Aphra Behn, El emperador de la luna, Aquelarre Ediciones, Xalapa, 2024, 144 pp.
La figura de la escritora inglesa Aphra Behn (1640-1689) aún constituye un gran vacío en el ámbito de la crítica y los estudios literarios, sobre todo no anglosajones. Su obra, aunque copiosa, ha sido descuidada, en parte, por motivos de género. Es sabido que durante el siglo XVII tenía poca cabida en el mundo literario la escritura producida por mujeres. Pese a esto, la autora inglesa logró hacerse espacio en esta reducida esfera. Otra causa es que la moral de los siglos XVIII y XIX, en algún sentido más puritana que la de centurias anteriores, juzgó licenciosa parte de la obra de Behn. Virginia Woolf, en uno de los pasajes de Una habitación propia, resalta la importancia de su legado e invita a las mujeres que aspiran a dedicarse a la escritura profesional a dejar flores sobre su tumba, como muestra de agradecimiento por haberles allanado el camino. Esta recuperación tan afortunada, si bien no ha revertido por completo el olvido, sí ha contribuido a que gradualmente los lectores regresen a los textos de Behn, en especial a sus novelas y dramas.
En la línea de estos últimos se ubican diecisiete obras, de las cuales, como menciona Anaclara Castro, al menos media docena gozó de gran éxito. Entre las más famosas se encuentran El amante holandés, El exiliado (partes I y II), La oportunidad afortunada y El emperador de la Luna. La “dama estrella” —traducción de su seudónimo en latín, Astrea—, publicó esta farsa en 1687 y meses después fue llevada al teatro. La obra versa sobre los acontecimientos que ocurren a un pseudocientífico, el Doctor Baliardo, quien está convencido de la existencia de vida inteligente en la Luna y que, en un necio afán por casar a su hija Elaria y su sobrina Bellemante con habitantes selenitas, instaura en el espacio doméstico una especie de régimen dictatorial. Imposibilitadas para salir e incluso interactuar con gente de fuera —menos aun con varones—, los enamorados de estas dos damas, Cinthio y Charmante, se ven en la necesidad de urdir un plan para hacer creer a Baliardo que ellos son el emperador y el príncipe de dicho cuerpo celeste, y que han descendido a la Tierra con el único propósito de desposarlas. Baliardo es en lo subsecuente burlado por los cuatro jóvenes, que preparan multiplicidad de estratagemas, falsos discursos, disfraces y escenografía para dar vida a la mentira. A ellos se une, aunque por sus propios intereses, el sirviente Scaramouch, que se encuentra enamorado de Mopsophil, la cuidadora de Elaria y Bellemante. A lo largo de la obra, se disputa el amor de esta dama con Arlequín.
El emperador de la Luna, cabe destacar, se escribió en el contexto de la Revolución Científica y, en especial, de grandes avances astronómicos. Como consecuencia de este auge, caracterizado por la búsqueda activa de conocimiento y la aceptación sistemática del método científico, fueron publicados multitud de libros especulativos que planteaban viajes interestelares y la supuesta existencia de vida fuera de la Tierra. Baliardo, ávido lector de estas ficciones, inevitablemente se contamina, “hasta el punto de discutir con toda solemnidad sobre los habitantes [de la Luna], su forma de gobierno, sus instituciones, leyes, costumbres, religión y constitución, cual si fuera un Maquiavelo crecido y criado en la Luna”, como expresa su hija. Es justo de esta credulidad de la que todos en su casa toman ventaja como medio para satisfacer sus deseos. De allí derivan una serie de sucesos verdaderamente cómicos que, en más de una ocasión, suponen la ridiculización de los personajes y de sus absurdos, pero jocosos intentos por mantener el engaño. Pongo énfasis en los malentendidos de Elaria y Bellemante con sus enamorados, en las veladas insinuaciones contenidas en ciertos diálogos —como las referencias a lo fálico en el telescopio del doctor—, en la perspicacia de Arlequín y las intervenciones de Scaramouch, personaje que dota a la obra de gran viveza. Las situaciones exageradas, los personajes y sus actos que rayan lo grotesco, el travestismo, así como los diálogos ágiles y desvergonzados, rasgos propios de la commedia dell’arte, se conjuntan para ofrecernos una obra dinámica y entretenida con la que, por otro lado, el lector familiarizado con la comedia de los Siglos de Oro (Lope de Vega, Calderón de la Barca, la propia Sor Juana) encontrará no pocos paralelismos.
Es preciso comentar que, además de la intención de entretener, en este texto se advierte una punzante crítica a los fanáticos de la ciencia que a menudo se consumían en la tarea de encontrar pruebas tangibles a partir de postulados filosóficos y que, de igual forma, tergiversaban lo escrito por diferentes autores, a la vez que combinaban la ciencia, la alquimia, la astrología y el esoterismo con el supuesto fin de expandir su entendimiento. Baliardo es engañado y humillado por este absurdo fanatismo, devenido en obsesión, que profesa hacia el satélite natural y los que cree son sus habitantes. Por ello, al darse cuenta de su error, quema todos sus libros, en un evidente guiño a la destrucción de la biblioteca de Alejandría: “que no queden más que cenizas y que el viento disperse esas contagiosas y monstruosas mentiras”.
Resalto, por último, la labor de Anaclara Castro Santana y Ariadna Molinari Tato como traductoras de esta obra fundamental, así como el esfuerzo de Aquelarre por presentar esta cuidada edición que promete aproximar a los lectores en español a la genialidad de Ephra Behn y contribuir a subsanar un hueco en nuestro panorama literario.