Luis Felipe Pérez Sánchez, Mala entraña, Ediciones La Rana, Guanajuato, 2023, 129 pp.
Salvador Novo tituló elocuentemente La estatua de sal a lo que podríamos llamar su autobiografía sexual. En clave freudiana, Novo regresa a sus años de formación para explicarse su homosexualidad, hito tanto de su persona como de su personaje. Lo hace con una mirada más propia del autoexamen que de la confesión, más analítica que nostálgica. Y sin embargo no consigue desprenderse del todo del aura pecaminosa que envuelve a la sexualidad moderna. En el fondo del relato, como anuncia el título, subyace una falta. Esta, aunque asociada a la lúbrica Sodoma, tal vez no es eminentemente sexual sino más bien cercana a cualquier mirada al pasado, a cualquier giro de la cabeza para contemplar la propia vida. ¿Cuál es el yerro de la mujer de Lot, que en medio de la huida, mientras una lluvia de fuego cae sobre su antigua ciudad, desatiende la advertencia de los ángeles y mira atrás? Es la desobediencia ante la promesa futura, la nostalgia inmediata del pecado, la añoranza de la vida pasada que debía quedar proscrita, pero también quizás la simple curiosidad por lo que quedó atrás, por lo que ella misma fue. En ese sentido, toda mirada retrospectiva tiene algo de petrificante. Nadie que mire por encima de su hombro puede evitar que el paisaje sea iluminado por una luz melancólica. Tal vez porque toda experiencia de lo pretérito es, en cierto modo, una experiencia de la muerte, de la pérdida, de lo irrepetible.
Estas son las coordenadas morales en las que la escritura de Luis Felipe Pérez Sánchez suele desenvolverse. En sus libros de cuentos, Eufemismos para la despedida (2012) y Yo fui un chico cursi (2018), como anticipan los títulos, predomina la visita al pasado personal, a los territorios perdidos de la infancia y la juventud, a los cuales se acude para recuperarlos o para darles el sentido que solo el tiempo puede aquilatar. Mala entraña comparte esa misma vocación, aunque en esta su primera novela, el irapuatense abandona los acentos autoficcionales que podría tener su narrativa breve para ceder la voz a una narradora que ensaya, a su vez, una suerte de autobiografía precoz. Mientras espera los resultados de una biopsia, la joven de apellido Canché emprende un viaje al fondo de sí misma, impelida a hacer un corte de caja ante la posibilidad de morir. Tumbada en un diván imaginario, recorre su propia historia, con un itinerario marcado por la precariedad económica, los encuentros y desencuentros con los hombres y la lucha permanente contra un destino que parece haberle signado su madre, al cual —como ocurre con toda fatalidad— la protagonista se aproxima un poco más con cada paso que da deseando alejarse. Estas tres cosas se anudan una y otra vez a lo largo de la vida de la mujer hasta volverse una suerte de ovillo inextricable. Acaso esa gruesa madeja albergada al interior de su historia —parecida al tumor que teme, al feto que habrá de abortar, a los peces en el estómago que refiere como sensación de miedo— sea esa mala entraña, no tanto como metáfora de una naturaleza perversa o ruin sino como imagen de una acumulación de circunstancias, relaciones, decisiones. En ese sentido, posiblemente el acto de narrar, la novela misma, sea una busca de desentrañar aquello.
De esta suerte, Mala entraña puede leerse como una novela sobre la memoria y su relato. Como ocurre con buena parte de la obra de Pérez Sánchez, en la narración abundan las referencias de un mundo que por cotidiano parece olvidado. Canciones, películas, programas de televisión; actrices, cantantes, santos; marcas comerciales, prácticas consuetudinarias, espacios públicos compartidos dan forma al universo popular, familiar, literario a veces, del México del fin de milenio. Se trata de un telón de fondo reconocible, de guiños casuales que la novela nos hace a quienes conocimos ese país. Pero la cuestión de la memoria va más allá del decorado y tiene que ver más profundamente con la manera en que recordamos y en que, al hacerlo, nos recreamos. En ese sentido, llama la atención las disyuntivas que caracterizan la sintaxis del relato. Frente a la seguridad con que la narradora cuenta su propia historia, se deslizan, casi involuntariamente, alternativas, matices, contradicciones. La novela, de hecho, comienza con una aseveración contundente, que apenas ha sido pronunciada comienza a diluirse o a fragmentarse: “no tengo hijos, aunque debía tener uno o decidí no tener uno cuando cumplí dieciséis”.
El autorretrato improvisado desde la antesala de un hospital comienza con este tipo de trazos que a veces se vuelven complejos, que revelan esa imagen como un proceso más que como algo acabado y que muestran la consciencia del artificio del recuerdo. La narradora llega a ser explícita sobre la forma en que miramos y nos miramos en el pasado. En un momento de puesta en abismo en que imagina una historia que podría parecerse a la que estamos leyendo, nos advierte: “esta historia se narra como si se estuviera viendo en una televisión Hitachi de los ochenta, sin control remoto. […] Aquí se trata de imaginar los cromatismos de una serie de televisión gringa que se llama Chips”. No es que Mala entraña se regodee en la nostalgia o se complazca en el mero ejercicio de la memoria; al contrario, nos muestra la falibilidad de la narración: la historia como confirmación de los presagios, el autoanálisis como revelación de lo sabido, el decurso de la vida como un laberinto sin salida. Si en los anteriores libros del Premio Nacional de Literatura Efrén Hernández, los personajes alcanzaban a contemplar su propia inocencia o a ver las cosas con cierta distancia irónica, aquí la protagonista, al mirar atrás, confirma su eterno hado, contempla su permanente caída, queda convertida en estatua de sal, como puede ocurrirle a cualquiera que busque su propia verdad y se atreva a contarla.