Julián Herbert, Suerte de principiante, Gris tormenta, Querétaro, 2024, 320 pp.
Por más expertos que nos volvamos, necesitamos reaprender constantemente a tocar con el arco del principiante, la respiración del principiante, el cuerpo del principiante.
Stephen Nachmanovitch
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Me da la impresión que toda la obra de Julián Herbert es, incluso para él mismo, un texto inesperado. He leído sus libros de poesía, narrativa y ensayo desde hace más de dos décadas. Después de David Toscana, es el autor mexicano que más me interesa porque me parece el mejor. Hay algo en toda su obra que me remite a la honestidad: como ensayista se llena de digresiones, da vuelcos, se cuestiona, se transparenta y se contradice sin ceñirse la típica aura del “yolaspuedotodas”. Aunque en Suerte de principiante apenas menciona una o dos veces a Montaigne, viene de esa escuela, aunque también me da la impresión que no lo tiene tan leído. Lo emula, o más bien, replica su poética: Montaigne apenas menciona en sus Ensayos las Confesiones de San Agustín, aunque tiene mucho de él; así como Herbert apenas menciona a Montaigne, y tanto le debe, al ser él y su escritura, uno mismo: “Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro”. Constituido por once ensayos, Suerte de principiante tiene su ánima en dos líneas del propio Herbert: “Los libros nunca tratan nada más de lo que tratan. Los libros tratan a veces, también, de un giro radical en la rutina”. Muy a lo Montaigne, Herbert nos va contando parte de su experiencia literaria, pero también de su experiencia de vida. Su relación con las drogas y el alcohol, sus recaídas, sus métodos de escritura, las experiencias de otros escritores y cómo los libros lo han ayudado a comprenderse a sí mismo. Quizá lo que mas me gusta de su obra, además de la honestidad, es el hecho de que se sabe y se siente un principiante, un discípulo, un aprendiz de la literatura lo cual, al mismo tiempo, lo pone “en la plenitud de su poder, [en] la mentalidad de un principiante”.
Dice Herbert en la “Presentacion” a este volumen: “Los siguientes ensayos son reescrituras de un ciclo de charlas informales que realicé entre febrero de 2019 y julio de 2020. Su tema de fondo es el oficio literario. Más que disertaciones teóricas o técnicas, son digresiones en torno a la intuición, la lectura, la pasión literaria y el chisme. Su marco de referencia incorpora observaciones sobre el zen, la poética cognitiva y las relaciones entre creación y realidad”.
Suerte de principiante es un libro de su época. El libro de un autor a caballo entre dos siglos, que igual usó la máquina de escribir que la computadora, igual creció con la música popular de su pueblo que con el rock y el pop, vio el cine mexicano de la época de oro y los taquillazos de la temporada, junto al cine clásico universal, y en todo, es un autor que es pura pasión en todo lo que escribe. Quien lo haya leído sabe que no es un autor de fronteras. A veces le ha dado por la falsa humildad, como en su Caníbal. Apuntes sobre poesía mexicana reciente: “esto no es más (ni menos) que la declaración de un lector de poesía mexicana sin ninguna autoridad para canonizar a nadie”, pero que en Suerte de principiante ya se muestra con la madurez crítica que no necesita pontificar ni dictar cátedra, ni sentirse carente de autoridad, solo mostrarse como el crítico agudo que es. Con sus anteriores libros, tanto de narrativa como de ensayo, era todavía un autor que quería saldar deudas con la infancia, con su pasado y con la escritura misma (como poeta es otra cosa: Kubla Khan y Álbum Iscariote son dos libros mayores). Su hasta ahora mejor libro: Canción de tumba, no alcanza todavía la madurez, la lucidez y el conocimiento (aunque es un libro de narrativa) vivido que se le ve en Suerte de principiante. Cuando leemos autores tan esféricos, su obra poética, narrativa o ensayística es una misma.
