Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Cormac McCarthy, El pasajero / Stella Maris, Random House, Barcelona, 2022, 624 pp.


Olvidemos, por un momento, el peso de su nombre.

Ignoremos el silencio narrativo de 16 años desde la publicación de The road (2006), esa novela que cuenta el deambular de un padre y su hijo por un mundo devastado y devastador, y quienes a lo largo de más de doscientas páginas se dedican, día y noche, a buscar víveres y resguardo, a esconderse de las bandas de caníbales que vigilan los caminos principales, a mantener vivo el fuego de la “civilización” —un fuego, por supuesto, metafórico, pero que en la medida en la que avanzamos por esas páginas profundamente conmovedoras, se vuelve tan real, tan necesario para ellos como para nosotros.

Hagamos caso omiso de ese estilo que lo volvió tan famoso, vinculado, por algunos, a una de las traducciones más influyentes de la Biblia en el mundo anglosajón —la King James—, y relacionado, por otros, con la escritura de quien tal vez sea el narrador estadounidense más influyente del siglo pasado, William Faulkner, creador de una saga sureña repleta de traiciones familiares, racismo y, sobre todo, violencia.

Pasemos por alto, también, los lugares comunes expresados en torno a su obra. Que está dotada de muchas acciones posibilitadas por el uso constante y obsesivo de la conjunción copulativa y, la cual permitiría construcciones sintácticas caracterizadas por la acumulación y la ambigüedad. Que posee diálogos ágiles y telegráficos similares a los de Hemingway. Que trabaja incansablemente con los imaginarios en torno a la frontera entre México y Estados Unidos. Que está protagonizada por personajes masculinos que son, al mismo tiempo, testimonios y generadores de la violencia. Que acaso la suma de todos estos factores con una imaginación cinematográfica sobresaliente ha logrado exitosas adaptaciones al cine, como el caso de No country for old men (2007), de los hermanos Cohen.

Enfoquémonos, por ahora, en la trama de la primera de sus novelas más recientemente publicadas: El pasajero (2022). Bobby Western se gana la vida buceando. Estamos en 1980. Junto a un grupo de personas, rescata objetos perdidos en la profundidad de mares y ríos. Tras un trabajo en el Golfo de México, en el cual encuentra una avioneta a la que le faltan uno de los diez pasajeros y la caja negra, la aparente estabilidad de Bobby es puesta en vilo. Un par de supuestos agentes gubernamentales comienza a acosarlo, convencido de que está ocultando información importante sobre el accidente. Uno de sus amigos fallece de forma abrupta. Su gato se escapa. El dinero guardado en el banco, herencia de sus abuelos paternos, es confiscado por Hacienda. En suma: le llueve, como quien dice, sobre mojado. Acosado por los fantasmas familiares ―específicamente el de Alicia, su hermana suicida, antiguo prodigio matemático y musical―, y después de peregrinar por distintos estados, se marcha a España.

A Bobby, como a ciertos personajes arquetípicos de la literatura occidental, lo atraviesa la tragedia. Es, a su modo, una encarnación tardía de Edipo: enamorado de su hermana Alicia, incapaz de superar su muerte temprana, acaso sintiéndose culpable por no poder evitarla, se niega el derecho al olvido. (Ojo aquí aficionados a la jeringonza del doctor Freud: contamos con material suficiente para poner a prueba sus teorías). Distintos flashbacks y conversaciones (de las que hay bastantes, pues es una novela construida casi en su totalidad por diálogos), nos permiten aproximarnos a las vicisitudes biográficas del protagonista, personaje improbable en quien conviven los atributos de un James Bond y las elucubraciones de un Max Planck: su antigua vida en Europa como conductor de Formula 2; su desencanto con la física; la relación conflictiva con el legado de su padre, uno de los integrantes del Proyecto Manhattan; su gran inteligencia apenas disimulada por el escepticismo; su persistente soledad; su duelo interminable y su incapacidad para nombrarlo, para poder superarlo.

El pasajero consta de diez capítulos. Cada uno de ellos comienza con fragmentos de las conversaciones que Alicia tiene con seres caricaturescos y siniestros creados por su esquizofrenia. Si bien el tono general de la novela es melancólico y sombrío, en estos pasajes el narrador se permite introducir un humor que raya en lo absurdo. El Chico (¿alusión, quizá, al protagonista de Blood meridian?), joven con aletas en vez de manos, generalmente contesta a las preguntas de Alicia con groserías o acertijos. Se burla de ella. Habla a través de paradojas. Contribuye, asimismo, a generar las dudas que, eventualmente, la llevarán a abandonar las matemáticas: “Nunca sabrás de qué está hecho el mundo. Lo único seguro es que no se compone de mundo. Cuando te acercas a una descripción matemática de la realidad no puedes evitar perder eso que está siendo descrito”.

