Ferran Grau, Hiperràbia, Angle Editorial, Barcelona, 2024, 168 pp.
En el año 2005 tres jóvenes barceloneses prendieron fuego a una indigente que dormía en el cajero de un distrito de la zona alta de la ciudad. La violencia desmedida y gratuita de los asaltantes pasó a formar parte de la historia criminal del país y se convirtió rápidamente en un caso paradigmático al que recurrían psicólogos, periodistas y tertulianos para discurrir acerca de la naturaleza del mal.
Este es el contexto escogido por Ferran Grau en Hiperràbia, una novela-homenaje a La naranja mecánica de Burgess que sigue los pasos de Ludo y sus doua manelics (trasunto de Alex y sus drugos) durante la noche del terrible crimen. A pesar de los hechos en los que se inspira, Ferran se aleja de la crónica y el true crime para escribir una novela arriesgada tanto en la forma como en el contenido. Escribir en general, y escribir ficción en particular, implica tomar una serie de decisiones con las que tenemos que comprometernos hasta el final. En ocasiones, estas decisiones pesan tanto que terminan por condicionar todo el proceso creativo, y este es el riesgo que ha estado dispuesto a asumir el autor al poner La naranja mecánica en el horizonte.
Como Carrère, Capote o Lagioia más recientemente, Grau parte de una posición privilegiada: está en contacto con el asesino que inspira su historia (al que en alguna ocasión ha llegado a referirse como “amigo”) y mantiene con él una relación más o menos cordial. Esta oportunidad, que podría convertirse en el caldo de cultivo ideal para retratar a un Ludo con un perfil psicológico complejo y dotar a la historia de esas pequeñas cotidianidades que no aparecen en los periódicos, queda desaprovechada al aferrarse a la necesidad autoimpuesta de mantenerse fiel al estilo y la trama de La naranja mecánica, lo que le priva de explorar otros caminos quizás más naturales.
Con esto no querría insinuar que la frontera entre Ludo y Ricard Pinilla (el asesino cuyo homicidio inspira la novela) tendría que ser más difusa, es un acierto que Ludo se aleje de su modelo y transite su propio camino. Pero si Hiperràbia trata precisamente del crimen del cajero y ambos personajes comparten o han compartido ese impulso primigenio que los guía hacia el mal, como lector uno esperaría comprender qué constituye esa motivación profunda, de qué está hecha la maldad, qué conduce a alguien a cometer un crimen tan atroz. Y el caso es que los derroteros formales en los que se enzarza el autor alejan la historia de este propósito, conduciéndola capítulo a capítulo por una serie de guiños y referencias explícitas que la vuelven, en ocasiones, predecible. Podemos entender que la intención del autor no pasa tanto por centrarse en esa profundidad psicológica del protagonista como por tratar algunos temas de fuerte calado filosófico, ya sea el bien, el mal, el libre albedrío, la redención o la reinserción, entre otros, pero una cosa no excluye la otra, y muchas de las preguntas que plantea ofrecen un escenario más que atractivo para caracterizar al personaje en toda su complejidad.
En diversas ocasiones se tiene la sensación de que Ferran ha tratado de abarcarlo todo: por una parte, ha querido disfrutar de las prerrogativas que le ofrece la libertad de crear un mundo nuevo; por otra, no ha renunciado a la intención de ofrecer una narración fiel de los hechos. Nos encontramos en una Barcelona realista de principios de los dos mil. Nada en la descripción del mundo nos hace pensar en un universo narrativo significativamente distinto del nuestro hace ahora casi veinte años. ¿Por qué, entonces, obligar a los personajes a hablar un lenguaje inventado como el Xeno? En ocasiones, entorpece la lectura (resulta bastante arbitrario, con un uso frecuente de arcaísmos y una mezcla de catalán y rumano, entre otras invenciones y bromas privadas del autor) y no encontramos nada que justifique su utilización más allá de la propia intertextualidad. Véase el siguiente ejemplo: “Les jocates xapa del meu manelic em van semblar d’un moc savi i doctorand, per bé que també vaig considerar que quedaven moltes voltes al rellotge per endavant i no em venia pas de gust tornar a la Llar rajant la gans roja roja de l’abdomen. També, perquè no sé per quins set sous, bacupava que aquella noapta era diferent de la resta. El carrer era farcit de vagabunds i ells, germans, eren els nostres convidats especials a la recepció consular. Estàvem verament enjogassats com cadellets i ens sentíem els millors ambaixadors de la diplomàtica hiperràbia”.
