2012
5, febrero
The Sense of an Ending de Julian Barnes
Leo mi primer libro electrónico, The Sense of an Ending de Julian Barnes. Sentía curiosidad por el acto de la lectura en sí, por si notaría algún cambio en el proceso de leer, y me disponía a observarme con atención, pero el libro me atrapó tan rápido que pronto dejé de pensar en eso y cuando me di cuenta estaba ya completamente inmerso en la trama, sin fijarme demasiado en la novedad del medio (apocalípticos del mundo, pueden estar tranquilos, la literatura sobrevivirá a la eventual desaparición del libro, como sobrevivió a la del rollo o el papiro).
La novela tiene un inicio estupendo y un final poco convincente, casi decepcionante (me ahorro el chiste alusivo al título), pero aun así vale la pena. El narrador intenta averiguar el secreto tras el suicidio de un amigo de su adolescencia y para hacerlo se ve obligado a repasar su propia vida, a reflexionar sobre la historia (la Historia, pero también las pequeñas historias personales que son nuestras vidas), el tiempo, la memoria y el pasado. Al final, quizá no queda sino la melancólica convicción del amigo muerto: “History is that certainty produced at the point where the imperfections of memory meet the inadequacies of documentation”. Y desasosiego, claro, gran desasosiego.
7, septiembre
El tesoro de Philippe Sollers
Leo Trésor d’amour de Philippe Sollers, comprado el año pasado en una lluviosa tarde en Burdeos (y apenas me entero, por cierto, que Sollers es bordelés). Lo compré porque, al hojearlo, vi que era una novela stendhaliana y estoy bien predispuesto a cualquier cosa que tenga que ver con Beyle. Me atrajo, también, que estuviera escrita en fragmentos, forma a la que evidentemente tiendo de manera natural.
El libro, ambientado en Venecia, gira alrededor de la relación del narrador con Minna Viscontini, supuesta descendiente de Matilde Dembowski, el gran y desdichado amor de Stendhal (frente a mí, a propósito, tengo los dos volúmenes de Le coeur de Stendhal de Henri Martineau, conseguidos hace poco, cuya lectura demoro gustosamente, anticipando el placer que en su momento me darán). En realidad, es mucho más ensayo que novela y vale la pena, más que nada, por las citas de Stendhal que hay a cada paso. Léase, pues, como un florilegio stendhaliano. Me quedo también con el proverbio veneciano del que está tomado el título: “douleur d’amour ne dure qu’un moment, / trésor d’amour dure plus que la vie”.
2013
26, febrero
Radiguet o de la precocidad
Releo, más de diez años después, Le diable au corps, la precoz obra maestra, escrita a los diecisiete años, de ese meteoro que fue Raymond Radiguet, muerto a los veinte, una edad en la que la mayoría de los narradores apenas empieza a redactar pasablemente. El genio literario precoz es raro en las letras (a diferencia, por ejemplo, de la música), pero es más raro aún en la novela. Esta requiere madurez, experiencia, años de observación y asimilación (casos paradigmáticos: Cervantes, Stendhal, que con vocación pura de novelistas rindieron sus frutos pasados los cuarenta). Desconfiaría, en principio, de un novelista demasiado joven. Se puede tener un temprano talento narrativo, claro, pero casi necesariamente se carecerá de lo que hace a una gran novela: experiencia transfigurada en arte. Y, generalmente, esa transfiguración toma años. Por eso el caso de Radiguet es aún más asombroso: a los diecisiete era capaz de tomar distancia de unos hechos apenas ocurridos y convertirlos en material novelesco. El propio Radiguet se adelantó a estas objeciones en una nota sobre su obra que apareció en Les Nouvelles Littéraires el mismo año que la novela, 1923: “En consecuencia, es un lugar común, una verdad en lo absoluto desdeñable, que para escribir es necesario haber vivido. Lo que me gustaría saber es a qué edad tiene uno el derecho de decir: he vivido… Yo creo que a cualquier edad, y desde la más temprana, uno a la vez ha vivido y comienza a vivir”.