Interesado como pocos en la representación material de sus escenarios, llama la atención este cambio de directriz en el McCarthy tardío; aquí no encontraremos tantas descripciones líricas de paisajes naturales, ni escenas de violencia exacerbada, sino el deseo por poner a los personajes a discutir sobre ideas matemáticas, historias personales y teorías conspiracionistas —sí, hasta McCarthy, como su coetáneo Don DeLillo, y en consonancia con el ethos gringo, por fin cedió a la tentación de elaborar una novela de aspiración paranoica. No en vano James Wood destacó en su reseña que, por primera vez en la obra del estadounidense, estamos ante una “ficción de ideas” que encuentra en las pláticas de sobremesa el medio ideal para transmitirlas y confrontarlas. Este carácter dialógico adquiere mayor protagonismo en Stella Maris (2022), novela en la cual leemos las conversaciones que el Dr. Cohen tiene con Alicia Western a lo largo de varias sesiones ocurridas ocho años antes de los acontecimientos de El pasajero. El título de la novela remite a la institución psiquiátrica donde ambos se encuentran. En la conversación entre paciente y doctor pronto nos enteremos de algo: Alicia ingresó de manera voluntaria. Además de ser diagnosticada con esquizofrenia, sufre de una profunda depresión, acentuada por un accidente automovilísitico que ha llevado a Bobby, su hermano y único interés amoroso, a un coma.

Mucho más corta que su antecesora, Stella Maris no es por eso menos interesante. De hecho, creo que, a fuerza de la concisión de sus capítulos y de prescindir de las subtramas laberínticas de El pasajero, esta novela, considerada la coda de la primera, luce como un libro mucho más acabado. Asimismo, en boca de Alicia, las ideas que han permeado toda la obra del estadounidense adquieren mayor fuerza. Ahí están, de nueva cuenta, sus temas predilectos: el pesimismo filosófico, la conciencia de la existencia como un conjunto de fracasos, la certeza de la extinción paulatina de la vida: “Eso con lo que estás lidiando, el tiempo, no es algo maleable. Salvo que cuanto más acumulas menos te queda. El licor del ser va goteando al suelo. Tienes que apresurarte. Pero la prisa misma está consumiendo lo que más quieres preservar. Has sido enviado para lidiar con eso contra lo que no puedes lidiar. Es demasiado difícil”.

Merece especial atención el personaje de Alicia, no solo porque por primera vez un personaje femenino adquiere protagonismo en la obra del estadounidense, sino también porque a través de ella se apuntala otra de las novedades de este par de novelas: la especulación científica. Puesto que el autor no fue un científico, no debemos esperar encontrarnos con los protagonistas resolviendo complejas ecuaciones o tratando de definir los objetivos y alcances de la topología. Como a Bejamín Labatut en Un verdor terrible (2020), a McCarthy la especulación científica le sirve como un vehículo para explorar cuestiones éticas, ontológicas y epistemológicas: ¿cuál es la responsabilidad de los científicos en las catástrofes que marcaron el siglo XX?, ¿cuáles son los límites de la realidad?, ¿qué tipo de relaciones existen entre la música y la ciencia? Y, por supuesto, la pregunta más importante para nuestros protagonistas: ¿cómo se lidia con la pérdida de la persona que más quisiste?

Quienes le reclaman a McCarthy su falta de conocimiento en torno a las ciencias, tal vez olvidan que él no fue ningún tipo de divulgador y que, como escritor, su mayor responsabilidad estaba en la solvencia de sus narraciones. Siendo un autor situado dentro de la categoría los Tipos Duros de la literatura (la definición es de Cyril Connolly), dueño de un estilo que ha abrevado, con fortuna, de la lírica, para construir tanto paisajes de ensueño como de pesadilla, su primera y última incursión en la ficción de ideas posee varias fallas: algunos diálogos excesivamente expositivos, la poca verosimilitud de sus personajes principales (un par de genios incomprendidos y fatalmente enamorados), la incapacidad para cerrar ciertas tramas apenas esbozadas (¿existe el pasajero que titula a la primera novela o solo es un pretexto para generar un conflicto?). Al lado de obras maestras como Blood meridian (1985), o The road,o All the pretty horses (1992), estas dos novelas parecen adentrarse en un terreno desconocido, y el resultado, si no mediocre, puede ser un poco desalentador para quienes lo hemos leído con devoción. Que no se me malinterprete: este par de libros, con todo y sus errores, brilla en el panorama de la literatura contemporánea tan obsesionada por los cuidados y el buenaondismo exacerbado. Hasta en sus momentos más humildes, la prosa McCarthy deslumbra.

“Todavía pienso, de corazón, que hay más sabiduría en la tristeza que en la alegría”, profiere Sheddan, personaje central de El pasajero. Sin duda, al llegar al final de ambas novelas, dicha afirmación tal vez nos sirva para comprender el legado del estadounidense fallecido recientemente: un compendio de libros, ya canónicos, que nos muestran, una y otra vez, la poderosa sabiduría de la tristeza y la habilidad de la escritura para transformarla en escenarios, personajes y preguntas, infinitas preguntas.

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