Otro tanto podría decirse del tono utilizado por los personajes, que termina por dotar a la novela de un aspecto cómico por añadidura al escuchar a un joven de dieciocho años en una época no tan remota dirigirse a sus amigos con un lenguaje rayano en lo decimonónico. Pero el caso es que, intencionado o no, funciona, y la novela en su conjunto es divertida, con bromas ocurrentes, la inclusión de canciones infantiles y el imaginario de la época y una prosa que fluye bien a pesar de algunos párrafos un tanto engorrosos.
A destacar, algunas situaciones en las que Ferran conduce a Ludo por caminos similares a los transitados por Álex, con la contrapartida de que las cosas le salen ridículamente mal, como el plantón que le dan las chicas en la tienda de música cuando intenta abalanzarse sobre una de ellas. Son estos momentos paródicos los que le hacen ganar fuerza a la narración a la vez que la desgajan del propósito inicial de reescribir La naranja mecánica. Porque, aunque el autor ha negado en distintas ocasiones que Hiperràbia trate de ser una reescritura de la obra de Burgess, lo cierto es que ha seguido tan de cerca sus pasos que ha terminado por confundirse.
No es hasta la mitad de la novela cuando la trama se desgaja un poco del yugo del objeto-homenaje y comienza a dar sus propios pasos. Aún sin abandonar el esquema estructural, vemos a un Ludo como lo que es, un chaval normal y corriente a quien la rutina vandálica se le ha ido de las manos y que termina convirtiéndose en asesino. Sin un aura maléfica, sin ser nadie por cuya personalidad podamos sentirnos atraídos, un adolescente simplón e impulsivo que vive por y para el rebaño. Claro que también tiene un componente psicopático, pero es precisamente eso lo interesante. Ludo no es único en su especie, pero él cruzó una línea que no muchos llegan a cruzar. ¿Qué tuvo que ocurrir para que las cosas se torcieran tanto?
De especial interés son los últimos capítulos, dedicados al proceso de reinserción del protagonista, que describen esa doble moral de la sociedad liberal que defiende el valor de los programas de reinserción sin llegar a creer del todo en ellos. Una segunda oportunidad, sí, pero no en mi casa, parecen decir. ¿En casa de quién, entonces?, nos obliga a preguntarnos Hiperràbia. Como la escritura, la vida también se constituye de decisiones. Algunas mejores, otras peores. Unas pocas nos marcan para siempre y no podemos escapar de ellas. Como el adicto, el asesino lo es toda la vida. Aunque haya cumplido su condena. Aunque participe en un voluntariado en una fundación para personas sin techo. Cuál es, entonces, el valor del perdón o el arrepentimiento. No es hasta varios años después de su ingreso en prisión que Pinilla es consciente de lo que ha hecho. Necesitará todavía unos años más para hablar públicamente sobre ello. Ferran recoge este episodio en un capítulo en el que Ludo accede a entrevistarse con un periodista. Recuerda ante la cámara la fatídica noche, los impulsos, la sensación de impunidad. Y también pide perdón. Nos vemos compelidos a preguntarnos si se trata o no de una disculpa genuina, aunque luego nos sintamos unos cínicos al cerrarnos a una sola posibilidad. El perdón de Ludo enciende la opinión pública y redunda en más ostracismo y odio. La fundación para la que colabora decide despedirlo. Esta imagen, potente y real, resume a la perfección una de las grandes preguntas que plantea Hiperràbia y que difícilmente tiene respuesta: ¿qué hacemos, entonces, con Ludo?