Coral Bracho, Poesía reunida [1977-2023], Ediciones Era / UANL, Ciudad de México, 2023, 549 pp.
La obra de Coral Bracho (Ciudad de México, 1951) bien puede ilustrar la sentencia latina nomen est omen, con la que los romanos creían que el nombre determinaba en gran medida el futuro de quien lo portaba. El coral ―animal expansivo, simbiótico, de proporciones monumentales― recuerda también al mundo vegetal por su estructura arborescente, intrincada y colorida, en el lecho marino. El término remite además a un tipo de poesía arcaica, la lírica coral, representada por coros mixtos en la antigua Grecia. En este sentido, Poesía reunida [1977-2023] resulta un organismo atrapado en el circuito del lenguaje, destituyendo las conexiones entre el orden de las palabras y el orden de los cuerpos que definen el lugar de cada uno de ellos. En su universo se encuentran no solo preocupaciones, técnicas y acercamientos distintos entre sí, sino también ejemplos de condensación y profundidad absolutas, que fincan la fisura dispuesta entre el mundo y la lengua. Creo que es allí donde este animal literario acecha: desde su inestabilidad y desbordamiento continuo.
El volumen celebra no solo el aumento de aquella primera versión del 2018, sino también el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2023 otorgado a la autora, donde el jurado determinó: “la poesía de Coral Bracho se pregunta por las maneras en que el mundo se descubre y nombra provocando una inteligencia sensible por parte de la instancia lectora. Su trabajo se vuelve entonces un archivo de experiencias vitales donde se piensa el olvido, la enfermedad, el dolor y la muerte.” Una voz-mirada penetrante que hace del poema un espacio público, plural y cadencioso, cuyos límites discursivos se difuminan para brindar una percepción total de la experiencia humana.
Heredera de la tradición ―desde Luis de Góngora hasta José Carlos Becerra―, la propuesta de la escritora es fiel también, por su parte, a las renovaciones del pensamiento frente a la crisis cultural de la segunda mitad del siglo xx. Malva Flores, por ejemplo, enlista a la poeta en la llamada Generación del desencanto, aquella nacida en los años de 1940-1955, familiarizada más tarde bajo el signo del 68, cuya resistencia ante el naufragio nacional fue indispensable para la literatura mexicana y latinoamericana posterior. La escritura de Coral Bracho, emparentada en repetidas ocasiones con el movimiento neobarroco, comparte una sensibilidad con autores como Gerardo Deniz, David Huerta y José Kozer, para quienes el agotamiento de una poesía comprometida o sociologizante los motivó a restituir la mirada hacia la palabra, una totalmente subjetiva, porque atisbaron en ella un espacio abierto de significación frente a las pautas de armonía, economía y referencialidad del lenguaje utilitario. La fragmentación, la metáfora, la progresión metonímica, el versículo, el encabalgamiento, la descripción extensa, la anáfora, advierten en todos ellos una sospecha hacia la lengua y el papel sociopolítico de la literatura, restituyendo en cambio lo primigenio del habla: lo inasible y la ambivalencia, lo heterogéneo y lo multidimensional. No es arbitrario la ausencia de puntos finales y versos asimétricos, así como el uso de paréntesis, por donde corre y se disuelve el pensamiento ambarino de la escritora; su remanso, la luz que emana y erosiona espejeante, eso que ella misma llama una danza gozosa de las formas.
Los once títulos recuperados cronológicamente en esta antología dan cuenta de lo anterior. Desde su aparición, en la década de los setenta, leer a la escritora mexicana implica un momento de textura fluvial que adsorbe, trastoca y devuelve todo transformado al cauce de la vida. La voz desviada y frenética ―en Peces de piel fugaz (1977)―revela toda una red de signos e imágenes soterradas, fijando los efluvios más brillantes por insospechados de la contemplación, por lo que, más que un círculo cerrado y transparente, el mundo vislumbrado por la voz es una espiral que se abre constantemente hacia la contingencia.
