Juan García Ponce, Ensayos sobre Musil, Fondo de Cultura Económica, México, 2021, 448 pp.
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Ensayos sobre Musil es una antología de ensayos que reúne por primera ocasión los trabajos de Juan García Ponce (1932-2003) a propósito de la obra de Robert Musil. El volumen incluye, en total, quince ensayos; todos anteriormente publicados en libros, revistas, suplementos y también como parte de las colecciones de ensayos del autor. Se trata, en consecuencia, de una publicación de carácter dual: una novedad editorial y también una reliquia. Algo que, inevitable, hay que decirlo, despierta suspicacia y duda. Pues, ¿qué sentido tiene reunir y republicar unos textos impresos hace ya casi medio siglo sobre la obra de un escritor austriaco que en la actualidad en el mundo hispano ya casi nadie lee? ¿No estarán estos textos ya caducos o, más aún, faltos de sensibilidad actual? ¿Qué tienen que decirnos a nosotros unos ensayos tan lejanos en el tiempo?
Porque seamos francos, pasados unos años, los libros, sobre todo aquellos dedicados a tal o cual autor, a tal o cual tema, con frecuencia pasan a engrosar los estantes de lo viejo: creemos que construimos de a poco una biblioteca, y cuando levantamos los ojos nos damos cuenta de que hemos amasado una ruina. Entusiastas de las palabras amasamos una fortuna en libros que al final del día descubrimos no vale nada, porque con frecuencia —aunque no siempre se nos dice— los libros no tienen ningún valor. Una y otra vez, víctimas de nuestra puerilidad y nuestro entusiasmo, adquirimos cientos, a veces miles, de títulos que al final del día no tendrán ningún valor porque en realidad nunca lo tuvieron. Culpables nuestros impulsos, nuestro deseo desesperado por acallar las voces de nuestros infiernos, y culpables también nuestros críticos y nuestros mayores que una y otra vez a lo largo del tiempo nos han insistido en la importancia de adquirir libros, en la importancia de leer libros, pero sin nunca especificar ni el por qué ni el para qué de la lectura y de los libros, adquirimos y leemos libros con los que no tendríamos siquiera por qué haber tenido contacto. Promoción maquinal y muchas veces injustificada del valor intrínseco de la lectura que con regularidad provoca que, al cabo de un tiempo, sentados sobre una montaña de libros que nunca nos dieron nada, observemos con frustración el transcurrir de las imágenes de nuestra vida: vida que no sólo no se edificó con la lectura sino que se empobreció y se pudrió a causa de ella.
Es obvio sin embargo que no son todos los libros (nunca son todos los libros), pero con frecuencia sí los que se nos comercian y se nos recomiendan en los suplementos culturales, los que están en las mesas de novedades y que se nos anuncian como giros copernicanos y como las vueltas de tuerca a nuestro siglo, que nosotros ingenuos adquirimos para descubrir una vez más que ni vuelta ni giro ni nada. Nunca nada. Porque en verdad, son pocos, muy pocos, los libros que si actuáramos con entera honestidad pasarían la prueba de la primera lectura: porque son siempre más los libros que deberíamos desechar que los que deberíamos conservar en nuestros estantes. Pero de eso nadie habla porque ni a las editoriales ni a los críticos ni a los autores conviene. Entonces todos callan, y como frente a un espejo mohoso miramos la pálida y distorsionada imagen que el artilugio de papel devuelve. ¿Vale en ese sentido —vuelvo a preguntar— un libro de ensayos sobre un escritor austriaco que en estos días a pocos muy pocos interesa?
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Ensayos sobre Musil es un libro que a mi entender no se parece ni un poco a ninguna de las novedades editoriales que circulan en estos días. Porque para empezar se trata de un libro denso, complejo y también a ratos repetitivo: más de cuatrocientas páginas en las que un escritor obsesionado con el absoluto y el significado de la vida pone su pensamiento al límite buscando razón a su cada vez más paralizada existencia, y en el esfuerzo vira y revira sus ideas en torno a una de las obras literarias más profundas e incomprensibles del siglo XX. Eso es: un libro a ratos dificilísimo que, para decirlo pronto, no es para cualquiera. Un libro que reclama toda nuestra concentración, nuestro tiempo y nuestro compromiso. Un libro que, honestidad de frente, reclama toda nuestra paciencia.
