Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Mario Vargas Llosa, Le dedico mi silencio, Alfaguara, Madrid, 2023, 304 pp.


El premio Nobel peruano ha escrito lo que anunció como su última novela, y el título parece prefigurar, con un ligero toque dramático, una suerte de adiós. El autor, nacionalizado español, único miembro de la Académie Française sin haber escrito una obra en francés, emblema del cosmopolitismo latinoamericano, se nota que cada vez echa de menos más su tierra natal y que sus libros son una acuciosa y apasionada indagación sobre el Perú.

Si esta novela señalara un debut literario sería, probablemente, vista como una obra decorosa, bien lograda de acuerdo con sus modestos propósitos; para ser una obra de Vargas Llosa, se encuentra muy lejos de las vastos frescos que escribió en la década de 1960 y que a la postre le dieron el Nobel, como La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en la catedral… y sin embargo, esta breve novela muestra otras posibilidades del género: su estrecha relación con el periodismo, el reportaje, la crónica, el ensayo e incluso el artículo académico.

El libro tiene una trama sencilla: un periodista musical, que de ninguna manera se asume como musicólogo, escucha una vez a un guitarrista tan portentoso como desconocido poco antes de que muera, y entiende que su misión en la vida es dar a conocer al mundo al prodigio y descubre que, para que se aquilate en su justa dimensión, es necesario escribir la historia del vals peruano… y en realidad del Perú. La novela aborda ese proceso, el de la escritura de un libro. Una vez consignado este resumen hay que apresurarse a decir que los lectores que probablemente se entusiasmarán serán, ante todo, los profesionales de la música, los de los estudios culturales, los melómanos de cualquier especie y los lectores peruanos.

Porque esta obra es en realidad un detallado ensayo, con un dejo melancólico, sobre el vals criollo, y por momentos pasa a ser una historia de la música popular peruana en el siglo XX, sobre la época de la música difundida a través de los cancioneros, la radio y la televisión; un homenaje a una serie de compositores, canciones e intérpretes de música popular peruana; un compendio de breves monografías sobre el instrumento nacional llamado cajón, sobre el castellano en la historia de Perú, sobre la “huachafería”, una suerte de kitsch local, de nada fácil definición y que tiene numerosos matices. La evocación de aquel mundo de hace décadas, regido por los medios centralizados de comunicación (y eso era igual en Perú que en México, que en cualquier país o continente) puede ser muy útil a un nativo digital, para quien el proceso de escucha musical ya no es un trabajo de lucha por acceder a fuentes sonoras sino un proceso de discriminación de las mismas. En ese sentido, el libro funciona también como una especie de curso introductorio a la música popular peruana del siglo XX.

El trasfondo de esta historia comienza mucho antes de la radio, en los siglos del virreinato, en las fiestas colectivas como la que se hacía en la pampa de Amancaes, cada 24 de junio, cuando se interpretaban bailes como los “diablitos” que registran las crónicas, pero “nadie sabe todavía cómo era y probablemente nunca se sabrá”; ya en el siglo XIX esa fiesta juntaba lo mismo a gente descalza que a las clases altas, y podía llegar incluso el presidente de la República como uno más; a este tema se dedica un capítulo, hay otro para la Yawar Fiesta incaica y para el Tahuantinsuyo, el imperio inca en su período de máxima extensión y poder. En extensos fragmentos de la obra el ensayo se apodera del escenario, pero no en tono didáctico o vindicatorio sino personal, evocativo, reconciliador, una vuelta a los orígenes, una comprensión de que la historia, que parece demasiado general, lejana, abstracta, trabaja en los individuos a través de procesos: mostrar que la vida colectiva, dominante durante siglos, más allá de regímenes políticos y clases sociales, gradualmente se fue perdiendo hasta quedar en una referencia o recuerdo en una época de la entronización del individualismo y de la definición por antonomasia, por ejemplo, de la literatura como el territorio de lo emotivo, psicológico, íntimo, y en lo cual el factor social es un mero trasfondo o algo ajeno.

