Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Ángel Vargas, El estómago de las ballenas, Fondo de Cultura Económica / INBAL / Secretaría de Cultura, Ciudad de México, 2024, 71 pp.


“Liternatura”, le dicen. A veces, y dependiendo del enfoque, adopta otros nombres: “ecoliteratura”, “escrituras vegetales”, “escritura de la naturaleza” —nature writing en inglés. Al centro, una preocupación: pensar la relación compleja entre el mundo, los otros animales, y por supuesto, nosotros. Algunos de sus defensores han querido ver en las crónicas españolas del siglo XVI una anticipación de sus virtudes: la presencia constante de la naturaleza, arguyen, es visible no solo como una parte del escenario sino como una protagonista por derecho propio. Otros celebran, en cambio, su aparición y relevancia en muchos de los libros publicados recientemente; siguiendo a Ramón J. Soria, esto quizá puede entenderse al ser una mutación más de la “literatura del yo, pero en la que el narrador no es el centro ni es protagonista, sino un animal más que está, observa, siente y también cuenta, narra, relata”.

Si bien las vicisitudes del género son muchas, y ha tenido funciones diferentes a lo largo del tiempo, podemos decir que, en la actualidad, posee un objetivo esencialmente conservacionista: hacemos las cosas mal y el mundo padece, sigue padeciendo. Al inicio de Fieras familiares (2022), Andrés Cota Hiriart, biólogo, zoólogo y uno de sus practicantes, reconoce que “la biodiversidad actual será la única que nos tocará conocer, así que más nos valdría valorarla”. Frente al optimismo ingenuo de ciertas personas que creen ayudar en la conservación del planeta si tardan menos al bañarse o al reciclar latas de Coca-Cola, Cota Hiriart opone un pesimismo bien fundamentado: el tiempo para hacer cambios realmente significativos pasó hace tiempo. “Nos estamos despeñando de cabeza por el principio”, escribe, “y llevamos las manos atadas al celular”.

Sirva esta breve introducción para tratar de enmarcar el último libro de Ángel Vargas, El estómago de las ballenas, ganador del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2024. Tras un par de libros inocuos que obtuvieron este premio —Sendero de suicidas (2021), de Rubén Rivera García,y La muerte golpea un lunes (2022), de Maricarmen Velasco—, y uno sobresaliente —Antártida (2023), de Fabián Espejel—, me quedaba la duda sobre lo que podía deparar este 2024. ¿Se privilegiará la experimentación formal o la unidad exigida por los proyectos Fonca? ¿Se optará por temas inesperados o por aquellos que incorporen las preocupaciones de las agendas políticas del momento? La lectura del poemario de Vargas me reveló que, desafortunadamente, se ha optado por lo segundo.

Poeta tan prolífico como repetitivo en su propuesta estética, Ángel Vargas cuenta ya en su haber con más de cinco poemarios publicados en poco menos de diez años: A pesar de la voz (2016), Límulo (2016), El viaje y lo doméstico (2017), Búnker (2019), Antibiótica (2019), [nada de cruces] (2022), y el libro infantil El verdadero nombre de los huracanes (ilustrado por Enrique Torralba, 2023). Ha obtenido numerosos premios, entre los cuales también destacan el Certamen Nacional de Literatura Laura Méndez de Cuenca 2021 en poesía y el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino en 2019. Es la suya una obra con un estilo identificable; sobresalen los versos cortos y que a veces abusan del tono irónico, el uso constante de metáforas corporales, la aparición de voces y escenarios concretos muy próximos a la narrativa. Sus temas predilectos abarcan el hastío y la desilusión de las parejas tras convivir en lugares acotados y cerrados (Búnker), el deseo erótico como estímulo y como amenaza (Antibiótica), la búsqueda de la identidad personal en la memoria de los espacios familiares (El viaje y lo doméstico).

Como bien señala Cruz Flores en su crítica sobre [nada de cruces], de un tiempo para acá se nota en la obra de Vargas una voluntad de cambio; agotados hasta la saciedad sus temas, el poeta ha buscado inspiración en otras partes. Mientras en aquel libro esta indagación se traducía en la construcción fallida de un monólogo dramático de una mujer trans (fallida porque parece caricatura, fallida porque cae en estereotipos que pretende combatir), en El estómago de las ballenas parece vislumbrarse otro nuevo derrotero igual de oportunista e igual de inefectivo. Hasta Antibiótica, Vargas tenía una predilección por los espacios domésticos y los conflictos de pareja; ahora, sin embargo, sus decisiones estéticas apuntan al desarrollo de una aparente conciencia climática, pues incorpora las preocupaciones ecológicas del momento, centro y justificación de muchos de los libros de la llamada “liternatura”.