¿Paciencia con qué? Como recién he mencionado, la obra de García Ponce gira insistente alrededor de un puñado limitado de temas que observa, vira y vuelve a observar con el fin de llegar hasta el sentido más profundo de su significación. García Ponce no se sacia con entender lo que lee, sino que busca interpretarlo de la manera más honda posible: hasta el límite de sus capacidades. Sus ensayos son en ese sentido el testimonio de una búsqueda, que sabe de dónde ha partido pero que no sabe a dónde llegará. Se trata, quiero decir, de ensayos comprometidos con la reflexión y el pensamiento. La razón: como pocos, García Ponce se jugaba la vida en lo que investigaba y escribía. La escritura no era para él un divertimento o siquiera una necesidad en el sentido del autor que busca la expresión de su identidad y de su voz. Definitivamente no. La de García Ponce no fue una necesidad romántica. No. Escribir para García Ponce fue la existencia misma y se presentó ante él relativamente temprano en el tiempo como la única posibilidad de subsistir. Un llamado y un grito imperantes.
A diferencia de la crítica de ocasión que apunta siempre a la celebración de lo nuevo, y en contraste con aquella oportunista y servil que acostumbra a conocer sus conclusiones antes de siquiera conocer los signos de sus preguntas, la de García Ponce fue la de un fascinado obsesivo que al encontrar una palpitación en lo que leía, aunque sin saber bien a bien qué es lo que le generaba dentro, se arrojaba a la empresa más íntegra y sesuda de la interpretación. El resultado de este arrojo fue una obra que es la exhibición descarnada de un proceso de pensamiento que en su búsqueda se convierte en una repetición y una insistencia por decir y volver a decir aquello que ya ha dicho, pero como no siempre con la delicadeza y precisión que le gustaría entonces vuelve a decir. Hasta el agotamiento y hasta el cansancio: repetición pues como recordatorio de que escritura es pensamiento y también como maledicencia a todos aquellos que se sirven de la escritura de modo mercenario e instrumental.
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Dicho esto, es importante aclarar que Juan García Ponce fue lector antes que escritor y crítico. En el sentido de que la lectura fue su medio predilecto para aprehender al mundo. En esa dirección, Ensayos sobre Musil es —como prácticamente la totalidad de ensayos del autor— un esfuerzo intelectual y descriptivo por penetrar el profundo misterio de la existencia. Esfuerzo intelectual y descriptivo que, con el paso del tiempo, se vio cada vez más preocupado por las manifestaciones de lo invisible; es decir, se fue haciendo cada vez más interesado por el tema de lo intangible, por la aprehensión que no es física sino espiritual. Pues si bien el cuerpo fue siempre un aspecto imperante en sus reflexiones, en su obra madura el cuerpo no es nunca el fin sino el camino. Algo que —los lectores de García Ponce sabrán notar— no siempre fue así. Los primeros intereses del autor fueron sustancia y movimiento: mucho teatro y obras literarias que ocurrían para el acto y el suceso (que si bien eran de igual modo pensamiento, el pensamiento en ellas existía en proporción relacional a la acción), y fue solo con el paso del tiempo que su interés migró hacia lo espiritual y lo metafísico, hacia la obra de autores en los que la acción es ante todo psicológica.