La novela oscila entre el despliegue gradual de la tesis que el protagonista va configurando en el libro que está escribiendo (a cuya laboriosa redacción asiste el lector de la novela) y la constatación de que dicha tesis es ya parcialmente una realidad: el vals criollo ha roto las barreras de extracción social, geográficas, étnicas, lingüísticas, educativas, etc., y ha logrado unir a los peruanos puntualmente, en ciertos momentos y fiestas, pero ese género musical puede convertirse en algo más: la base del programa de regeneración social del país, que permita no solo una unión, sino la reconciliación permanente de las diferencias, de las dicotomías, de las pugnas sociales. Una realidad siempre parcial, una utopía siempre vigente.

Es curioso, pero acaso este ideal de comunión lo realizó en México la música ranchera, y esto se relaciona con que en el conjunto de la tradición hispánica fue, durante casi un siglo, el género musical franco de nuestra lengua. Su imperio fue más amplio y duradero, en mi opinión, que el tango o el bolero, pero no como consecuencia solo de sus prendas formales o estilísticas, sino como resultado de ser un género entronizado durante el régimen postrevolucionario como consecuencia de la demanda social de lo popular, por un lado, al tiempo que ofrecía un esquema de origen tradicional, pero lo suficientemente dúctil para la incorporación de nuevos registros culturales y sonoros. Es este tipo de reflexiones, tesis y discusiones son las que propicia esta novela, además de las que puedan referirse a las vicisitudes (hallazgos, penas y alegrías) de los protagonistas, y alrededor de estos tópicos centrales se despliegan otros, que aparecen brevemente, como el hecho de que se evidencia como en Perú (como en México y en general en América Latina, con la sola excepción de Argentina y quizá Cuba) no existe un circuito de crítica musical; que nuestros países son auténticas potencias generadoras de música de todo tipo, pero que apenas hay publicaciones especializadas en música, programas, secciones de critica social en los periódicos, y una serie de elementos que son moneda corriente en otros países, no por virtuosismo, sino por una serie de razones estructurales que son, finalmente, políticas y económicas. 

Otro ejemplo de la impronta musicólogica del libro, que muestra que esa disciplina tiene vastas ramificaciones, es que el libro que finalmente escribe el protagonista, Lalo Molfina o la revolución silenciosa, desata una intensa discusión entre la (incipiente pero apasionada) sociedad lectora, y que, más allá de que unos estén de acuerdo o desacuerdo con estas tesis, la élite intelectual, la ciudad letrada, reconoce la importancia del legado sonoro, la música popular, la tradición oral y ágrafa tanto para entender la cultura peruana como porque ha generado auténticas obras de arte. Y todo esto a partir de un músico que, en una aguda y dolorosa metáfora de nuestro entorno, nació, o más bien fue abandonado, en un basurero.

En suma, el último libro de Vargas Llosa, que no necesariamente su libro final, es una vindicación de la música popular peruana, una inmersión en sus vastas implicaciones culturales, una exploración de sus riquísimas posibilidades epistemológicas y una sofisticada y sabrosa antología musical, en la cual refulgen nombres como Lucha Reyes, Óscar Áviles o Chabuca Granda, y otros quizá muchos menos conocidos fuera de ese país, como Amparo Baluarte, Alicia Lizárraga, Estela Alva, la Limeñita, etc.; o de crónicas sobre el origen de canciones como Ódiame, con letra de Barreto y música de Rafael Otero, etcétera.

El libro se lee con provecho, y hasta con placer, gracias a que evita la apología, a su mirada antropológica y empírica. Por ello así describe al músico perdido, añorado y mítico quien más lo conoció, su promotor: “Maldita la hora en que me metí en aquel negocio de la música criolla —exclamó, contrito—. No llegamos nunca a actuar por culpa de ese tal Lalo. Un infeliz, un malnacido lleno de escrúpulos y obsesiones. No quería actuar en grupo, exigía actuar solo. Por culpa de él me renunciaban todos los músicos que contactaba. Les pagaba los ensayos, los engreía y hasta los sobornaba para que le hicieran buena cara a Lalo, y al final todos tiraban la toalla. Una rata, una concha de su madre ese Lalo Molfino”.

Solo acabe añadir que esta obra de Vargas Llosa podría figurar junto a esta o aquella novela de tema musical (las que son indagaciones, los panegíricos son insufribles) pero, más todavía, junto a libros y testimonios como El andariego (1998) de Pepe Jara o Esta es mi vida (2008) de José José, y no desmerecería del todo, lo cual no es poca cosa.

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