1, junio
Homenaje a Settembrini
Leo La montaña mágica, última de las grandes novelas de Thomas Mann que me faltaba (las otras serían Los Buddenbrook y Dr. Faustus). Era una obra que había postergado largamente, a sabiendas, claro, que cuando la leyera iba a convertirse en un hito de lectura. He rebasado apenas la mitad y me limito a anotar mis impresiones preliminares (todo en estas notas son “impresiones preliminares”, pero en fin). Me llama la atención, al pasar las primeras páginas, la sensación de estarse adentrando verdaderamente en otro mundo: autónomo, autosuficiente, que existe paralelamente a la realidad. Solo las grandes novelas (digamos, el Quijote, Ana Karénina, Los hermanos Karamazov, Rojo y negro, etc.,) crean en mí esa impresión; las demás, incluso si son muy buenas, solo provocan una momentánea suspensión de la incredulidad: son apenas un paréntesis en la realidad, no su igual o su rival, como estas.
Por ahora (y previsiblemente), La montaña mágica es para mí Settembrini, el conmovedor personaje que se bate por los valores del humanismo (un humanismo que, en la época de la publicación del libro, el período de entreguerras, estaba a punto de sufrir una de sus más devastadoras derrotas). Todos los humanistas actuales, los que de una u otra manera se dedican a las disciplinas descendientes de los studia humanitatis, son los maltrechos herederos de Settembrini, y haría falta mucho cinismo para verlo solo como una figura caricaturesca y digna de lástima. Homo humanus, en toda la extensión del término: culto, crítico, pedagógico, retórico, histriónico, liberal, irónico, hedonista, sensual, vitalista. Cuando lo más importante de un personaje son las ideas que expone, se corre el riesgo de que este sea apenas un títere, una especie de muñeco de ventrílocuo, sin vida propia; no es el caso de Settembrini, con el que Mann logró construir un verdadero personaje, individualizado y único. Acaso su rasgo más característico y simpático sea su malicia crítica, cuyas prerrogativas defiende a capa y espada (y que no está mal recordar en una época en que, en virtud de la corrección política y el relativismo, ejercer el juicio y la crítica está casi mal visto): “Sí, soy un poco malicioso… Espero que no tenga nada en contra de la maldad… A mi parecer, es el arma más brillante de la razón contra las fuerzas de las tinieblas y la fealdad. La maldad, señor, es el espíritu de la crítica, y la crítica es el origen del progreso y la ilustración… Es preciso juzgar. Para eso nos ha dado la naturaleza ojos y cerebro”.
21, junio
Lodo de Guillermo Fadanelli
Entre arena y bloqueador solar –ideal lectura para la playa, por cierto– leo la hilarante Lodo de Guillermo Fadanelli, que aguardaba hace algún tiempo en el librero. De Fadanelli tenía la impresión, quizá injusta, de que se esmeraba demasiado, sobre todo en sus inicios, en encarnar la contracultura y el personaje del escritor del realismo sucio, a lo Bukowski o Fante. Hoy es un escritor bastante reconocido y respetado en el medio literario hispánico, publica en Anagrama y mantiene una columna (muy divertida, por cierto) en El Universal. No precisamente un perfil contracultural, estaremos de acuerdo. No me parece reprochable: lo reprochable más bien habría sido persistir toda la vida en actitudes y gustos literarios más bien adolescentes. Pero lo importante es Lodo, que es una legibilísima novela, la historia de Benito Torrentera, profesor de filosofía cincuentón, y su obsesión erótica por Flor Eduarda, empleada veinteañera de un 7-Eleven que comete un crimen. Juntos emprenden un inverosímil road-trip que tiene como meta Tiripetío, pueblo michoacano en donde supuestamente se impartió la primera clase de filosofía en América. La novela recuerda inmediatamente a Lolita, claro, a tal punto, que incluso el narrador reprocha al lector que piense en la semejanza. Torrentera y Eduarda repasando hoteles michoacanos no pueden no recordar a Humbert Humbert y su ninfeta recorriendo moteles norteamericanos. En ambos casos, el lector está en manos de un narrador habilísimo que lo engatusa y al que no es posible dejar de encontrar simpático, el refinadísimo y cosmopolita H. H. y el desengañado y soez profesor de filosofía. Pero Lodo no es solo una versión tropicalizada de Lolita. Hay un sarcasmo, un humor negro, un cinismo –que son, creo, lo propiamente fadanelliniano– que la apartan de la referencia obvia. Ambas obras, por lo demás, son una lúcida y dolorosa muestra de los estragos de una verdadera pasión. La respuesta que al final da Benito al abogado que le pregunta por qué él, un intelectual, terminó cometiendo un asesinato, la podría haber dado Humbert Humbert tras matar a Quilty: “Los estudios no matan las pasiones”.