Este cambio de intereses tiene una potencial explicación de la que no se habla. De la que no se habla, pero que se debería en tanto que está estrechamente relacionada con el modo de leer y escribir del autor yucateco. Visto con atención, García Ponce comenzó hacia finales de los años sesenta una investigación del mundo que no es física sino psicológica y espiritual (de allá por cierto, su profundo interés por la contemplación que se cifra en su pasión por las artes plásticas y obras contemplativas como la de Robert Musil): esta inclinación apasionada por aquello que se revela antes a la mirada que al tacto se explica a mi entender por la parálisis degenerativa que padeció durante largos años y que concluyó en nada menos que la muerte. Enfermedad que al suceder lenta, aunque constante y progresiva, cubrió la existencia del autor con un grueso manto que terminó por poseer todo lo que leía, pensaba y escribía.
Lejos de ser lateral, la enfermedad de García Ponce operó como un centro silencioso alrededor del cual —incluso quizás contra su voluntad— orbitaron sus mayores preocupaciones. Y todo esto muy temprano: las primeras trazas de la enfermedad ocurrieron cuando el autor acababa de cruzar el umbral de los treinta años y su obra comenzaba a despuntar (aquí estamos hablando de comienzos de los años sesenta). ¿Cómo sucedió esto? En una de las últimas crónicas escritas por Vicente Leñero para la Revista de la Universidad de México, leemos que una vez caminando por la Zona Rosa, en una caminata que era más bien una discusión exaltada entre ambos, García Ponce se detuvo de repente y quedó como paralizado. Leñero, sin entender lo que pasaba, volvió sus pasos hacia donde se había quedado García Ponce y le preguntó qué ocurría. Con media sonrisa, y como tratando de sacarle importancia a lo que acababa de ocurrir, mientras se reincorporaba, le respondió: “no puedo moverme… ya van varias veces que me pasa… me paralizo, aunque sólo dura un rato”. Entonces nadie lo sabía, pero comenzaba a posarse sobre él el fantasma de la enfermedad.
Un testimonio más: tiempo después, aunque en esa mismas época, mientras transportaba una caja de refrescos de una habitación superior a una planta baja donde transcurría una fiesta, las piernas de García Ponce se doblaron hasta el suelo, haciéndole caer por las escaleras junto con la caja de refrescos que se partió en pedazos. Huberto Batis, que estaba en ese momento con él, miró en silencio y confundido como, acto seguido, el autor se arrinconaba en un sofá que estaba en una esquina de la sala en la que se encontraban para el cabo de unos segundos estallar en llanto. “Estoy perdiendo la movilidad en las piernas —le dijo— ya van varias veces que me pasa… el doctor me dijo que voy a quedar paralítico”.
García Ponce acababa de ser diagnosticado con esclerosis múltiple, una enfermedad degenerativa que le haría perder mucho más que la movilidad en las piernas; primero serían las piernas, pero después también los brazos, el cuerpo todo, y también la voz. La existencia de García Ponce se convirtió desde ese momento en una existencia para la literatura, pero de una manera muy particular y al cabo de un tiempo también absoluta y radical. Pues aunque negado a hacer de la enfermedad el centro de su obra, irremediablemente condicionado por ella, los temas de su existencia literaria comenzaron a ser los del espíritu. Y es que si bien con frecuencia mediadas por el cuerpo y por la carne, las preguntas de García Ponce fueron por la posibilidad de la realización y de la totalidad más allá de la materialidad de los cuerpos. Al grado de que, incluso en los pasajes más carnales de su obra, su búsqueda es la de la conexión de los espíritus. Decirlo: la progresiva inmovilidad condujo a García Ponce a buscar el placer en otra parte, a hacer de su obra una intelectualización del deseo que pronto mutó en la espiritualización de la unión y de la escritura.