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Para escritores como Julián Herbert todo es material de escritura. Todo lo leído y vivido llegan a las páginas que escribe: inesperadamente, por supuesto. El último párrafo del ensayo “La rutina” es una síntesis del programa de recuperación de AA –de hecho todo el libro es una suerte de Doce Pasos–, en el que se trabaja el problema de la adicción solo por 24 horas: Solo por hoy. No creo que haya sido una decisión tomada deliberadamente por el autor: es lo asimilado que tiene este programa. Herbert sabe que solo se tiene el día de hoy para escribir (“si no puedes escribir una página diaria y quitarle importancia a tu logro, se va volviendo más difícil escribir cada día”), sabe que la importancia de cada logro, de cada día en abstinencia o de escritura, se termina al concluir las 24 horas, y eso lo lleva a su obra: “primero hazlo, después redúcelo a cenizas”.
Hay, en el libro, diversas referencias al alcohol y a las drogas, a sus demonios y condenas: “con el tiempo aprendes a repetir ciertas fórmulas verbales sencillas que te ayudan a sobrevivir al potro de la Inquisición que es tu mente”, en una evidente correspondencia a “Del vómito a la sed / Atado al potro del alcohol, / Mi padre iba y venía entre las llamas” de “Pasado en claro” de Octavio Paz, a quien por cierto tiene muy bien leído Julián Herbert.
Uno de los temas soterrados del libro –a veces no tanto– es la locura, “el diálogo entre la locura y la razón”. Herbert sabe que la vida y la literatura (y en realidad todo: el amor, el trabajo, la economía, etc.) son de lo más fácil de llevar, pero no lo son para mentes ingobernables, quizá por eso se ha acercado tanto a la filosofía zen, a las bodas de Cadmo y Harmonía, a las nupcias y los desacuerdos de la mente y el espíritu: “¿es real lo que sentimos?”, se pregunta nuestro autor.
El famoso “cómo, cuándo y dónde” del Cuarto Paso de AA Herbert lo reescribe así: “dónde estabas, qué hora era, a que olían las cosas, de qué color era la luz”. Sabe que “convertir la monotonía, el dolor, e incluso la calamidad en algo que les sirve”, es parte de la literatura, y no solo de AA. El bagaje, aquello que ya se tiene totalmente asimilado a la existencia y, por supuesto, a la escritura, es casi una poética en Herbert.
Es interesante ver cómo considera que “la paranoia tiene la peculiaridad de ser autoinducida por muchos de quienes escribimos. En parte porque los delirios autorreferentes nulifican la responsabilidad y culpan al exterior”, que “estas perturbaciones mentales […] afectan a sujetos ególatras, narcisistas y con baja autoestima”. El arte como un error, una malformación, un equívoco, una adicción. Lo anterior, citado del ensayo “La paranoia”, emparenta muy bien con el final del ensayo “La dualidad”, pues Herbert considera que los escritores han perdido la castidad que mantiene un “lector puro”: “los escritores somos lectores impuros. Somos incapaces de ejercer esa tremenda libertad de tan solo leer y hacer de ello una vida feliz y digna y profunda” (otra referencia al programa de AA: “construir una vida feliz y útil”). El lector, como el alcohólico, quisiera volver a leer (a beber) como leyó aquellas primeras veces: irradiado de luz. El bebedor quisiera volver a beber como al principio, cuando no existía la resaca ni las lagunas mentales; y en esa insistencia de volver a aquel efecto, llega a las puertas de la sinrazón o de la muerte. Así, el lector busca una y otra vez en un libro aquel efecto, aunque en el fondo sabe que está condenado a jamás regresar a aquella sensación de inocencia, de pureza y paraíso. Herbert sabe, pues, que para lograr el sano juicio hay primero que vaciarse del ego, que para lograr la página del día de hoy solo existe una palabra, una frase a la vez.