2014
1, junio
La Dorotea de Lope
Leo finalmente La Dorotea y me reconcilio con Lope de Vega. De los principales autores del Barroco (digamos Cervantes, Góngora, Quevedo y Calderón), Lope me había parecido siempre el menos atractivo y el más sobrevalorado. La mayor parte de sus comedias son mero entretenimiento (nada comparable a La vida es sueño); su abundante lírica tiene poemas memorables, pero lejos de las cumbres de Góngora o Quevedo. Su habilidad para componer versos, su fecundidad dramática, lo terminaron perjudicando: era un genio demasiado fácil y algo superficial. Pero La Dorotea –ahora me queda claro que su obra maestra– es otra cosa. Estás ahí el Lope ligero y divertido de las comedias (también el trágico de El castigo sin venganza), pero hay algo más: una visión compleja y conflictiva de la vida que brilla por su ausencia en sus otras obras. No en balde es una de las últimas, publicada prácticamente a los setenta años, tres antes de morir. En ella Lope vuelve a su gran obsesión por Elena Osorio, actriz con la que mantuvo una relación tormentosa en su juventud que acabó con el destierro del poeta a causa de unos furiosos libelos escritos contra ella (“una dama se vende a quien la quiera…”) y su familia. Acabó es un decir porque Lope, que mientras tanto no dejó de acostarse con media España, no dejó de pensar nunca en ella. Varias veces intentó poetizar la experiencia y escribir una obra al respecto (en una primera versión en verso, en pasajes de La hermosura de Angélica, El peregrino en su patria, etc.,), pero no fue sino hasta cuarenta años después de los hechos que logró la distancia suficiente para recrearlos y convertirlos en literatura.
Subtitulada “acción en prosa”, La Dorotea es una “novela” dramática, hecha de diálogos, a la manera de La Celestina, a la que mucho debe. Narra los amores de Dorotea y Fernando, ambos jóvenes, apasionados, orgullosos. El amor ha durado ya varios años a pesar (o más bien gracias) de la oposición de la familia de Dorotea, pero la pasión flaquea a ratos; los obstáculos, antes estimulantes, comienzan a volverse pesados. Los amantes se cansan, se pelean, se separan, pero no pueden olvidarse. Comienza entonces el juego de las idas y venidas, los pleitos y las reconciliaciones, los entusiasmos y los hartazgos, pero la pareja ya no está en la misma sintonía; cuando uno desespera de amor y busca al otro, este no tarda en cansarse y mostrarse frío, y viceversa. Invariablemente (sobre todo en el caso de él), la certidumbre de la posesión engendra de inmediato el aburrimiento y la posibilidad de la pérdida atiza la pasión. Aquí es donde entra el indispensable tercero (Don Bela para Fernando, Marfisa para Dorotea) y el factor de los celos, esos “bastardos de amor”, el gran tema de la obra. El deseo de Fernando renace ante la amenaza de perder a Dorotea frente al indiano Don Bela. El personaje de Ludovico lo ve con lucidez: “Yo pienso que esta rabia de Fernando no es amor, ni este contemplar en Dorotea efeto suyo, sino que, como tocando la imán a la aguja de marear siempre mira al Norte, así la pasada voluntad tocada en los celos deste indiano, le fuerza a que con viva imaginación la contemple siempre”. Naturalmente, cuando Fernando reconquista a Dorotea, inmediatamente después su pasión languidece: “no me pareció que era Dorotea la que yo imaginaba ausente, no tan hermosa, no tan graciosa, no tan entendida… Lo que me abrasaba era pensar que estaba enamorada de Don Bela, lo que me quitaba el juicio era imaginar la conformidad de sus voluntades”.
