro de emoción humana a la vez. Hirayama acepta su pasado y su deseo de futuro y la vida se renueva. Ahora vive más que para sí mismo y eso entraña angustia, pero también la posibilidad de una vida más plena. “And I’m feeling good”, canta Simone. Amanece.

  • María Carmen agosto 23, 2024 at 2:31 pm / Responder

    Creo que ha sido más creativo para mí leer esta crítica que ver la película, tu descripción es tan magnífica, que no hace falta nada más. Por cierto, Buena vista social club, la veo siempre que puedo, maravillosa…

  • Georgina agosto 27, 2024 at 9:01 am / Responder

    Vi la película Perfect days gracias a tu artículo titulado “Calor” y me ha encantado revivirla y profundizar en ella leyendo tu maravillosa crítica.

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