Misma fuerza de dispersión y cohesión se lee en El ser que va a morir (1981; Premio de Poesía Aguascalientes), donde el pensamiento gira en torno de un cuerpo deseado y transgredido por la percepción del otro. Vientre, falo, boca, manos, piel, todo está traducido y referido en líquidos, selvas, templos y laderas. El epígrafe del singular poema “Sobre las mesas: el destello”, cita de los pensadores franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari, ofrece claves sobre este devenir imbricado-visto al microscopio del mundo: como tallo subterráneo [el rizoma] tiene, en sí mismo, muy diversas formas: desde su extensión superficial ramificada en todos los sentidos, hasta su concreción en bulbos y tubérculos. La lengua como esas guías herbolarias se extiende desde su lenta contención por espacios y territorios de lo cotidiano y de lo orgánico. Léase a propósito el siguiente fragmento de “En la humedad cifrada”:
Oigo tu cuerpo con la avidez abrevada y tranquila
de quien se impregna (de quien
emerge,
de quien se extiende saturado,
recorrido
de esperma) en la humedad
cifrada (suave oráculo espeso; templo)
en los limos, embalses tibios, deltas,
de su origen; bebo (sus remansos despiertos
y desbordados; en tus costas lascivas
―termas bullentes― landas) los designios musgosos,
tus savias densas
(parva de lianas ebrias) Huelo
en tus valles profundos, expectantes, las brasas,
en tus selvas untosas,
las vertientes. Oigo (tu semen táctil) los veneros, las fraguas,
(ábside fértil) Toco
en tus ciénegas vivas, en tus bosques: los rastros;
en su trama envolvente: los indicios
La densidad verbal es entonces el esfuerzo de abarcar la densidad de la materia que describe. Con Nietzsche más adelante, la poeta se pregunta: ¿Qué sabe el hombre de sí mismo? […] ¿No le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso las relativas a su cuerpo, con el fin de desterrarlo y encerrarlo en una conciencia altiva y quimérica? ¿Qué sabe el sujeto sobre lo que siente? Si el ámbito del placer es el verdadero misterio no solo de la existencia sino del lenguaje mismo, ¿cómo nombrar el auge de lo henchido y lo jugoso?, pregunta todo el tiempo Coral Bracho.
La aparición posterior de una sintaxis menos fragmentada en Tierra de entraña ardiente (1992), no disminuye la construcción de su estilo, puesto que un ritmo y un vocabulario personal sobreviven. Huellas, abismos, transparencias, etcétera, mediante juegos como la antítesis o el oxímoron, advierten y reiteran una lógica no convencional, es decir, el poema con su disposición y su léxico sigue reduciendo las contradicciones a priori del pensamiento formal, haciendo convivir opuestos en espacios complementarios, íntimos y afectivos. ¿Cómo el mármol negro de la noche gotea en la luz? ¿Cómo un ave oscura vigila la gruta blanca del olvido? Tómese también en cuenta que la publicación contó, en su momento, con la colaboración de la artista Irma Palacios, cuya obra en la presente queda totalmente excluida; lo mismo pasa con Zarpa el circo, acompañado en su edición de 2015 con material de Vicente Rojo. Sin embargo, la autonomía de los poemas acentúa su propia identidad plástica. Si en Tierra de entraña ardiente las luces y las sombras (propios del barroco) reproducen lo profundo y retrospectivo de la materia, Zarpa el circo ―poema de poco más de 40 versos― hace lo suyo respectivamente con las rimas internas, emulando la estridencia del evento festivo. Llega a preguntarse la voz: ¿Pero quién fija el hilo que divide al mundo? ¿Quién esconde y extrae su imperturbable magia? Porque la vida es también esa materia de ebriedad y de dulzura que a sí misma se engendra, que en sí misma se vierte, no en un yo, sino en lo otro que canta: el agua, la vegetación, las fieras. El poema es entonces un todo concentrado en un tiempo dúctil y primigenio: el espacio simbólico de la palabra, mismo que, como se postuló antes, remueve la membrana parda del automatismo moderno.
La respiración particular de la autora, gracias a sus encabalgamientos y versos en ocasiones de una sola palabra, imanta las imágenes en su gesto momentáneo para, de alguna manera, ganar peso. En La voluntad del ámbar (1998), las caricias y el amor desatan el arrobo contemplativo donde los objetos se presentan rotundos y generosos. La disposición del apartado permite leer cierta línea argumentativa en torno a esta luz que incide y da cuerpo, volumen y profundidad. La presentación del lenguaje y su hipotético lector abre un espacio de extrañamiento metafísico que culmina con uno de los poemas más sombríos de todo el título:
Y si quiero
Dios me ve.