El final –entre el destierro, la soledad y la muerte– es trágico y la conclusión de Lope sobre el amor no menos sombría que la de La Celestina.
24, diciembre
Vida de Henry Brulard I
Para terminar el año, vuelvo a Stendhal, la Vida de Henry Brulard. Era Leonardo Sciascia, si mal no recuerdo, eminente stendhaliano y autor de un libro titulado Adorable Stendhal, el que sostenía que la pasión por Beyle tenía tres etapas: en la primera se estaba convencido de que lo mejor era Rojo y negro; en la segunda, se caía en la cuenta que era La cartuja, pero en la tercera quedaba claro que no había más que el Henry Brulard. No sé si sea rigurosamente cierto, pero habría razones para argumentar a favor de este último. El incipit es stendhaliano hasta la médula: “Me encontraba esta mañana, 16 de octubre de 1852, en San Pietro, sobre el monte Janículo, en Roma; hacía un sol magnífico. Un ligero viento de siroco apenas sensible hacía flotar algunas nubecillas por encima del monte Albano, un calor delicioso reinaba en la atmósfera: era feliz de estar vivo”. Varios de los mejores rasgos del carácter de Stendhal están en estos renglones: su individualismo, su autosuficiencia, su gusto por el paseo, su capacidad para apreciar la naturaleza y disfrutar los placeres sensuales y, sobre todo, su buena disposición para la felicidad. Todo Stendhal –y esta es sin duda su mayor virtud– es una gran celebración de la vida (Sciascia tenía razón: adorable, adorable Stendhal).
2015
9, abril
Bouvard y Pécuchet: el Fausto idiota
Animado por una relectura de Madame Bovary, leo –leo, no releo: por primera vez– Bouvard et Pécuchet, la novela salvaje de Flaubert. Sería fácil despotricar contra ella (es lo que se ha hecho, prácticamente y no sin razón, desde que apareció, póstumamente, en 1881); remarcar su carácter tedioso, exasperante, progresivamente ilegible. Flaubert la concibió como la gran venganza contra su época: “Vomitaré sobre mis contemporáneos el asco que me inspiran, así me reviente el estómago: será algo grande y violento”. La planeó como una denuncia de la estupidez humana, personificada en esos dos pobres diablos, Bouvard y Pécuchet, copistas que, retirados en el campo gracias a una herencia, pretenden acometer todas las ramas del saber (la botánica, la arqueología, la literatura, la filosofía, la pedagogía, la química, la medicina, la gimnasia, la política…), fracasando estrepitosamente en cada una, descartándola y pasando a otra. En efecto, ya lo observaba Emile Faguet, son como Fausto, pero un Fausto imbécil. El método empleado por Flaubert es básicamente el mismo: embarca a sus dos idiotas en el estudio de la disciplina X, lleva a cabo un repaso de las ideas comunes, polémicas y autoridades de la misma, los hace hartarse y fracasar, y los cambia de disciplina. Así, a lo largo de más de cuatrocientas páginas, o casi, pues hacia el final hay efectivamente una metamorfosis significativa (piadosamente, la muerte impidió que Flaubert terminara la obra; no concluyó ni siquiera la primera parte, y privó a la posteridad por completo de la segunda, que debía ser el catálogo de las mayores estupideces y lugares comunes de todas las ciencias copiadas por sus héroes).
En carta a Georges Sand, había declarado que esta novela “tendrá la pretensión de ser cómica”. Esa es, quizá, toda la cuestión: no logra serlo. La locura y la tontería, sobra decirlo, pueden ser increíblemente cómicas (el Quijote, el Tristram Shandy), pero Flaubert no poseía ese genio y Bouvard et Pécuchet acaba siendo como uno de esos chistes largos, laboriosos y malcontados en los que uno está esperando reírse y al final no se ríe nunca.