Como pocos, García Ponce se apropió de sus autores, a nivel tal que uno puede leerlos con meticulosidad y por cuenta propia, pero si uno antes no ha transitado lo que el escritor yucateco dice sobre ellos, jamás encontrar aquello de lo que nos habla. Y esto no porque aquello no esté en ellos sino porque la avidez y la creatividad de las lecturas de García Ponce trascienden la interpretación inmediata e incluso la menos obvia, porque lo que observa sí está pero en la hondura medular de la experiencia literaria, aquella que únicamente se encuentra cuando en las palabras se juega la vida. Dicho de otro modo, la tortuosa existencia de García Ponce, el horror de la parálisis, son también los artífices de su obra crítica más elevada. O bien: no hay expresión literaria que no haya sido forjada en los hornos más hirvientes de la tribulación y la muerte. Desde Dante hasta Solzhenitsyn, las grandes obras de la literatura han sido siempre modeladas al calor de los tormentos y los sufrimientos más implacables. Y si bien no todo sufrimiento conduce a la gran obra, toda gran obra parece surgida de los tormentos más extremos. García Ponce lector es producto de esta experiencia desgarrada.
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La lectura que hace García Ponce de la obra de Musil es precisamente una lectura desgarrada: obsesionado con la idea de que es a través de la especulación y no de la acción que es posible alcanzar la realización última de la existencia, pues el absoluto es inaccesible al cuerpo, la aproximación que hace a los relatos del escritor austriaco resulta en una insistente y obsesiva indagación de la mente y los espíritus. Partiendo de la premisa de que la literatura es “el medio propicio para tratar de poner a prueba nuevas posibilidades de vivir una vida que sea diferente de la vida”, García Ponce examina la totalidad de la obra de Robert Musil —desde su perturbadora primera novela Las tribulaciones del estudiante Törless hasta las últimas y desordenadas páginas de su inconclusa obra ensayística-narrativa El hombre sin atributos— con el fin de encontrarle un sentido al vivir por los libros y para los libros. Y he aquí una de las peculiaridades de la lectura que hace García Ponce de la obra de Musil, ya que debido a las circunstancias de vida que hemos mentado, nadie mejor que él comprendió el aspecto sacrificial de la obra del austriaco cuya realización fue sólo posible a través de su negación de la vida: “la obra se había convertido en una novela sin fin, sin término posible —y por tanto, también, junto con ella, la vida de su autor, porque ya no era la vida la que alimentaba la obra sino la obra la que alimentaba a la vida”. Una afirmación sobre la obra de Musil que no puede sino recordarnos aquella que García Ponce hizo alguna vez sobre la propia: “mi vida ha ido haciendo mis libros, mis libros han ido haciendo mi vida”.
Contrario a los primeros intereses literarios de García Ponce, que fueron en casi todos los casos hombres de acción (i.e., Emilio Salgari, Joseph Conrad, Herman Melville, Ernest Hemingway, entre otros), Robert Musil fue un sujeto más bien enfermizo y obsesivo que rara vez salía de casa y que —según Elías Canetti— cuando lo hacía no lo hacía sin su mujer quien por cierto era la encargada de cargar el dinero que él se negaba a tocar en tanto consideraba que éste era una fuente de corrupción del espíritu. Una otra forma de contar que, radical en su fidelidad a su proyecto literario, Musil fue un autor que investigó los alcances de la literatura y las posibilidades del espíritu con su propia vida (vida que en algún momento existió sólo para la observación y la escritura); esto a través de hacer de la imaginación literaria el motor de su existencia pero también la principal herramienta para investigar el colapso del sueño liberal cifrado en la capital del multiculturalismo austrohúngaro, y en última instancia de la moral y de los valores fundadores de Occidente.