Sí: el libro es protagonizado, aunque en menor medida, por ballenas asfixiadas por el plástico (“Jonás vuelve”)  y por escenarios sitiados por la catástrofe ecológica (“Clausura”). Sin embargo, lo que impera, lo que sigue imperando, además de sus recursos retóricos, es la experiencia del encierro y el repliegue de la subjetividad: la supuesta reflexión sobre nuestra responsabilidad colectiva en el desastre ambiental apenas existe como pretexto o justificación para solicitar una beca Fonca. El libro en su conjunto luce, más bien, como un reciclaje de antiguos textos que, por alguna razón, no terminaron por integrarse a sus poemarios anteriores. De hecho, uno de los poemas mejor logrados del libro, “Asueto en la sala de mi casa”, bien podría haber formado parte de Búnker o Antibiótica. Ahí el autor rehúye su impostada preocupación ecologista; encontramos, en cambio, el tono que remite de inmediato a la poesía de Jaime Gil de Biedma (influencia que le ha costado tan cara a Vargas), la fuerza de la imagen de una pareja abocada al fracaso, la reflexión precisa sobre el paso del tiempo en un lugar cerrado, asfixiante:

            una vida común postrados en la sala,

            esperando que el tiempo lo disolviera todo

            hasta dejarnos en una cruz de huesos,

            con el ventilador oreándonos

            el nido de unicel y de colillas,

            mientras afuera ardían catedrales antiguas

            y se apagaban dos o tres certezas.

El estómago de las ballenas está divido en cuatro secciones: [PREVIOUSLY ON EARTH], [VÍSCERAS], [INTEMPERIES], y [DÍA CERO]. Dado el afán narrativo del poemario, la primera y la última parte demandan leerse como si se tratara de un prólogo y un epílogo. En el primero, la voz lírica hace un recuento desmesurado, si se quiere arbitrario, de los animales que el deshielo ha dejado expuestos y con los cuales establece cierta relación de parentesco: “Siento una era geológica corriendo por mi cuerpo, / siento las alas y sus plumas y con ellas un aire fósil / recorriéndome el rostro y miro el mundo / sin que mi corazón se espese por el miedo”. Este reconocimiento entre el yo poético y los otros aparece solo como promesa; a lo largo de las otras secciones, como ya señalé, el sujeto lírico se interesa más por sumergirse en los vaivenes de la vida doméstica. Vargas es consciente (quizá en demasía) de que a los jueces de premios como el Aguascalientes les interesa encontrar la unidad tan burocratizada de los proyectos artísticos auspiciados por el Estado. De ahí, entonces, un cierre no exento de cierto optimismo de cajón; a pesar del deshielo y las catástrofes propulsadas por el cambio climático, es posible un nuevo comienzo, se nos dice. Para que esto nos quede suficientemente claro, recurre a la metáfora bíblica en [DÍA CERO]: “El Arca despegó un día nublado / y se perdió en la noche / de ese mundo ruinoso, / radioactivo”.

Como su nombre lo anticipa, la sección de [VÍSCERAS] contiene poemas que apuntan a espacios interiores. Aquí, además de un Jonás enunciando lo percibido en el estómago de la ballena (“Jonás no vuelve”), hay voces asediadas por el ruido constante de los aviones (“Rediseño del espacio aéreo”), por la certeza de que la única herencia es cierta familiaridad con el desastre (“Herencia”), por la idea de que una generación puede estar vinculada por el deseo de morir (“Eutanasia.gov”). Muchos de estos textos poseen una estructura en la cual se privilegian los últimos versos para ofrecer una suerte de revelación, como si todo lo anterior estuviera orientado a resolverse en el golpe final. Ese el caso, por ejemplo, de “No retorno”. Después del planteamiento de la situación (el corazón de millones de pájaros ha colapsado) y del desarrollo (el miedo se generaliza entre la población), los versos finales no dejan lugar a la ambigüedad: todo lo que inicia como tragedia termina como comedia.

            Hay una pieza conmemorativa

            en un museo de Nueva York

            que simula el sonido de millones

            de aves, sus latidos, alimentado

            por un reactor nuclear en miniatura.

            La obra está valuada

            en millones de dólares.

            El mundo no volvió

            a ser el mismo. Qué grande

            puede ser

            el corazón del hombre.

¿Es posible atisbar aquí eso que el jurado reconoció como “un afinado uso de la ironía”?  Quizá eso se pretendía. Este poema me parece un caso paradigmático de la lógica que siguen otros textos del libro: resolver una situación límite con un recurso tan poco efectivo como impostado. No existe aquí tal cosa como una burla sutil sino lo contrario: remarcar el cinismo y el descaro de muchas de las acciones del ser humano. A pesar de que Vargas reconozca en sus influencias a poetas como Ricardo Castillo y Salvador Novo, hay poco de su ingenio y su pericia para contar bien el chiste.

Al llegar a la sección de [INTEMPERIES], no sorprende que los mejores poemas sean aquellos alejados del fallido sentido del humor y de las postales del apocalipsis. Insisto: el talento del poeta guerrerense se concentra en la evocación del encierro y de los placeres de la experiencia subjetiva alejados de la multitud. El afuera, en su obra, es algo que se rechaza reiteradamente pues solo promete peligros, hostilidades. Por eso el refugio, por eso la constatación de hábitos fijos: a Vargas, sin duda, se le podría aplicar el epíteto que Domínguez Michael le asignó, en su momento, a Fabio Morábito como “un nuevo poeta del hogar”. Esto queda claro al leer dos versos de “Lectura de intemperie”: “Prefiero la comodidad del interior, pienso / en los espacios que puedo controlar muy fácilmente” (…)”. Y es que es en ese control, en esa posesión, donde se cifra lo mejor de El estómago de las ballenas. Es decir: no en la apertura hacia el mundo y los otros animales, tampoco en la especulación sobre cómo habitar el espacio público o cómo reforzar los vínculos colectivos, sino en la reiteración del fracaso al tratar de relacionarnos con todo aquello que está más allá de nuestro ombligo. Lo que importa, parece decirnos el libro, sigue siendo el yo y sus tristes dominios.

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