Entre los contados abogados de Bouvard et Pécuchet sobresale Borges (¡Borges, que abominaba de Madame Bovary!). En “Vindicación de Bouvard y Pécuchet” (Discusión) argumenta la gradual transformación de Flaubert en sus personajes (la metamorfosis mencionada arriba) y el procedimiento de convertir una locura o tontería iniciales en lucidez y hasta sabiduría (piénsese en el Quijote o “El licenciado Vidriera” o, mejor aún, en el Elogio de la locura de Erasmo); alega también que, si el universo es fundamentalmente incognoscible, Bouvard y Pécuchet devienen símbolos y ya no son solo dos idiotas, son cualquier hombre, el hombre, intentando descifrarlo vanamente. La cuestión es si eso justifica realmente la obra, las cientos de páginas en las que Flaubert detalla las ideas, las prácticas, los aparatos, etc., de cada una de las disciplinas que ensayan (por ejemplo, cuando tratan de hacerse agricultores, el lector debe resignarse a un catálogo de semillas, flores, técnicas de sembrar y cosechar, etc.; cuando toca turno a la gimnasia, a la descripción minuciosa de cada uno de los aparatos que emplean…). El objetivo cómico y filosófico se ahoga en esas minucias. En el siglo XVIII, Bouvard et Pécuchet habría podido ser un buen “cuento filosófico”, a lo Cándido de Voltaire; en el XX (porque hay en su intención algo innegablemente moderno), una parábola de Kafka (Borges dixit); en el XXI, se convirtió en una novela indigesta.
12, mayo
Ulises
Releo (es un decir, porque la primera lectura no contó, y no estoy seguro que esta sí) el Ulises. La obra de Joyce puede ser la desesperación de cualquier crítico, de cualquier lector. Sobra decirlo, es mucho más que una novela (menos y más): un experimento literario, un torrente lingüístico, un monstruo verbal y narrativo. Exasperante y genial. A ratos quieres tirarlo al bote de la basura (muchos en el capítulo 15, “Circe”); otros, enmarcarlo (en el 9, “Escila y Caribdis”; obviamente en el 18, “Penélope”). Está claro que es el gran mito de la literatura moderna: un libro generalmente reverenciado y sobrevalorado desde el privilegio que da no haberlo leído nunca. Más allá de la pirotecnia verbal (pero digo mal, pues no está más allá, sino absolutamente imbricado con ella), quizá lo que me quede del Ulises sea aquello que lo emparienta con Gargantúa y Pantagruel, con el Quijote, con el Tristram Shandy: su afirmación de la vida y el cuerpo (del sexo, la comida, la bebida), resumida en ese maravilloso “Sí” final de Molly; su profunda humanidad (en ese sentido, Bloom, más que al astuto Odiseo, se asemeja al caballeroso don Quijote: “pero no vale de nada dice él. La fuerza, el odio, la historia, todo eso. Eso no es vida para los hombres y las mujeres, insultos y odio. Y todo mundo sabe que es precisamente lo contrario lo que es la vida de verdad”); su alegría teñida de melancolía. Thank you. How grand we are this morning!
2016
17, octubre
La fiesta de Pedro Juan
Leo la Trilogía sucia de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez, compuesta por Anclado en tierra de nadie, Nada que hacer y Sabor a mí. Me llama la atención, en primer lugar, su forma, su género híbrido: no son novelas convencionales, pero tampoco libros de cuentos. De hecho, se leen más como lo primero que como lo segundo. Diría, si la fórmula no estuviera muy gastada y no se prestara a tantas malinterpretaciones, que son novelas hechas de cuentos. Más precisamente, novelas hechas de capítulos inconexos y más o menos independientes. Tienen en común al narrador y protagonista, Pedro Juan, alter ego del autor, sobreviviendo en la dura Habana de los noventa, pero lo que les da mayor unidad es un tono, un estilo: una prosa seca, breve, directa, precisa, pulida a golpes, despojada de toda superficialidad. El estilo del narrador es, a fin de cuentas, la mejor expresión de su carácter: duro, viril, disciplinado, estoico y hedonista al mismo tiempo, protegido por la ironía y el humor (“eso es lo que yo quiero: aprender a reírme a carcajadas de mí mismo. Siempre, aunque me corten los huevos”).
