Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Clara Anette Benengalli, El hombre que amó a Matilde Urbach, traducción y prólogo de Rafael Antúnez, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2024, 250 pp.

 


El hombre que amó a Matide Urbach es, esencialmente, un libro que relata ciertos pasajes de la vida amorosa de Jorge Luis Borges. Para dar cuenta de ellos, Rafael Antúnez recurre a un artificio cervantino que nos hace reflexionar no solo acerca de la noción de autoría, sino también sobre las formas que cobra la ficción para asaltar la realidad: introduce una suerte de Cide Hamete Benengeli que pueda asumir la creación del manuscrito que da lugar al libro. Antúnez, bajo esta lógica, no funge sino como un modesto prologuista y traductor.

La impronta del famoso historiador arábigo cobra lugar en la escena literaria contemporánea bajo el transparente nombre de Clara Anette Benengalli, escritora portuguesa que, por medio del poeta Ramón Rodríguez, conoce al escritor xalapeño Rafael Antúnez, quien se encargará de traducir, además de editar, un libro muy peculiar que la autora concibió primero por encargo y luego por convicción propia: un libro sobre los amores de Borges.

A diferencia de aquel narrador castellano del Quijote que por medio real compra unos antiguos cartapacios en la calle de los mercaderes judíos de Toledo, Rafael Antúnez sí llega a conocer a su Benengali, e incluso a compartir caminatas y charlas sobre literatura por el paseo de los Lagos. Se ofrecen relativamente pocos datos, por lo demás peregrinos, acerca de cómo surgió la amistad primero con Ramón Rodríguez y luego con Antúnez. Se dice, apenas, que Ramón la conoció en el puerto de Veracruz, cuando él era maestro de medicina y ella venía a dar una conferencia en la que el poeta fue el único asistente. En todo caso, el perfil esbozado basta para cautivar la atención.

En el texto que hace las veces de prólogo, intitulado precisamente, “¿Quién fue Clara Anette Benengalli?”, se ofrece al lector una breve pero clara imagen de esta desapercibida y desaparecida autora, entre cuyas extravagancias destaca haber trabajado como redactora de obituarios y biografías de celebridades de toda índole, no obstante, sin consultar fuentes e incluso inventando “méritos y miserias” que el personaje nunca tuvo. En palabras de Ramón, la Benengalli era, al parecer, un poco “afecta a ensanchar la verdad con algunas inexactitudes”. Si bien este pequeño descuido le costó aquel trabajo, Clara Anette siguió buscándose la vida con clases de portugués, traducciones y otros trabajos, entre los que se cuenta el mencionado ensayo por encargo sobre Borges, una suerte de tesis o reportaje sobre los amores del escritor argentino que, con el paso del tiempo, iría transformándose hasta mudar en una crónica novelada, un mamotreto de medio millar de páginas que era rechazado sistemáticamente por los editores. Pese a haber sido destinado al fuego, el germen de la obra persistió y Benengalli hizo una segunda e incluso una tercera versión hasta constituirse por fin en la versión que lega a Rafael Antúnez, la misma que él presenta traducida y editada, la misma que aquí reseño.

Acaso sobra decir que así como Benengalli es claramente un producto de la invención y, en gran medida, de la tradición literaria, muy probablemente Matilde Urbach no sea más que una invención de Borges, un nombre que anda suelto, sin portadora ni domicilio, renuente a la referencialidad. En efecto, todo indica que esta mujer no tiene asidero en la realidad más allá del dístico que la nombra, aparecido por vez primera en 1960 en El hacedor: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”. Dicho sea de paso, el mismo dístico, atribuido a Gaspar Camerarius, que sirve de primer epígrafe para este libro.

Pese a que no faltó quien quisiera encontrarle o fabricarle bibliografía, como el escritor español Juan Bonilla (que falazmente la ubicó como protagonista de la novela Man with four lives, de William Joyce Cowen) o incluso quien le hiciera una canción, como el cantautor, también español, Javier Krahe, lo cierto es que Matilde Urbach constituye más bien un nombre vacío, sin rostro, que, no obstante, bien podría ya considerarse el epíteto de la mujer que nunca se alcanza. Cabe aquí recordar que la broma que en su blog personal hiciera Juan Bonilla alrededor de este esquivo personaje pronto se salió de control y fue demasiado lejos. Sin que él desmintiera y nadie pusiera en tela de juicio ni consultara la fuente, su falacia se tomó tan en serio y se repitió sistemáticamente de tal forma que llegó a colarse como dato verdadero en una cita al pie en la edición de las Obras completas de Borges, publicada hace años por Emecé. Sin entrar en mayores detalles, una vez más comprobamos cómo la ficción puede irrumpir en la realidad y dejar una marca en ella. Ahora, que si de invenciones se trata, para el genio argentino la figura de la mujer fue quizá la mejor, pero también la más esquiva de todas. Como creía Clara Anette Benengalli, la mujer perseguida a lo largo de la vida era apenas un sueño.