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Mientras leía Suerte de principiante sentía que ya había leído este libro. Algo me remitía a Stefan Zweig, pero Herbert nunca lo menciona. Sentía que estaba leyendo ideas del autor de El mundo de ayer, sobre todo de libros como Castellio contra Calvino o de La lucha contra el demonio: “No sabe todavía que su inadaptación es incurable; todavía llama casualidad a eso que encierra un demonio y que es su vocación”. Hay en este libro impresiones de Zweig sobre la locura, la escritura, la poesía y, sobre todo, sobre cómo transcurre la vida diaria de los poetas y los filósofos. Pero no, no era del todo Zweig. Seguía leyendo y todo el tiempo tuve la sensación de que ya había leído algo completamente similar, pero no podía recordar qué. Me empecé a obsesionar, como todo neurótico, e incluso cuando leía alguna idea de Herbert, como aquella de que cierto poeta escribía mejor en verano, me regresaba porque juraba yo que se había repetido y que la había dicho en un capítulo anterior. Hasta que así, con esos juegos de la memoria, una noche, por otras cuestiones, pensaba en mi madre y recordé que Stephen Nachmanovitch, en uno de sus libros, decía que el sánscrito Lîla (el hipocorístico de mi mamá) significa juego y también amor. Y entonces: Voilà!, ahí estaba el sosias de Suerte de principiante, en Free Play: La improvisación en la vida y en el arte, pero tampoco lo menciona nunca Julián Herbert en sus más de 215 referencias bibliográficas. Y pensé, bueno, quizá la omitió: se le pasó incluir El mezcal, el volcán, los comisarios de Malcolm Lowry y lo menciona en el libro. Sin embargo, no me pareció casualidad que el libro de Herbert tuviera 11 capítulos y que el de Nachmanovitch 22, tampoco me pareció casualidad que viendo mis subrayados (los puristas odian que la gente raye los libros, pero ya se sabe que los puristas son siempre seres reprimidos) me percatara que en el libro de Herbert había ideas del estadounidense, ampliamente desarrolladas y, por supuesto, desde su propia experiencia. “¿De dónde viene el juego de la imaginación?”, “¿Cuándo son literatura las palabras? ¿Cuándo es enseñanza la instrucción? ¿Cómo equilibramos la estructura y la espontaneidad, la disciplina y la libertad?”, “la literatura del Zen, a la que he acudido abundantemente por su profunda penetración en la experiencia”, “mirar el proceso creativo es como mirar un cristal: no importa qué faceta miremos, siempre veremos reflejadas todas las otras”, “el hacer es su propio resultado”. Pero más allá de esas ideas empecé a ver que el nombre de los capítulos de Herbert venían de las ideas de Nachamanovitch: “es la grande y simple respiración”, “es posible participar en ellos como lîla (juego divino) o como rutina”, “nos causa placer la repetición enérgica, la práctica, el ritual”, “cuando examinamos estas dos preguntas relacionadas, llegamos a ver al juego”, “probamos y demolemos nuestros propios delirios” (“La paranoia”); “sobre la inspiración y la transpiración es absolutamente cierto, pero en la práctica no hay dualismo entre ambas cosas”, “¿por qué esta ola de emoción? creo que las lágrimas son lágrimas de reconocimiento”, “la belleza de tocar juntos es encontrarse en Uno” (“La tertulia”); “la disciplina se logra quedándose quieto y penetrando en el vacío interior, haciéndose amigo de ese vacío” (“La ermita”); “la belleza formal es también la belleza del oficio” (“La vocación”), and go on. Pero lo que me sorprendió mucho fueron las coincidencias sobre el tema de la adicción, que ya no voy a citar aquí para no extenderme. Quizá si Herbert no menciona a Nachmanovitch es porque no lo ha leído, prefiero apegarme a la idea borgiana de “Kafka y sus precursores”. Yo creo que toda es una y única literatura. Estoy convencido de que En busca del tiempo perdido sería escrito con, sin o a pesar de Proust. Herbert y Nachmanovitch son uno en la eterna tertulia a la que nos convoca la literatura.
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Para Julián Herbert la realidad es una ficción. Y sigue los pasos del mirífico José Revueltas para decirnos que “el modo que tiene la realidad de dejarse que la seleccionemos” es la manera en la que vamos a vivir. Existe un movimiento perpetuo con el que vivimos día a día. Nosotros seleccionamos y elegimos nuestra realidad. La vivimos de manera sencilla o complicada; la manera que elijamos determina quienes somos. Las circunstancias de las que hablaba Ortega y Gasset, quedan casi en segundo término, pues lo exterior existe, afecta o impacta de acuerdo a como lo consideremos o se lo permitamos. Seleccionamos la realidad de acuerdo a la persona que somos ese día, en ese instante. Todo es fugitivo, y permanece solo si se lo permitimos. Pero, además, permanece porque es contado; y Herbert siempre nos cuenta algo. Es un libro de ensayo, claro, pero también es un libro narrativo, por eso decía yo arriba que su obra, en general, no puede dividirse en poesía-ensayo-narrativa, porque es una misma y Suerte de principiante es un cúmulo de historias.