El personaje de Pedro Juan es una lección de moral nietzscheana: es preciso ser fuerte y, lo que no mata, endurece. Posee las mejores cualidades para enfrentar la vida: una disposición natural para la felicidad y el placer, fuerza de voluntad, autosuficiencia, el dominio de la soledad y su alternancia con la compañía, en el amor o la amistad (y el ron ayuda, claro). Todo animado por la convicción de que la felicidad es cuestión de voluntad: “Tal vez tengo unos cuantos motivos para la pesadumbre. Pero no debe ser. La vida puede ser una fiesta o un velorio. Uno es quien decide. Por eso la congoja es una mierda en mi vida. Y la espanto”. Esto, en definitiva, es lo mejor de la Trilogía: la fiesta de Pedro Juan.
2017
19, febrero
Recuerdo de Ricardo Piglia
Tras la muerte de Piglia a principios de año, leo y releo Nombre falso, Crítica y ficción y Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices. “Nombre falso” es obviamente su mejor relato, más nouvelle que cuento, y debería ser leído siempre como libro autónomo, no como una narración entre otras (algo parecido, aunque en menor escala, sucede con “Un pez en el hielo”, el relato pavesiano). Estrictamente como cuentista, el mejor Piglia (digamos, el de “Las actas del juicio”) parece más bien una provincia de cierto Borges. Quizá la mayor y mejor característica de Piglia haya sido que en nadie como él se fundieron las virtudes del crítico literario y el narrador (no es casual que sus mejores piezas de ficción lo sean al mismo tiempo de crítica).
Para algunos, su mejor faceta está en Crítica y ficción, o sea, el Piglia entrevistado, oral (en realidad es mucho mejor El último lector, creo yo). Era, en efecto, un conversador y un expositor hipnótico, sumamente hábil, brillante (a veces demasiado brillante, como él mismo observa en sus diarios), y algo manipulador. Una de sus principales rasgos era elevar a su interlocutor y hacerlo sentir especialmente inteligente, como si estuviera participando en la conversación al mismo nivel que él. Tenía algo de prestidigitador verbal, en el sentido de que hacía ver ciertas o muy agudas ideas que no necesariamente lo eran.
La lectura del segundo volumen de los diarios me deja una sensación ambigua. Quizá porque, a lo largo de muchos años, se fue creando –Piglia mismo fue creando– una gran expectativa en torno a ellos, una expectativa tal vez excesiva. Hay en ellos, sobre todo en este segundo volumen, demasiada vida literaria ordinaria (‘hoy me reuní con fulano, escribí el editorial para la revista tal, preparamos la colección x…’) y demasiada política, junto con breves y luminosas observaciones sobre la lectura y la escritura (porque el diario de Renzi es, ante todo, el diario de un lector/escritor). Tal vez hubiera hecho falta una (auto) edición más rigurosa. Como curiosidad, me llamó la atención el protagonismo en este volumen de David Viñas, escritor muy relevante en Argentina en su momento, pero casi invisible fuera, al menos actualmente. En algún punto, me recordó el Borges de Bioy, solo que ahí donde este dice “come en casa Borges”, Piglia podría haber escrito “come en casa David”.
Releo estos párrafos y temo que pudieran interpretarse como una crítica más bien negativa. Espero que no sea así porque siempre vi en Piglia un modelo único de profesor/crítico/narrador, un caso singular que era un ejemplo. Más allá de eso, en persona me dio la impresión, que pocas causan, de haber vivido sabiamente, de haber disfrutado la vida y hecho una obra; de saber combinar la inteligencia, el placer y el sentido del humor. Más allá de sus páginas memorables, creo que lo que se me va a quedar es esa imagen de conversador generoso e irónico. Piglia, con algún tequila y algunas copas de Sauvignon-Blanc encima, diciéndome en voz baja: “¿Sabés?, si vos escribís ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’, es que no tenés mucha suerte con las mujeres, ¿no?”.
