Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Sara Mesa, La familia, Anagrama, Barcelona, 2022, 232 pp.


La familia es una novela coral escrita por una autora que quiso ser pintora y que ha adquirido el hábito de limpiar los pinceles, en cada párrafo, para no embadurnar lo escrito. Este libro se suma a una obra construida sobre un universo muy personal y con una voz narrativa apoyada en una prosa precisa, aguda y sin artificios. Las obsesiones literarias de Sara Mesa suscitan variaciones acerca de los mismos temas. En Cicatriz, Cara de pan o Un amor, por citar solo algunas de sus novelas, ya había creado un buen número de personajes con gusto por el enmascaramiento. Estas criaturas deambulan por los márgenes y huyen de la domesticación. En ellos, la soledad y la fragilidad conviven con la depravación, como la luz se entremezcla con las sombras. Las tramas de las ficciones de Sara Mesa nos recuerdan que la curiosidad mata al gato; que el voyeur descubre la doble vida del que ama la Ley en lo público y la pervierte, con culpa, en lo privado; y que el cleptómano no ama el objeto robado, sino el acto subversivo de arrebatar lo que un día se le negó. Esta escritora abomina de los absolutos, repudia los linchamientos sociales y defiende la presunción de inocencia de los chivos expiatorios de turno. Todos estos elementos, presentes en sus anteriores libros, reaparecen en esta novela, pero con un rasgo aún más opresivo: la familia es el núcleo y el hogar, el espacio que corta el aire. 

Arranca el texto con un breve capítulo, narrado en segunda persona y tono onírico, gracias al cual los lectores se cuelan en la casa habitada por Padre, Madre, sus tres hijos (Damián, Rosa y Aquilino) y Martina, la adoptada, recogida e inadaptada. Al haber vivido sus primeros años alejada de ese entorno asfixiante, Martina siente, con más claridad que el resto, el castrante poder omnívoro del Padre. Este libro desmonta el ideal de la familia como refugio y sostén –nos recuerda a otras novelas recientes como Qué hacer con estos pedazos, de Piedad Bonnett, reseñada en Criticismo 48–. Se está produciendo un retorno, en versión atemperada, a la tradición clásica de la familia como campo de batalla donde sobrevive el más fuerte. Las luchas más encarnizadas por detentar el poder se dan entre individuos que comparten lazos consanguíneos: Saturno (Cronos) devoró a sus hijos; los dioses olímpicos, Zeus entre ellos, se merendaban sin pestañear a quienes amenazaran su supremacía; Agamenón no tembló al sacrificar a Ifigenia; Layo, alertado por el oráculo de Delfos, ordenó matar a Edipo, el hijo que había tenido con Yocasta, y etcétera, etcétera, etcétera. Sara Mesa se inserta en una tradición menos sangrienta, más sutil: la familia es el marco donde las personas que se quieren se hacen daño y donde, sin remedio, al modo trágico de Esquilo, cohabita el deseo con el dolor. Si la historia de la literatura se arma por acumulación, en los sustratos del último libro de Sara Mesa yacen La metamorfosis de Kafka y La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca, porque ¿qué respuesta dar cuando el Yo se siente amenazado por la institución familiar? ¿Qué hacer cuando se repite hasta la saciedad que los trapos sucios se lavan en casa? Y de lo sucio (del estigma) no se habla. Esos trapos sucios forman parte de la identidad y la identidad no se expone: airear las taras equivale a iluminar el punto débil, el talón de Aquiles.

Lo que causa estupor en el universo propuesto por Sara Mesa no es lo extraordinario, sino la machacona repetición de las dinámicas de poder en lo ordinario. Desde la elección de los nombres, la escritora genera una atávica inquietud. El Padre se llama Damián, que deriva del griego Δαμιανός (‘domador’); el hijo mayor, también Damián, siente una distancia entre él y su nombre, una incomodidad, una mirada reprobatoria del padre por no cumplir con su destino (el de domar); al hijo menor, el único que consigue sortear las arbitrariedades del Padre, le ponen el nombre de su abuelo paterno, Aquilino (de águila o Ave Fénix). Aquilino rompe con la tradición, cuando pide que lo llamen simplemente Aqui para evitar las rimas befas que le dedican en la escuela: “Aquilino, tríncame el pepino”. Para el Padre esas burlas son una afrenta a la estirpe y, por eso, accede a la mutilación del nombre de una figura de autoridad. Aquilino gana el pulso a su padre como se lo había ganado a una maestra. Un día, la docente explicó a sus alumnos el poder de la unión social (familiar) valiéndose del relato de las ramas atadas: una rama aislada se puede quebrar fácilmente, no así un manojo de ramas unidas entre sí. Ante esta argumentación, Aqui levanta la mano e interviene en el asunto:

Yo quiero hacer una pregunta, dijo. La que quieras, respondió la maestra viéndoselas venir. Las ramitas que se quedan apretujadas en medio del manojo, ¿no se asfixian? La maestra suspiró. ¿A qué te refieres, Aquilino? Sabes de sobra que las ramas no respiran, así es que difícilmente pueden asfixiarse. Aqui esbozó una sonrisilla sabihonda. Pero es como si fueran personas, ¿no? Cada ramita es como una persona, eso es lo que había que imaginar, ¿no? Si son personas por separado, también son personas cuando están atadas. Por eso, a las que se quedan en medio les falta el aire… y se pueden morir.