Una vez sentadas las bases de la fabulación de autoría en el El hombre que amó a Matide Urbach, se abre para el lector una relativamente morbosa pero amena relatoría pormenorizada de las conquistas o, mejor dicho, los intentos de conquista del escritor argentino. En el fondo, estas no son sino el mismo y vano intento repetido, con las mismas estrategias gastadas de por medio (entre las que destacaba una invitación a escribir un libro en coautoría, escribirles prólogos o dedicarles un poema) y, desgraciadamente, con el mismo sufrimiento y desengaño al final. Y para su desdicha, Borges, como bien se adelanta desde las primeras páginas, “fue un hombre que no aprendió de sus desengaños”, al menos el Borges enamorado. Por lo demás, las mujeres mencionadas en el libro, cuyas fotografías no faltan, resaltan invariablemente por su belleza, su clase o su talento.

Acaso, para ser más precisos, podría hablarse, en vez de conquistas, de una relatoría de sus enamoramientos más significativos. De cualquier modo, para dar cuenta de toda esta serie de enamoramientos con nombre y apellido, se recurre tanto a fragmentos de su obra, que los refieren de manera directa, como a los testimonios y fuentes más cercanas al poeta. Es precisamente en virtud de lo anterior que este libro firmado por Benengalli puede ser considerado (más que novela o pieza de cotilleo) un centón, es decir, una obra literaria construida con fragmentos de otras obras. Se refiere, por ejemplo, entre muchas otras cosas, un apunte del diario de Bioy Casares a propósito del sufrimiento de su amigo: “Dice que está enamorado; un síntoma; basta que se la nombren para sentirse desdichado”. Se refería en específico al caso de María Esther Vásquez, no obstante, era lo mismo con todas. 

Enamorado, no importaba realmente de quién; los síntomas, las tácticas, el final, salvo excepciones con ligeras variantes, siempre conformaba la misma puesta en escena. Ciertamente la lista de amadas es larga y relativamente diversa como un catálogo, pero los resultados, por desgracia, se reducen a un solo: la declinación frente a la propuesta matrimonial. Este fracaso es reiterado y puede nombrarse de muchas formas: el rompimiento con la jovencísima Concepción Guerrero; el rechazo de Norah Lange, que prefirió a su rival poético Oliverio Girondo; la negativa de Wally Zenner; la descortesía de Silvina Bullrich; el arrepentimiento de Cecilia Ingenieros. En fin, con algunas variantes, el penoso patrón se repetía prácticamente con las mismas señas y bajo el mismo sino. Sin mencionar, por otro lado, el propio descaro del poeta, capaz de querer a dos mujeres al mismo tiempo, o bien de cortejar primero a una hermana y, luego del rechazo, seguir sin pudor con la otra, como le sucedió con Norah y Haydée Lange, o con Cecilia y Delia Ingenieros.

Dicho sea de paso, nadie puede asegurar que todo lo ahí referido es completamente fiel a la verdad. No obstante, pese a la ya mencionada afición de Benengalli por ensancharla con inexactitudes, todo indica que la verdad en este libro se halla a buen resguardo. No hay divertimentos o exabruptos sacados de la manga, como el de Juan Bonilla (o al menos aún no los detectamos). Salvo ciertos modos de contar, más o menos trágicos, más o menos cómicos, algunos énfasis, astucias e ironías, tal parece que el relato total que conforma la serie de los episodios no da lugar a la mentira. Por lo demás, habrá nombres y situaciones que resalten más que otros, no siempre por los mejores motivos.        