2018
8, mayo
La crisis del crítico
Leí hace tiempo la Obra selecta de Cyril Connolly que Lumen publicó años atrás (Lumen, en donde, como en tantos otros sellos editoriales antes de un prestigio inmaculado, hoy, gracias a los grandes consorcios de que forman parte, la literatura convive con la basura más deplorable). Me confirmó una de mis íntimas convicciones: el crítico literario, para sobrevivir, debe ser algo más que un crítico; debe, por lo menos, hacer crítica de otra forma. Enemigos de la promesa es buen libro, un libro original en su mezcla de crítica y autobiografía (quizá habría que haberlas imbricado más y no separarlas tanto en dos secciones), pero La tumba sin sosiego –traducción más afortunada que La tumba inquieta– es una obra maestra, la obra que justificó y seguirá justificando a Connolly.
¿Qué es La tumba sin sosiego? Un ensayo escrito en fragmentos (ya desde aquí bastante moderno), un cuaderno de notas, un diario sin fechas, un libro de aforismos, una obra de crítica, pero no solo de crítica… una obra única. En Connolly, cosa hoy rarísima, convivían una formación académica clásica (clásica en serio: ¿cuántos críticos hoy leen a Horacio o Virgilio en latín?) y un lector absolutamente moderno y contemporáneo. Poseía una completísima consciencia histórica de la literatura, otro rasgo hoy poco común. Palinuro, su alter ego, es un hombre que combina la fe en el hombre y el hedonismo con el pesimismo y la ansiedad. La tumba sin sosiego es la obra de la crisis del mezzo cammin, una obra de la sabiduría, algo desesperada, de la madurez y la experiencia. Me dan ganas de citarla entera, pero escojo algunos fragmentos:
¿Acaso los solitarios, los castos, los ascéticos, que a estas alturas llevan viviendo entre nosotros tres mil años, han demostrado alguna vez tener razón?
Debo tanto mi felicidad como mi tristeza al amor del placer; del sexo, los viajes, la lectura, la conversación (oírme hablar a mí mismo), la comida, la bebida, los habanos y los baños de agua caliente. La realidad es lo que queda cuando estos placeres, junto a la esperanza del futuro, el arrepentimiento del pasado, la vanidad del presente y todo lo que compone el aroma del yo son extraídos de la burbuja de aire en la que vivo.
Diez de septiembre: Magnificencia plena del otoño; las tiras verdes y doradas de los plátanos ondean transparentes contra el alto cielo radiante. Resolución de cumpleaños: De ahora en adelante, especializarme: nunca más hacer concesión alguna al noventa y nueve por ciento de ti que es igual que todos los demás a expensas del uno por ciento que es único. No escuchar nunca al falso Yo cuando habla.
2019
19, abril
Alone, crítico literario
Leo, en las ediciones de la chilena Universidad Diego Portales, al crítico literario Hernán Díaz Arrieta, alias Alone (¡qué buen pseudónimo para un crítico!), del que nada sabía. Aparte de la siempre lamentada ignorancia en que las literaturas hispanoamericanas viven unas de otras, el hecho dice algo del oscuro destino que suele aguardar a los críticos. Alone, al parecer, fue el crítico más destacado del siglo XX en Chile y me temo que no sea muy leído fuera de sus fronteras. Debería serlo porque es uno de esos pocos críticos que escribió literatura sobre literatura
El libro en cuestión es Crónica literaria francesa –espero algún día poder conseguir sus memorias, Pretérito imperfecto, y los ensayos La tentación de morir y Aprender a escribir–, sus reseñas francófilas. Porque Alone era, previsiblemente, un afrancesado hasta la médula (como Christopher Domínguez Michael entre nosotros más recientemente, con quien tiene muchas afinidades). Su Crónica abarca los años cincuenta y sesenta: Maurois, Gide, Mauriac, Montherlant, Arland, Green, Anouilh, Peyrefitte, Sartre, Camus, Sagan, etc. Más de uno de esos autores, celebérrimos en su momento, entraron pronto en un purgatorio del que aún no han salido. En el centro de ese universo se encuentra Proust, al que Alone obviamente no reseñó por razones cronológicas, pero al que siempre remite.