Dice el filósofo en La voluntad de poder: “No hay ni ‘espíritu’, ni razón, ni pensamiento, ni conciencia, ni alma, ni voluntad, ni verdad; las citadas, no son sino ficciones inútiles. No se trata de ‘sujeto’ y ‘objeto’, sino de una cierta especie animal que no prospera sino bajo el imperio de una justeza relativa de sus percepciones y, ante todo, con la regularidad de estas (de manera que le es posible capitalizar sus experiencias)”. Los libros son una de esas “especies animales” de las que habla Nietzsche; los libros como Suerte de principiante, por supuesto, no todos. El que duda cree, y sabe que no sabe; el que está seguro de sus creencias, pensamiento y convicciones es un fanático, un roñoso, miserable y patético personaje que cree que lo que piensa es verdad, que todo lo que dice es cierto y que el resto del mundo está mal (el fanático, faltaba más, juzga siempre aquello que considera “lo malo”). Ficción de ficciones, todo es ficción. La “justeza relativa de sus percepciones” ha hecho de la obra de Herbert una de las mejores de los últimos años en nuestro país.
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Aunque Suerte de principiante es un gran libro, pudo haberse dejado leer mejor con un minucioso trabajo de edición. Al ser “reescrituras de un ciclo de charlas informales” se colaron muchos “aborda” tan propios del habla informal, o de la academia: “aborda lo que él denomina”, “abordó con claridad”, “la ha abordado Umberto Eco”, “si quisiera abordar”, “aborda lateralmente”, y más. Y no faltó por ahí un chirriante calco lingüístico: “Al final del día…”. Hay capítulos que parecen querer congraciarse con los estudios académicos, particularmente con los estadounidenses, como los ensayos “La respiración”, y “La dualidad”. No tengo nada en contra de la academia, salvo que en la mayoría de los casos los académicos escriben muy feo. En los estudios académicos hay muchas y brillantes ideas, pero expuestas tan rudimentariamente que parece que odian el lenguaje, o que desconocen su uso. La mayoría de los estudios académicos están escritos con un reducido número de palabras y, cuando hay mayor uso de lenguaje, suele ser con mucha jerigonza. Por ahí Herbert cedió a la seducción en “La ermita”, “La emoción ideológica” y a ratos en “La paranoia”: Peccata minuta, pues estamos frente a uno de los mejores libros de ensayos de la literatura mexicana.
Pero justamente esa imperfección lo hace no ser un escritor “perseguido” o “comisario”, bajo su nomenclatura desarrollada en “La emoción ideológica”, sino un escritor que sabe que lo único que puede hacer en la vida es escribir, no censurar, no autoflagelarse, hacer a un lado la autoconmiseración tan propia de la mayoría de los escritores contemporáneos; por eso muchos no han podido dejar de escribir “autoficción”: mira cómo sufro, merezco ser leído, tener éxito y dinero, y que nadie haya sufrido más que yo. Las enloquecedoras e inmisericordes cadenas del yo.
Herbert cedió a la tentación de hablar, y muy de pasada, de temas en boga como el feminismo, lo transgénero, la ecología, las redes sociales, el cuerpo. Por supuesto son temas de nuestra época, pero al no profundizarlos y solo mencionarlos al vuelo, parece que fue un: “para que no me falte mencionar nada”.
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Julián Herbert es un crítico literario, no puede dejar de serlo. Pone en su lugar a poetas menores como María Rivera, y ensalza merecidamente a otras como Sara Uribe. Suerte de principiante es un libro de ensayos en el sentido más amplio del término, pero es, por supuesto, un libro de crítica literaria. Para Herbert “nuestra poética es también una política”, y esa es una premisa para todo crítico literario sensato.
Un crítico literario, como se sabe, si no tiene mala leche no es crítico literario: “Alejandra Pizarnik (…) parece estar en vías de convertirse en la Mario Benedetti de ciertos feminismos”. Pero claro, en nuestra época es muy mal visto hablar con honestidad, decir lo justo; se busca lo políticamente correcto, aunque sea mintiendo. La figura del crítico literario está en desuso: ahora todos los libros son maravillosos, imprescindibles, todos tienen derecho a que se les alabe; y si encima eres marginal, perteneces a una minoría o padeces alguna discapacidad, pues tu libro tendrá mayor valor, aunque esté escrito en español-facebook, o español-insta. De ahí que, mundialmente, existe ya muy poca crítica literaria que señale, argumente, analice, critique, pues, un libro.