En esta serie de enamoramientos es digno de mención especial el caso de Estela Canto, a quien Borges dedicara “El Aleph”. Estela fue, sin duda, uno de los amores más significativos del poeta. Ella tenía veintiocho y él cuarenta y cinco cuando se conocieron. Y aunque hubo convergencias literarias, las diferencias fueron más fuertes que las lecturas en común. En realidad, lo que pasaba era se miraban de distinta manera. “Me quería —revela Estela—. Yo lo admiraba intelectualmente y gozaba con su compañía”. Además, ella pertenecía a un estrato social diferente al de las mujeres que Borges solía frecuentar. En el libro se rescata una cita de la obra de Estela Canto, Borges a contraluz, donde se aprecia esa diferencia en tanto se revela el estereotipo de mujer del que el poeta era cautivo: “Las mujeres que trataba Borges eran por lo general señoras muy católicas, desdichadas en su vida matrimonial, que se consolaban practicando actividades artísticas o filantrópicas, o doncellas, ya no jóvenes, con algún noviazgo fallido detrás. Eran mujeres cultivadas, amables y convencionales. En cambio, yo tomaba muy en serio lo que leía, lo aplicaba literalmente a la vida”.

Estela Canto no veía a Borges precisamente como un prospecto romántico. Al parecer le gustaba todo lo que él no era. Y Borges, en general, no veía en la amada, ni en ella ni en nadie, sino lo que él quería ver. De cualquier manera, cuando le propuso matrimonio, Estela responde: “Lo haría con gusto, Georgie. Pero no olvides que soy una discípula de Bernard Shaw. No podemos casarnos si antes no nos acostamos”. Una lástima para Georgie. Es por todos conocido el horror o, por lo menos, el desapego que por el sexo sentía Borges. “La realización sexual era aterradora para él”, se lee en el libro. Con independencia de las razones que se puedan especular para explicar tal aversión, sopesadas en una nota al pie, Borges nunca accedió a dar ese paso y tuvo que conformarse con un amor desesperanzado frente a una mujer que, entre todas, muy posiblemente fuera el mejor partido.

Paradójicamente, la mujer que no merecería mención alguna es la que sí aceptó ser su esposa. Su nombre era Elsa Astete Millán. Borges la conoció en 1927, por intermediación de Pedro Henríquez Ureña, cuando ella era apenas una jovencita. Como era de esperarse, rechazó en primera instancia la proposición del poeta. No fue sino hasta cuarenta años después (realmente cuarenta) que Elsa vuelve a aparecer para retomar aquella propuesta matrimonial. Así, “por vez primera en su ya larga vida”, el poeta encuentra su tan anhelada respuesta sin saber que esta sería un pasaje de entrada hacia un desencuentro continuo y miserable. El lector interesado podrá consultar en el libro los pormenores que desde ya podrá sospechar. Por ahora, baste señalar que Elsa era todo lo opuesto al tipo de mujer que el escritor había cortejado. Nunca fue una intelectual y tampoco supo dimensionar ni integrarse a la vida literaria de Borges. Ella se había casado, más que con el hombre, con su fama. En consecuencia, ese matrimonio siempre marchó mal. “A usted no le toca verlo debajo de las sábanas”, nos habría respondido ella ante cualquier cuestionamiento. Sea como fuere, quizá lo que más sorprenda de todo este pequeño drama es el hecho de que Borges no pudo ver cómo lucía la mujer con la que contraía matrimonio en el año de 1967.  Para ese entonces ya había perdido la vista. Si bien ella se casó con la fama del poeta, Borges quizá se casó con el recuerdo que de la joven Elsa quedaba en su memoria.

