Nicolás Medina Mora, América del Norte, Soho Press, Nueva York, 2024, 480 pp.
América del Norte es la primera novela de Nicolás Medina Mora. Aprieto con premura el argumento: relata las peripecias de Sebastián Arteaga y Salazar, joven miembro de la élite mexicana que decide probar suerte en los Estados Unidos. Ahí vivirá la experiencia de América del Norte. La experiencia de Sebastián, desde luego, no es la misma que sufre la mayoría de los migrantes mexicanos. Nuestro héroe persigue asimilarse al gratin estadounidense —gozar del libre tránsito y de una despreocupada binacionalidad. Pero no todo es tan fácil como le apetece: Sebastián descubre que, pese a ser quien es, los estadounidenses le regatean este privilegio.
Privilegio: retengamos bien esta palabra porque, para algunos aquí se cifra la flaqueza (de origen) de América del Norte. En el hecho de que, dado su privilegio como migrante, la aventura de Sebastián desmerece frente a la dureza de las otras. Sin embargo, para congoja de los siempre desgraciados, en las páginas de América del Norte se revela una experiencia tan rica como las otras: sí, una ciertamente distinta a la de la mayoría migrante que se bate a muerte cruzando el desierto. Sin embargo, el privilegio de Sebastián no invisibiliza estas tragedias, no por cotidianas menos dolorosas. Antes al contrario, subraya la diferencia entre los dos Méxicos que ha prohijado América del Norte. Tan distintos ellos —trabajadores agrícolas y fabriles, por un lado, profesionales especializados, por el otro—, los hermana la imposibilidad de convertirse en ciudadanos plenos de Norteamérica.
Porque el origen de América del Norte se encuentra en la firma del Tratado de Libre Comercio. Sebastián y el arco de su vida atraviesan todos esos años: pertenece a la generación de finales de los años ochenta y su padre, como si hiciera falta, forma parte de la generación de políticos mexicanos que hizo posible el acuerdo. Es un cosmopolita desde la cuna —criado entre ropa extranjera y música en inglés, como todos los nacidos en esa década. Pero como hijo pródigo de esa generación, es bilingüe y orgulloso de su mexicanidad. Un criollismo de vieja raigambre que defiende su sofisticación —enclavada más en Nueva España y el México Independiente, que en el del siglo XX— frente a la aridez cultural de la norteamérica anglosajona.
La infancia de Sebastián transcurre en el poniente de la Ciudad de México. Pasada la adolescencia, las ocupaciones de su padre vuelven cada vez más asfixiante la vida en el país. Las ansiedades de la edad encuentran eco en las turbulencias de la también adolescente democracia mexicana. Sebastian decide entonces emigrar. Se matricula en la Universidad de Yale —y ahí comienza propiamente la historia. Es, si acaso cabe precisar, la aventura ya no de un mexicano, sino de un norteamericano en toda regla. Concedámoslo: a diferencia del migrante promedio, Sebastián y los suyos no acuden al norte a sobrevivir. Asisten a realizarse —y, en todo caso, a vivir de primera mano la ambigüedad del proyecto norteamericano. Carlos Salinas tuvo un sueño en Davos: la creación de un mercado común de alrededor de 500 millones de personas. Lo alcanzó bajo concesión (no habría integración laboral). Éramos iguales — compartió alguna vez conmigo un embajador inmiscuido en las negociaciones— pero no tanto. Del mismo modo, con la misma ambivalencia tan típicamente estadounidense, Sebastián se enfrenta a un país que ignora cómo tratarlo. No es ni estadounidense ni español ni mexicano; ni blanco ni indígena ni indio; ni wetback, ni suplicante ni menesteroso. ¡Es norteamericano!
Sebastián, sin embargo, desliza su propia respuesta. Personalísima como toda réplica existencial debe serlo, puja por una nueva categoría en el cuadro de castas mexicano: la de los austrohúngaros. Y él pertenece a ella. Se trata de una clase gobernante que se remonta a los periodos novohispano, independiente y aún del segundo imperio. Una élite liberal e ilustrada que, como el malhadado Maximiliano, se muestra orgullosa de su pasado y bienhechora de su pueblo. Poco antes de morir, en una de las escenas más bellas de la novela, el jóven Sebastián acude al lecho de muerte de su abuelo a anunciar su apostasía: terminar por educarse en New Haven, estudiar literatura y convertirse en norteamericano. Don Raúl, el abuelo, habría preferido una educación francesa y una profesión liberal como el derecho —o finanzas, en última instancia. Por eso, en su último estertor amonesta al nieto: “remember you are mexican”.