Pero también, como todo crítico literario, Herbert sabe que: “conforme más libros tenemos, más ciegos somos a ellos”, pues quien lee sabe que está en medio de un mar inagotable, que será imposible que alcance a ver todo el paisaje, y que está destinado a que en un momento dado la torre que contruyó se derrumbe, y que solo sea habitante de la llanura de Babel. Y entonces, el horror que nos anunció Conrad, y qué Herbert lo dice de insuperable manera: “La ausencia de sentido tiene otro nombre: el horror”.
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Otro de los temas soterrados del libro es la amistad. Francamente llegó a conmoverme el amor y el agradecimiento que Julián Herbert siente por sus amigos, sus verdaderos amigos, los cercanos, sus compañeros de talleres, de libros y de parrandas. No hago aquí la lista que fui subrayando a lo largo de Suerte de principiante, pero es una lista grande de hombres y mujeres a los que Herbert profesa una amorosa amistad. Cosa rara en un medio mezquino y desleal: “decía Joseph Conrad que quien escribe debe actuar como los marineros cuando lavan la cubierta del barco: sin esperar nada a cambio, salvo el silencioso reconocimiento de sus iguales”. No estoy seguro que Herbert quiera el reconocimiento de sus iguales. Lo quiso, por supuesto, incluso lo necesitó, pero a estas alturas creo que el homenaje que hace a sus amigos, en Suerte de principiante, es por puro amor, sin necesitar reconocimientos.
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“La vocación” es el ensayo que cierra el libro. Una reflexión regida por las triadas, muy a lo Octacio Paz: “transferencia, proyección y racionalización”, “un terapeuta, un profesor o una figura de autoridad”, “vocación, tradición y género”, “originalidad, parodia y homenaje”, “gags, stand-up comedy y absurdo”, y no es que en el resto del libro no las haya, las hay, y mucho (“los tres problemas estéticos fundamentales son la parodia, lo sublime y el punto de vista”), pero aquí es más evidente la figura triangular (¿otra vez AA y su triángulo dentro del círculo?). En hebreo, la repetición de una palabra tres veces enuncia el superlativo (como en el español la repetición de dos: tonto tonto), aquí la triada busca no solo una dirección o interpretación, sino tres que son, al mismo tiempo, superlativas: tres puntos suspensivos que dejan abierta una puerta. En Suerte de principiante existe una –para decirlo en las propias palabras de Herbert–, “obsesiva búsqueda de analogías”. El pensamiento de Herbert apunta hacia varias direcciones: literarias, musicales, cinematográficas, filosóficas, y en todos los casos, el lector sabrá que Suerte de principiantes no es lo que parece, hay “palabras que representan a otras, objetos que representan a otros, personas que representan a otras. También la capacidad intuitiva y paranoica de leer en ciertos rasgos, aunque sea de manera distorsionada, un nivel de realidad”.
Julián Herbert termina su libro con una triada que es una oración, una insistencia, un mantra, una plegaria, un grito, una necesidad de ya no estar solo, de que alguien esté a su lado en ese momento. Por supuesto, ni él sabe qué o a quién busca o necesita; si lo supiera, no estaría escribiendo algunas de las mejores páginas (imperfectas de tan buenas) de la literatura mexicana.
Soy el que cierra y el que apaga la luz.
Soy el que cierra y el que apaga la luz.
Soy el que cierra y el que apaga la luz.
Coda
Suerte de principiante es un libro de amor a la literatura. Y, aunque es un libro lleno de amor, en el sentido espiritual, hay aquí una ausencia del amor carnal, de pareja, del eros. Es un libro apasionado y hasta sensual, pero (que no es por supuesto un pero) existe una ausencia de la pasión amorosa de la carne. No existe aquí una Beatriz (salvo en los agradecimientos), pero es el propio Herbert quien nos lo dice: “no creo que el amor sea la respuesta a nada. Lo que sí creo es que sigue siendo la pregunta”. La búsqueda –y el encuentro– del amor, finalmente, no está en el otro.