Para adentrarse en la narrativa de Sara Mesa, vienen al hilo dos ideas de Flannery O’Connor, una de las escritoras que más admira: “1.-En la escritura de ficción, salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas. 2.-Un cuento compromete, de un modo dramático, el misterio de la personalidad humana”.

Los personajes arrastran y determinan la acción. Ellos comban el arco dramático. Las contradicciones de las criaturas de ficción (como las de los seres de carne y hueso) aportan la sal y la pimienta; son el detonante y lo que provoca el enmarañamiento y desenmarañamiento de la trama. El Padre adora a Mahatma Ghandi, el hombre, el mito, el abogado precursor de la independencia de la India, el gurú de la desobediencia civil, de la no violencia. Paradójicamente, cuando Aqui se burla de su dios se genera el único acto de violencia física del Padre sobre uno de sus hijos. El niñodibuja a Ghandi con cuerpo de camarón, le coloca unas lentes redondas,y titula a su caricatura “Gambi”. Tan pronto como se lo enseña al Padre, este “le cruzó la cara de un bofetón”. Sin embargo, ese guantazo –muestra de la cólera del pretendido héroe– no perturba tanto como la telaraña de reglas que teje el Padre para mantener bajo su control a la Madre –quizá, el personaje más trágico y doliente de todos los que circulan por estas páginas, aunque se llame Laura (laurel, victoria)–; a sus tres hijos y a todos cuantos se insertan en su Proyecto. Cuando Martina –cuyo nombre viene de Marte (guerrera)– es sorprendida con un diario, que puede cerrar con llave, el Padre la sermonea:

Una cosa es el deseo de mantener a salvo la intimidad, lo que es muy comprensible, y otra es que nos andemos con secretos. Los secretos nunca son buenos. Al revés, son nocivos, se usan para tapar asuntos feos. ¿Por qué si no son secretos? Es mejor no tener nada que ocultar, ir con la cabeza alta y no esconderse.

–Pero si yo no me escondo…

–Me alegro, porque, si te soy sincero, a mí me encantaría leer lo que escribes.

Las reprimendas condescendientes dañan más que un golpe seco, fruto de la ira. El padre articula su poder a base de microviolencias agresivo-pasivas. Lo hace gota a gota, hasta que permean y transforman a quienes considera sus satélites. Su hija Rosa florece a la par que afila sus espinas: su rebeldía la desgarra. Sería fácil caer en la tentación de señalar al padre como villano, pero Sara Mesa no comete errores de ese tipo. En su mundo narrativo no caben los polis buenos y malos. Su poética comulga con la siguiente frase de Henry Wadsworth Longfellow: “si pudiéramos leer la historia secreta de nuestros enemigos, encontraríamos en la vida de cada hombre un dolor y un sufrimiento capaces de desarmar todo atisbo de hostilidad”. Ella bucea por las vidas secretas de sus personajes y hace de la elipsis, del hueco, una forma de contar.

De lo anterior, se deslinda la estructura que propone en La familia. La autora, que quiso ser pintora, construye su novela como un lienzo que sigue la técnica del puntillismo o del divisionismo. Sustituye los puntos por cadenas de palabras. Cada punto por separado (cada uno de los catorce capítulos que configuran la novela) se concibe aisladamente, pero con la misión de formar un cuadro final, donde todas las piezas se acomodan en torno a agujeros de silencios y a huecos de ausencias. Es decir, La familia es el croquis de, digámoslo así, un queso Gruyère. Este efecto se consigue porque los capítulos no siguen ningún orden cronológico en cuanto a la historia familiar; ni respetan un patrón que determine cuándo se concede voz a qué personaje. El orden de los capítulos no altera el producto, si exceptuamos la necesidad de dejar en su sitio el principio (La casa) y el final (La rendijita). Esto equipara la novela con la estructura de la vida misma, donde solo tenemos la certeza de que nacemos y morimos (o que nacemos para morir). Poco más.

La ambición estructural de este libro es a un tiempo su fortaleza y su debilidad. Al igual que se le atribuye a Gustave Flaubert la frase “Madame Bovary, c’est moi”, Sara Mesa ha confirmado que, en cierto sentido, ella es los cuatro niños de La familia. La esquizofrenia de ser cuatro, y estar en cada uno de ellos por completo, produce algunas digresiones entre autora, narrador/a y personajes de tal manera que la novela coral, por instantes, se diluye. En una entrevista que concedió a El País, Sara Mesa reveló: “mi imaginación consiste en interpretar. Interpreto papeles. Como una actriz”. Siguiendo este símil, y pensando en las técnicas de actuación, algunos lectores detectarán que la actriz que escribe (interpreta)se sale del personaje en momentos puntuales. Esto provoca la ruptura de lo que Coleridge llamó la suspensión de la incredulidad y ya no vemos a Martina, Damián, Rosa o Aqui, sino a Sara Mesa. Quizá debe ser así y no de otra manera; después de todo, la autora tiene la potestad de asomarse por las rendijas de su obra, observar el curso de la trama e incluso guiar a algún lector descarriado, si así se le antoja, por los pasadizos que unen los agujeros de su queso Gruyère.  

Si Gregorio Samsa observaba a través de la rendija de su puerta lo que ocurría más allá de su recámara, Sara Mesa se esconde con sus personajes en el interior lúgubre de un armario y contempla con curiosidad las contradicciones de un hombre en soledad. Los misterios de la personalidad humana son la gasolina de la creación: autora y personajes bucean buscando sus historias secretas. La manera de contarlas o de callarlas se llama voz y la de Sara Mesa –por su pericia y su respeto al oficio de escribir– hay que leerla con detenimiento.   

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