Como suele suceder con la obra de críticos de otra época a los que vale la pena leer, en ocasiones los libros o autores de los que hablan no nos dicen nada, pero no importa: los leemos por la prosa del crítico. Alone era un crítico tradicional en sus formas, quizá anticuado en algunas de sus preferencias, pero clásico en lo esencial, que es lo que le da una sobria posteridad. Sabía la verdad fundamental de la crítica literaria: su naturaleza autobiográfica. Antes que Piglia, observó lo evidente: quien escribe sobre sus lecturas, cuenta su vida; escribes crítica y haces autobiografía.
Como en todo conjunto de reseñas, hay en este una poética de la lectura. Transcribo algunas de sus frases más felices:
En ese dominio [la lectura] yo estaba solo. Ni maestro ni condiscípulos, ni lecciones ni aprendizaje. Tampoco el propósito de ‘formarme una cultura’ con fines utilitarios. Jamás se me ocurrió que me dedicaría a escribir. El placer, nada más, un placer desinteresado.
Conviene, de cuando en cuando, releer las obras inmortales que no están ‘de moda’, porque son superiores a la moda y su actualidad de un día se ha convertido en la actualidad de siempre. ¿Toda la atención pública ha de ser para el libro que pasa, escrito ayer, lanzado hoy, puesto mañana en el olvido?.
La crítica literaria ha sido, es y, hasta nueva orden, será un género poético, un arte, una manera que tienen los críticos de manifestar su personalidad y decir sus sentimientos a propósito de los autores, en vez de hacer como los poetas o los novelistas que se confiesan con el público a propósito de las personas o de los paisajes que han visto o imaginado. Nada más.
2020
21, marzo
Empacar y desempacar bibliotecas
Leo un bello y breve libro de Alberto Manguel –del que todo leedor que se precie debería leer, dicho sea de paso, Una historia de la lectura–, Mientras embalo mi biblioteca. Una elegía y diez digresiones. Por alguna razón que nunca precisa, Manguel debió abandonar hace algunos años su casa y biblioteca en la campiña francesa. Preparar sus libros para la mudanza sirvió de pretexto a este libro. No debió ser tarea fácil, pues la colección de Manguel se compone de alrededor de treinta y cinco mil volúmenes, cifra no desdeñable para una biblioteca personal.
Estando yo mismo en el proceso de reunir mi modesta biblioteca en un solo lugar, luego de años de pequeñas bibliotecas dispersas, no me ha costado trabajo empatizar con Manguel. El que lleva a cabo una tarea semejante aspira a que la organización sea definitiva, pero una de las lecciones del libro es que esto bien puede resultar una ilusión (y, en el fondo, siempre lo es, pues el destino de las bibliotecas es azaroso y su vida rebasa por mucho la nuestra; quién sabe cuál será la suerte final de nuestros libros).
Empacar y desempacar libros es una tarea ardua, melancólica y gozosa (y cansada). La vida entera desfila rápidamente frente al que embala y desembala sus libros. Bien lo sabe Manguel:
Cada una de mis bibliotecas es una especie de autobiografía de muchas capas y cada libro alberga el instante en que lo leí por primera vez… El libro que saco de la caja que se le había asignado, en el breve momento previo a otorgarle el sitio que le corresponde, de pronto se convierte en mi mano en un símbolo, en un recuerdo, en una reliquia, en una muestra de ADN a partir de la cual puede reconstruirse un cuerpo entero.
Hay lectores –grandes lectores– que no aspiran a formar bibliotecas y que tienen relativamente pocos libros. Borges, como recuerda Manguel, sería el ejemplo máximo. Uno se lo imaginaría rodeado de libros en su casa, pero no era el caso; apenas unos cuantos libreros. Yo sé de escritores –buenos escritores– con poquísimos libros y poco apego material a los libros. Los admiro, pero no los envidio. Quizá el lector más sabio sea aquel que lee muchos libros (o más bien pocos, profundamente) y no le importa poseer ninguno, porque sabe que los verdaderamente importantes los ha incorporado a su ser. Quizá sea una muestra de debilidad y hasta de manía juntar libros que no necesariamente nos harán mejores ni más inteligentes. Acepto plenamente esa posibilidad: seguiré comprando libros, leyéndolos y dejándolos de leer.
* Adelanto del libro Diario y memorias de un leedor.