Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Sebastián Pineda Buitrago, La indisciplina literaria. Estudios mediáticos y culturales en Latinoamérica,Universidad Veracruzana, Xalapa, 2022, 100 pp.

 


Advertí el carácter indisciplinado –mejor sería decir transdisciplinario– que se requiere para dedicarse a los estudios literarios al hojear el índice de este volumen e ir leyendo y subrayando sus páginas. Harold Bloom opinaba que los críticos literarios son fuertes en la medida que sus lecturas son capaces de provocar otras lecturas. Yo añadiría que son, además de fuertes, angustiantes si sus lecturas nos obligan a recorrer anaqueles y estanterías como si nuestra vida se redujera a ello. En ese sentido, leer al crítico detrás de La indisciplina literaria desemboca en uno de esos placeres que combinan el goce estético con la exigencia moral, a través de una invitación que nos conduce a asumir el compromiso de la labor crítica.

Divididas en cinco capítulos y un epílogo, las páginas articulan un diálogo entre sujetos y tópicos que combinan en menor o mayor grado la historia latinoamericana, el origen de la literatura como profesión universitaria, la filosofía en el conflicto de las facultades universitarias, el predominio o hegemonía del Derecho –del “letrado”– en la interpretación de los textos, así como los mass media como un by-product de las nuevas tecnologías. La pregunta de investigación con la que parte este libro es bastante aguda: ¿es acaso la emergencia de los estudios culturales una consecuencia de “la indisciplina literaria”?

Para distinguir la disciplina de la indisciplina, el primer capítulo se remonta a la antigüedad ateniense en que Platón se atreve a desdeñar a Homero en la medida que este no tuvo seguidores ni legó algún tipo de academia. Aristóteles legó a la posteridad la Poética, obra que inspirará a Alfonso Reyes, en medio del horror de la Segunda Guerra Mundial, a escribir y publicar los tratados La crítica en la edad ateniense (1941) y La antigua retórica (1942). En ambos textos, Reyes señala que la teoría literaria no es otra cosa que la retóricay poética de los antiguos griegos, constituyendo ambas disciplinas una técnica: “cuyo significado supone la construcción o edificación de algo que aún no está construido y que por tanto aún no existe”. Es decir, si comparamos a la literatura con una disciplina como la matemática, destacaría por su carácter poco riguroso y sus pretensiones ilimitadas que derivan en una indisciplina.

Siguiendo estas disquisiciones, el capítulo reflexiona sobre las críticas de filósofos como Kant hacia el ensanchamiento de los límites de las disciplinas del conocimiento o los intentos por disciplinar la literatura de los hermeneutas alemanes de principios del siglo XIX. Establecer los límites entre lo que es y lo que no es “literatura” ha sido siempre una labor infructuosa. Para el novelista inglés Aldous Huxley (“La literatura y los exámenes”, 1936), la mezcla de los aspectos no literarios y los puramente literarios es inevitable. Para Reyes, por otra parte, la “indisciplina” literaria se convierte en una virtud si se asume que la literatura es inflexible y sus motivos ilimitados. El verdadero disparate tiene lugar, de acuerdo con Pineda, cuando tal “integración de todos los motivos e intenciones” toma cuerpo en los estudios culturales en lugar de los estudios literarios, al no haber en Latinoamérica “una distribución bien resuelta y ordenada de la Filología y la Filosofía, a su vez dividida en teoría literaria, comentario de textos y edición crítica o ecdótica”. De ahí la “crisis filológica” en Latinoamérica de la que habla Pineda, la cual no solo concierne a la interpretación de la literatura, sino también a la de las leyes, todo lo cual desencadena una desarticulación de incomprensiones sociales, cuya articulación o solución es un llamado apremiante.