Más allá del cotilleo y la nómina de mujeres que desfilan por sus páginas, uno de los discretos aciertos de este libro es poner sobre la mesa una pregunta que indaga en cómo construyó Borges su imagen del amor. Pero ya no solo el Borges enamorado, sino, específicamente, el Borges ciego. Para dar respuesta, Antúnez, siempre a través de la fabulación autorial de Benengalli, responde con una reflexión que nos sustrae por un momento de los amores del poeta para arrojarnos por un momento a la cotidianidad de los nuestros: “¿Cómo construye la imagen de su amor un ciego? A él, a diferencia de nosotros no le está permitido construir la imagen a partir de un rostro. El oficinista que se ha enamorado de la dependienta de una papelería solo conoce una parte de su amada, la que el mostrador detrás del cual despacha, le permite ver. Tampoco conoce su voz, pues solo la ve a través de la vidriera camino del trabajo […] Después el trabajo, las horas, el mundo gris con los compañeros de oficina… sólo posee el recuerdo de la muchacha sonriente mientras despacha diligente los pedidos; ella, de quien ni siquiera sabe el nombre, pero la ve, la podría reconocer en cualquier sitio. La muchacha puede ser cualquier cosa: dependienta en un banco, bibliotecaria, periodista, maestra de escuela, mesera en un café, cantante de ópera… es un rostro en un afiche visto cada mañana en la estación del metro, a veces el rostro está acompañado de una voz, a veces de un nombre, a veces solo es un fantasma que se aparece en nuestra vigilia, un mundo contenido en una palabra: ella; pero sobre todo es una imagen: ojos, nariz, cabellera… En cambio el ciego está condenado a construir la imagen con otros elementos: la voz, la tersura de la mano cuando la saluda, el sonido de su risa… puede, sí, preguntar a los otros, pero no confía en ellos, en su gusto, ellos no la conocen ni la ven como él. Por otra parte, él (me refiero a Borges) ya la conoce perfectamente. En la unánime noche de su ceguera la ha construido pieza a pieza, por años ha ido confeccionando la figura de la amada con la ciega convicción de que existe”.

Con disculpa por la extensión de la cita previa, creo que vale la pena retomarla, toda vez que nos lleva a transitar, con palabras y ejemplos sencillos, el misterio y la desgracia que simultáneamente implica toda atracción romántica, configurada, comúnmente, en virtud de las facciones específicas de un rostro o de una silueta inconfundible. No obstante, hay que notar que, visible o no, sea cual fuese el detonante, nunca cesamos de construirnos una imagen del amor en torno a alguien, incluso si no podemos ver a esa persona. Para Borges, a su modo, no fue distinto. Incluso cuando lo alcanzó la bruma de la ceguera, él, que durante su juventud fuese tan susceptible al atractivo físico, pese a no no poder ver a esas mujeres donde quiso ubicarlo, no pudo ser inmune al amor y siguió construyendo su imagen casi como una condena.

Para finalizar, creo que otro de los méritos de este libro es recordarnos que la vida y obra de Borges no siempre estuvo acaparada por María Kodama. Aunque está presente en el inicio y en el final del libro, y se le conozca por ser el genuino amor correspondido del poeta, las páginas intermedias se deslindan de ella casi por completo y nos transportan al tiempo en que Borges se vio cautivado por mujeres como Norah Lange o Cecilia Ingenieros, y más tarde como la carismática María Esther Vásquez (autora de Borges: esplendor y derrota), Ulrike von Külmann (posiblemente el trasunto de ”Ulrica”) o Alicia Jurado (quien luce muy guapa en las fotos y, a su vez, deja en sus apuntes un bello retrato de Borges). Cada una dejó su rastro en la biografía o en la obra del poeta, sin olvidar, por supuesto, a aquella mujer que aparentemente fue el modelo de Beatriz Viterbo y Teodorina Villar: Elvira de Alvear. Ella era hija de un hombre rico y se dedicó a gastar su dinero y a escribir versos olvidables. En todo caso, constituye un pasaje notable de la vida del poeta que Antúnez había ya abordado en uno de los ensayos que conforman su libro previo, La muchacha del verano. De alguna manera, en Matilde Urbach sigue latente el simbolismo de aquella muchacha que, cual sigiloso fantasma, recorre las islas de los hombres deseantes, sin importar si es verano, otoño o invierno. 

Siempre perfectible, pero cumpliendo el cometido, se agradece a Antúnez y, por supuesto, a Benengalli, esta indagación que abona al morboso cotilleo de los lectores de Borges que, si bien conocemos la fortuna que tuvo en cuestión de mujeres, no siempre estamos enterados de semejantes pormenores. El libro, en suma, es una afortunada ventana a la intimidad más frágil del genio literario. Y en lo personal, me quedan al final dos certezas. La primera, concentrada en una frase del propio Borges, reza: “una persona que está enamorada ve a la otra tal como Dios la ve, es decir, la ve del mejor modo posible”. La segunda, es la certeza de que la mujer que Borges buscaba en sus conquistas fallidas siempre fue un invento suyo, uno que nunca pudo hallar su referente en los rostros de la realidad, pues todas las mujeres que Borges persiguió y cortejó fueron siempre, sin saberlo, la misma mujer, Matilde Urbach.

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