Y es que como García Ponce lo explica hasta el cansancio, la resolución última de la investigación literaria de Musil es nada más y nada menos que una obra que no sólo es inconclusa sino que por el tema de sus pesquisas sólo fue posible clausurar con la muerte: obra que al tratar la búsqueda de sentido en un mundo que se encontraba al borde del colapso, y en el que los valores que habían formado a los individuos que habitaban ese mundo no parecían más validos, únicamente podía ser finiquitada a través de la negación de la existencia. Eso es: con la muerte. Porque para concluir apropiadamente: la obra de Robert Musil solo podía concluir con la muerte de Robert Musil. Y es que a diferencia de un sinfín de autores que al morir han dejado una obra inconclusa, en Musil la muerte tiene un sentido definitorio en tanto que se trata de la materialización de la imposibilidad de encontrar valores nuevos en un mundo desgajado. Su obra es en ese sentido la comprobación matemática de la falsedad del sueño nietzscheano y una afirmación por vía improbable de la hipótesis de Dostoyevsky: en una sociedad cuyos pilares estuvieron sostenidos durante siglos por la moral cristiana, remover esta moral no resultará nunca en una sociedad liberada como en parte la imaginó Nietzsche sino en cambio en una sociedad esclava de sus pasiones en la que la realización última del amor —eso es, la realización de la existencia— existirá como una pulsión y como un deseo pero jamás como una realidad. En otras palabras, el carácter inconcluso del proyecto literario de Musil no es otra cosa que la manifestación de la imposibilidad de la búsqueda de sus libros, que de maneras creativas pero siempre perturbadas y degeneradas (como en cierto sentido con frecuencia la buena literatura lo es) tratan de encontrarle una salida a una existencia sin moral y sin Dios. Una y otra vez la obra de Musil es la expresión de un fracaso, fracaso que García Ponce observa desde su espiritualidad atea y juzga sin ocultamiento como proyecto fracasado.
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El camino hacia el fracaso de la obra de Robert Musil, nos indica García Ponce, tiene su punto de partida en el momento mismo en el que éste comienza a escribir literatura pues desde un principio sus relatos se proponen investigar, por la vía imaginativa, las posibilidades de una existencia sin Dios, una existencia que aprehenda “el carácter total de la realidad” a través del pensamiento racional. La consecuencia de esta tentativa, que se repite una y otra vez y cada vez siempre de un modo más dramático y radical, es un verdadero museo del fracaso en el que los únicos guiños a la totalidad se dan en acciones que no son acciones del cuerpo, sino de la imaginación irracional y del espíritu.
Carácter imaginativo y espiritual de la obra de Musil que a decir de García Ponce no se da propiamente como resultado de una exploración de la existencia humana a través de la psicología sino de una realización de lo psicológico de la existencia en los entramados del cuerpo. Porque aunque profundamente contemplativa, la obra de Musil es una obra que busca siempre ser una obra corporal, pero cuya corporalidad no siempre es posible en tanto que para hacerse posible el cuerpo es necesario primero hacerlo creíble. Algo que con frecuencia concluye en una corporalidad que termina por exhibir de manera casi patética su carácter psicológicamente tortuoso, y en esa dirección también imaginativa, espiritual y almáticamente desvencijado.
Una y otra vez, repetidamente y todo el tiempo, la obra de Musil fracasa y en su fracaso, como nos lo muestra García Ponce en su libro, se levanta como uno de los grandes monumentos del siglo. ¿Porque qué obra sino una que lleve hasta las últimas consecuencias la imaginación de la existencia más allá de la moral puede ser el gran monumento del siglo XX? Un siglo que abandonó de manera estrepitosa la existencia para la trascendencia y se entregó de un modo alarmantemente patológico a una existencia para la corrupción, pagando también en el acto y en especie las consecuencias; “pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria de Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos” (Romanos 1: 21-24). Por supuesto entonces que la obra de Musil se levanta como monumento del siglo XX, pues como Dostoyevsky, aunque con intenciones opuestas a la suya, explora las fronteras de la desviación moral llegando a la conclusión de que no hay existencia —aún en un mundo sin dioses y en el que todos nos es lícito— que en la exploración radical de sus arrebatos y pasiones no concluya en su destrucción. En alguna parte del primer volumen de El hombre sin atributos, Musil afirma que no hay pasión que se profese con dedicación que no termine por destruir de manera completa y definitiva a su artífice. Aquí estamos.