Si digo que Dios me ve, Dios me oye
decir “Dios me ve”, y si quiero
borrar lo que dije, Dios me ve
y me oye cuando pienso que quiero
borrar lo que dije, y si quiero borrar
lo que pienso y lo que dije
Dios me oye y me ve. (p. 163)
El lenguaje en sí mismo parece anular toda claridad para el pensamiento. ¿O será acaso que, como los dedos sensitivos de un ciego que hurgan descifrando bordes, relieves, su comprensión se construye a partir de su opacidad misma? ¿No es precisamente lo que se propone hacia el final del apartado?
Esto que ves aquí no es.
Alguien te oculta una pieza.
Es el fragmento
que da el sentido. Es la palabra
que altera el orden
del furtivo universo. El eje
oculto
sobre el que gira. Este recuerdo
que articulas
no es. Falta el espacio
que ajusta
el caos.
La palabra que conjuga y enlaza su voluntad resulta una raigambre de tiempodonde se ahonda toda luz, toda certeza: quien lo acoge es llevado, emprendido por él, es arrancado por su fría flama.
Si el lenguaje encuentra su plenitud en los pliegues del poema ―plenitud quiere decir armonía, redondez―, como se intuye del epígrafe de Ese espacio, ese jardín (2003) ―“En las últimas palabras / están contenidas las primeras”―, ¿qué hay en la muerte, por ejemplo, ese otro umbral? Las nueve partes de esta quinta entrega disciernen sobre un ámbito siempre dispuesto en lo cotidiano: el recordatorio de la finitud humana. La voz persigue las formas de esta presencia indivisible del acontecer: el bufón, los niños, el jaguar, la zorra blanca, el hermoso nautilus, como metáforas de los momentos tutelares de la vivencia que el recuerdo enciende como una inquietud entre las cosas, y por las que el yo se pregunta su paradero:
La muerte,
ya lo sabemos, estaba ahí. Y no porque
alguno fuera a morir de pronto, o en poco tiempo,
ni en unos años. Estaba ahí, como siempre,
entre las blancas y las palmeras.
Estaba ahí, entre los vendedores,
como un respiro o como un rasgo.
Como una línea en las baldosas. Sonreía
sin malicia, sin impostura, y era un espacio
entre los alcatraces. Por momentos nos cruza
o nos hace voltear. Algo
preciso nos muestra entonces. Algo muy claro
y demarcado.
La vida y la muerte como un binomio inextricable, como espacios continuos. Quiero decir: esa zona de la experiencia donde lo efímero hiende en los traspatios un arco nuevo: la memoria. El ámbito vital de la escritura de Coral Bracho es a su vez un jardín sustentado por las raíces de la muerte. El resultado de esta paradoja es un extenso poema galardonado con el Premio Xavier Villaurrutia 2003.
Las palabras encuentran su densidad no solo frente al espejo del vacío en Ese espacio, ese jardín, como señala David Medina Portillo, sino también en sus reservas, como en Cuarto de hotel (2007). Entre ambos títulos, la distancia es mínima ―tanto en años, como en intereses―, puesto que la autora sigue una línea temática inaugurada desde el primer libro: el lenguaje adentrándose en la sombra de lo inusitado, de lo olvidado por el instinto, por lo que no busca establecer significados esclarecedores, sino más bien convertir lo abstracto en algo tangible, vivencial. Las discrepancias entre el potencial de la lengua y las apariencias del mundo, sus límites mutuos como imagen y modelo, revelan la oblicuidad misma del proceso de significación. El poema se presenta al lector señalando su polisemia en las fronteras de la percepción y de la existencia de lo visible e invisible, su cuerpo poliédrico. Cuarto de hotel se manifiesta entonces como el rostro velado del entorno y de lo humano. Una bitácora del diario cavilar, de una fija retrospección de cierta red de incidencias dueñas de otro lenguaje:
¿De dónde a dónde abre esta puerta?
¿Qué va dejando
poco
a poco
afuera?