El segundo capítulo nos introduce en esta cuestión al relatar cómo es que en los países protestantes la religión favoreció una alfabetización, una educación literaria, a raíz de las reglas luteranas alrededor de la lectura individual de la Biblia; situación contraria a las naciones bajo el catolicismo tridentino que, a pesar de los jesuitas, privilegió la imaginería y temió las grandes traducciones bíblicas y su lectura generalizada. Esta educación literaria, naturalmente, habría de ser provechosa para la política. Octavio Paz en El arco y la lira apuntó algo al respecto: “Se olvida con frecuencia que, como todas las creaciones humanas, los Imperios y los Estados están hechos de palabras: son hechos verbales. En el libro [decimotercero] XIII de los Anales, Tzu-Lu pregunta a Confucio: “Si el Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera medida? El maestro dijo: La reforma del lenguaje”.

O como rescata nuestro libro, en palabras propias de otro crítico, de acuerdo con Samuel Johnson: “la Constitución del gobierno descansaba en la fuerza de la gramática”. En este ámbito, los contrastes entre países de herencia protestante y católica son más que visibles: mientras que la Constitución de los Estados Unidos originalmente solo constaba de siete artículos y hoy en día, apenas está compuesta por 27 enmiendas, la nuestra supera los cien artículos que en ocasiones sirven de poco y nada.

El tercer capítulo continúa con la problematización del Derecho como ficción literaria y la pregunta por su eficacia. Teniendo las reflexiones de Alfonso Reyes como precedente, nuestro México sigue en el mismo estanque: en absoluto sirve la formalidad de las leyes dentro de una población iletrada. Tanto el derecho como la literatura tienen la capacidad de institucionalizar imaginarios sociales: “pero para que aquellos imaginarios lleguen a la sociedad se requiere que tal sociedad esté sumamente alfabetizada”.

Sobre la cultura moderna estandarizada por los medios técnicos, las reflexiones del cuarto capítulo parten del desplazamiento hegemónico del texto a manos de los nuevos medios audiovisuales. Umberto Eco decía que la historia de los medios de comunicación no permite hacer profecías, pero que el crítico y el intelectual pueden evidenciar tendencias existentes. En dicho marco, letrados como el filólogo y crítico literario Federico de Onís, evidenciaron desde la invención del gramófono la consecuente incredulidad en la cultura libresca. Y es en la Posguerra cuando los estudios culturales aparecen, no desde la literatura, sino desde el desarrollo de las tecnologías bélicas. En otras palabras, por más fehacientes que sean las críticas hacia los estudios culturales, estos existirán mientras exista una historia de la tecnología.

En este contexto, el enfrentamiento entre imagen y escritura se enardece. El quinto capítulo versa alrededor de dicha dialéctica, retomando enfrentamientos puntuales, como la intención de Gabriel García Márquez de escribir Cien años de soledad para demostrar una mayor capacidad de la literatura frente al cine. Enfrentamientos que se han prolongado hasta nuestro presente, pero como señala el final del capítulo, “no necesariamente significa un rompimiento de relaciones” sino todo lo contrario.

En el epílogo, el libro concluye con aquella sentencia universal de Borges presente en el cuento “Deutsches Requiem, que señala que todos los hombres nacemos platónicos o aristotélicos. Naturalmente, el poeta que se declaró, a pesar de su vasto conocimiento literario, rico de perplejidades y no de certezas, habría de optar por la tesis platónica de la musa. Pero esto no impide de ninguna manera el esfuerzo aristotélico de construir una disciplina literaria. Antes bien, como demuestran las nítidas disertaciones que componen este libro, dicho esfuerzo es necesario y sus consecuencias terminan por superar a la literatura misma.

En La musa crítica: teoría y ciencia literaria de Alfonso Reyes (2007), Sebastián Pineda apunta que: “los métodos valen si nos conducen a un juicio. Quedarnos en ellos significa o que no sabemos bien a qué los aplicamos, o que somos incapaces de formular un criterio propio con base en las pruebas aportadas por ellos”. Por ello es que, como letrados, debemos asumir el compromiso de la literatura, estar a la altura de la disciplina y articular linderos que hagan de este mar acaso un espacio más navegable.

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