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Un aspecto que hasta ahora no he comentado con profundidad pero que es relevante mencionar es el de la propuesta crítica de García Ponce, que siendo inteligente y rigurosa es sin embargo personal y parcial. En contraste con la crítica académica —autoproclamada en ocasiones como crítica especializada y experta— que posa de ser una expresión desapasionada y objetiva del análisis literario, la del yucateco no es sino la expresión de la pasión y la subjetividad que lee a través de lo que siente y cree. Esto sin embargo no se traduce, como uno podría pensar, en una crítica que sabe lo que va a decir (porque García Ponce tiene ante todo preguntas, preguntas que busca responder con la mayor honestidad). Diciendo sin decir, la crítica garciaponciana parece preguntarse qué hay más allá de su realidad y de su cuerpo. Condenado por la enfermedad a una existencia para la inmovilidad, el trabajo crítico y creativo de García Ponce no existió como una expresión de su existencia ni como una realización lateral de ella, sino que a diferencia del trabajo de los sanos para los que otra realidad es posible, sus textos son una investigación definitiva y podríamos decir dramática de esa otra existencia que es total y completa pero que sólo es posible a través de la imaginación crítica.
El infierno de la enfermedad hizo de García Ponce un crítico singular pues en sus textos no se jugaba la fama y la fortuna sino la vida. Cada texto es una nueva exploración sobre cómo vivir una vida plena en un cuerpo que era cada vez más una limitación. En este contexto, en el contexto de una crítica que es desesperadamente vital, García Ponce eligió a los autores de su vida —Thomas Mann, Marcel Proust, Pierre Klossowski y, de manera prominente, Robert Musil— y los exploró con los ojos de quien tras una enfermedad largamente tratada ha renunciado por completo al cuerpo y busca su salvación en la literatura. Es en esa dirección que su crítica es una expresión de la integridad crítica pues sabe que de nada le sirve inventar respuestas que no le sirvan para vivir: García Ponce lee y escribe para aferrarse a la vida. Y en su tentativa formula las preguntas más inteligentes que a nadie sino a él se le pudieron haber ocurrido, porque como he dicho arriba uno puede leer a los autores de sus recomendaciones y sin embargo no encontrar en ellos lo que él encuentra y de la manera en que él lo encuentra. Porque de manera independiente uno puede explorar a todos estos autores de modo detallado y profundo, y encontrar un cúmulo de sabiduría y de expresiones literarias elevadas, y no obstante ser incapaz de acceder a la expresión definitiva de la vitalidad que por la situación límite de su enfermedad García Ponce extrajo de ellos. Y es por este motivo, o uno de ellos, que el trabajo crítico del escritor yucateco sobre Musil se nos ofrece como necesario, como un libro que bien leído nos otorga las pautas para vivir con significado e intensamente.
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La obra crítica de García Ponce es una obra con una identidad única. Basta leer unos cuantos ensayos suyos para poder identificar el resto sin leer su firma en ellos, y esto menos por la germanización de su prosa que por la palpitación y la inquietud que late en ella. Con una obra cuyo rasgo primordial es su inteligencia y búsqueda de la vida, García Ponce se erige frente a nosotros como uno de los críticos literarios que hace falta seguir leyendo con prescindencia de si los autores sobre los que escribe tocan o no nuestros intereses; esto no porque su obra crítica trascienda a los autores que lee sino porque, a causa de su afán por descubrir en la literatura los pilares fundamentales que sostienen el sentido y la vida, sus textos logran una existencia más allá de los originales. Y es precisamente por ese camino que a mi entender su trabajo crítico se erige como uno de los más inteligentes y sensibles del siglo XX mexicano.
Leída desde los aspectos más provocadores de su trabajo creativo, la obra de García Ponce ha pasado a la historia como una literatura de corte erótico obsesionada con la juventud y el cuerpo. Esto ha provocado que sus ensayos —desde mi punto de vista lo más valiosa que nos ha legado— pasen más bien desapercibidos a los lectores, que por lo regular atraviesan por Inmaculada, “Tajimara” y “El gato” sin transitar aquella otra faceta de su obra que fue la del estoico enfermo que creyó en la literatura con más intensidad que cualquiera de nosotros y que buscó siempre la vida a través de ella.