La búsqueda de la voz por su habitación, su estar-ahí-en-otro-espacio, lo encuentra precisamente en el revés de la expresión, en su sombra ensortijada, en eso que no voltea y cruza la puerta. La ambigüedad, un huésped inasible, acompaña la lectura de principio a fin, como esta verdad oscura, esta oscilante levedad.
Roberto Cruz Arzabal habla de la poesía de Coral Bracho como una mirada de varios cuerpos, de un signo inacabado: “al final del poema volvemos al inicio con la sensación incierta pero gozosa de que no hay afuera del poema porque el poema no es un objeto cerrado, ni un suceso concluido”. Una invitación abierta para su retorno, para su escucha, como un gesto más bien ético que político: “un mundo poblado de voces que escuchamos gracias a la guía del poema. No son voces colectivas en las que el rumor disuelve todas las hablas hasta volverlas zumbido”. Si ríe el emperador (2010), por ejemplo, insiste sobre el lugar del sujeto, del yo que propicia y que nombra, no en una trama ni argumento, sino en los escenarios que son montados y desmontados por la misma lengua, orillando a ver los indicios que marcan un orden imperante, un centro organizador:
Los pintores indígenas en el Cuzco
dejaban siempre, en sus cuadros,
algún error a la vista, por humildad.
―No pretendían ser como dioses.
También buscan exhibir su impericia
―su violeta soberbia; su impunidad―
Aquellos que sin sombra gobiernan.
―Quieren ser como dioses.
No es la sintaxis aglutinante de sus primeros títulos de nueva cuenta, en su lugar se está frente a una progresiva y extremada depuración. El interés de la voz por ver, orientar por sobre el habla, construye una mirada que se desentiende del mundo y se dedica a escucharlo, se desvincula proyectándose al margen. La labor poética en señalar un orden colectivo construido sobre el barullo advierte el total y perpetuo desequilibro de las esferas gobernantes con la realidad. ¿Alegoría de un país sumido en el desconcierto? La fecha de publicación podría ofrecer una pista, 2010; sin embargo, la naturaleza de la poesía más bien habla de una condición humana y de una lógica imperecedera: “Si ríe el emperador / cae un filo que corta / y divide al reino. / Una mitad se hunde. Otra / es el dorado salón”.
2015 es también el año de publicación de Marfa, Texas, fruto de una residencia artística otorgada a la autora por L’Université de Toulouse-Le Mirail y Lannan Foundation en 2012. Libro donde una voz foránea explora y conserva en el solar de sus palabras cuadros de lo diminuto y de lo desfocado en cuya relatividad se expone su potencia estética. De nueva cuenta, los límites del paisaje son tensados por una prolongada oscilación entre el sentido y el sonido; cisma que ofrece al poema su acabado misterioso y su atención a la frontera donde se afinca el ámbito pleno de lo sensible. Léase, por ejemplo, el poema “Skel(e)ton Trucking”:
A la velocidad de un funeral
subía pesadamente la calle
este oscuro transporte.
Una lona negra y espesa lo cubría de un extremo al otro.
¿Cubría qué?
¿Estructuras de metal para armar casas?
¿Varillas o intricados barrotes
para ajustar muebles?
¿O, en verdad, osamentas,
recogidas en el vasto desierto
y llevadas a procesar, o a vender así?
¿U otro tipo de esqueletos?
¿Amontonados ahí, sin más?
Alguien llegó corriendo
de una calle aledaña
y le dijo al chofer por dónde debía seguir.
En ese momento comenzaron las campanadas.
Tres hondas y graves campanadas
Seguidas por otras tres,
y otras tres más.
Luego un carillón que entrecruzaban arpegios
en un principio,
y después melodías,
cada vez más ligeras, más joviales quizás.
El enorme camión
continuó su camino hacia el horizonte.
Ahora, como si de un instante a otro
fuera a alcanzar ―varado en algún parque cercano
o esperándolo a él― entre el inconfundible tintineo
que lo atraería hasta ahí,
y rodeado por lo niños de siempre,
al camión de helados.
Desde la cotidianidad desértica al sur de los Estados Unidos, la percepción encauzada hacia lo vivo y lo inerte insiste hilvanando o, como en los cuadros de Hopper, encendiendo el registro de una sociedad asediada por el mito de la tierra baldía. Coral Bracho lo subvierte planteando una pulsión apoteósica de la percepción, un ensanchar el mundo con su fraseo tajante y tenso que repite y suelta una vez, y otra vez, ofreciendo al lector un sentido luminoso recobrado.
Mismo que se verá comprometido con la aparición de la enfermedad en su siguiente título, Debe ser un malentendido, de 2018. Concentrado en un caso cercano de Alzheimer, las nueve instancias de estructura desigual acompañan el desvanecimiento de la memoria y de la identidad. Tres personajes navegan sorteando las fluctuaciones de un lenguaje en perpetua desarticulación: el yo que mira desde fuera y trata de conservar cierta lógica con cierta pulsión poética en medio de la indigencia; habla también ella, la enferma, cuyas capacidades cognitivas van en declive y da cuenta la propia fabulación fragmentaria de su delirio; y, finalmente, están los otros ―la familia, los enfermeros, los doctores y las voces de un pasado intermitente― inmersos en la vorágine de una lucidez a ratos accidental, otras esperanzadora y, sin embargo, quienes han estado frente a la agonía lo saben, agorera.
(Intuiciones)
Lo último que te aferra
entre el derrumbamiento de la memoria,
lo último que se rompe y se desteje con ella,
es la búsqueda
de sentido; reconocerte en ti;
y una ávida, estrecha liga
con la especie:
captar e imaginar lo que otro siente; seguir los tonos
del lenguaje; nombrar
y concebir lo abstracto: el amor,
la injusticia; sentir y disfrutar la belleza,
la música.
Entre el padecimiento y la fragilidad del otro, la poeta brinda el naufragio de un lenguaje personal que, en la mendicidad del cuerpo, haya su cauce en el poema: su preservación frente aquellas olas oscuras del implacable silencio.
En suma, la singularidad de la escritura de Coral Bracho se funda en una visión de mundo animada por los misterios de la experiencia humana regida por una ondulante fascinación entre ritmos e imágenes, que relativizan nociones como espacio y tiempo, desafiando finalmente la definición del presente, el estar-aquí-en-la-palabra. Claro que leo este libro como lo que es: una reunión de obras escritas en distintos momentos. La última publicación de la autora, En un jardín japonés (2023), incluido un año antes en El Lejano Oriente en la poesía mexicana (2022) que coordinó Elsa Cross, resulta el recuento de una caminata por los senderos de un espacio oriental cuyo delicado orden y equilibro son también una forma de pensamiento:
Cada poza de piedra tiene un sentido
y sostiene a su modo el agua.
Cuencos delicados
son sus lapsos de sombra,
sus espacios serenos
bajo un hondo jardín.
Por más de cuarenta años, la autora ha cimentado una poética cuya complejidad sintáctica y conceptual propone un deseo ferviente de apropiación y renovación. Este último título es el anuncio, como menciona David Huerta en la contraportada, de una belleza que se despliega, pero también, como el remanso que suspende la corriente para acercarse al espejo, sumergiéndose, remojándose, en su fuerza vital. Como libro unitario, el lector asiste a la construcción de un idioma preocupado por señalar la transparencia dudosa del lenguaje al mismo tiempo que lo nombra y se experimenta.
Resta solo decir que, una vez conocida la obra de Coral Bracho, el retorno resulta enriquecedor, en el sentido de que se cuestionan con mayor cautela sus constantes, tanto temáticas como formales. Hay títulos, por ejemplo, que no echaría de menos su ausencia dentro de la antología, no por malos, por supuesto, sino por su carácter de transición entre uno y otro libro de mayor altura. Sin embargo, regresar a los versos de la poeta es encontrar renovados gestos, latidos, pulsaciones, como si de un organismo vivo se tratara. Que once libros de su autoría se encuentren en uno solo me parece de lo más afortunado. Poesía reunida como un acontecimiento importante para la literatura mexicana, sin lugar a dudas.
Es una excelente reseña: inteligente y encantadora, como la poesía de la que habla.
Excelente reseña, pocas veces he leído un texto crítico tan didáctico en el género de la poesía. Tus juicios críticos son entendibles, finos y concisos. Para lograrlo utilizas palabras claves para entender más la densidad verbal de los poemas de Bracho.