Sin embargo, como el Habsburgo de nueva cuenta, Sebastián padece de irrealidad —y acaso de candidez. Concluidos sus estudios universitarios y, tras ejercer fugazmente el oficio periodístico, se muda a Iowa a cursar un célebre programa de escritura creativa. El Iowa Writers’ Workshop fue el primero en su género en los Estados Unidos; con todo, no es Yale y su ambiente es más agreste. El talento y las acciones afirmativas han dado cabida a un mundo de mayor heterogeneidad donde Sebastián no hace otra cosa que confirmar su propia naturaleza bicéfala. Para los nuestros, como Mayeli Revueltas, estudiante mexicoamericana que ha padecido la verdadera pesadilla migrante, Sebastián no ha de ser mexicano por poder adquisitivo, educación y linaje. Para ellos, los estadounidenses, como Ryan Mosley y Zoraya Fields, estudiantes del propio Sebastián (lumpen y decolonialista, respectivamente), tampoco es mexicano porque no abraza sus pulsiones subalternas.
Avienen todos ellos en que Sebastián es mexicano por exceso y, a la vez, por deficiencia: es austrohúngaro. Para unos, nuestro héroe es demasiado blanco —por usar su propia jerigonza— y, por tanto, resulta injusto que porte el gafete latinoamericano frente al mundo. Para los otros, por su parte, también es blanco pero esta condición se revela inexplicable por fisionomía y origen: “The Americans had let me go to Yale because they wanted me to become a translator, a go-between. I was supposed to go back to the capital, leverage my last name into a position in the highest levels of government, and advocate for American interests. Instead, I held on to my visa as if for dear life. And now I’d given it away in hopes of becoming a writer. I lay down on the couch but couldn’t sleep. My earliest memories were of watching American films, coveting American toys. The band I formed with my high school friends had played covers of American songs. For better or worse I was a child of NAFTA”.
Porque, en la ceguera de todos ellos, Sebastián es del todo indescifrable: olvidan que en tiempos postcapitalistas las nacionalidades y el multiculturalismo palidecen frente a los alcances del capital. Las Naciones Unidas se han cansado de insistir: el migrante sufre cuando su alforja se encuentra desprovista de dinero. Decepciona, aunque nunca sorprende, que los legos de Iowa no hayan reparado en ello en alguno de sus cursos. O peor aún: ¡el syllabus no lo incluía!
La ironía es uno de los ejes de la novela (en algún punto, el narrador anota: “for those of us afflicted with an unhappy consciousness, is nothing but the cultivation of irony—stood at the center of the plaza, silent while others sang, contemplating history”). Pero el artificio que hasta aquí había funcionado con cronómetro se postra ante el prurito moral. Sebastián es consciente de su privilegio, critica la voracidad de los de su clase y aún se sorprende de que los desposeídos no abracen la franca rebelión.
Sebastián atiende el proyecto de la generación de su padre y está bien al tanto de por qué no prosperó —y la resolución del país de volcarse al populismo. Eso, sin embargo, ya lo sabemos. A eso ha ido a Yale y ha cumplido el encargo con creces: es sensible al México con sed de justicia. Las cuitas que lo aquejan parecen un arrepentimiento de ser quien es, de haber nacido donde ha nacido, de haber escrito lo que ha escrito. Retomo prácticamente ad litteram a Rafael Lemus en su lectura de Paradáis de Fernanda Melchor: es como si América del Norte, al tanto desde siempre de que sería masivamente leída y estaría en el centro de la plaza pública, tomara ciertas precauciones cívicas y rompiera su radical compromiso y cediera un poco ante las demandas de urbanidad de la época. Se cura en salud.
Los mejores momentos de la novela ocurren cuando el prurito desaparece y da pie a un autor valiente que se atreve con denuedo a ser él mismo. Cuando sin olvidar esa sensibilidad que en efecto posee, su contexto lo consume a tomar decisiones de las que se siente asaz insatisfecho: cuando ante el desempleo, descuelga el teléfono para pedir dinero a su padre, cuando sobaja a un estudiante orondamente ignorante, cuando regresa a México y, pese a todo, no se halla a sí mismo. Porque esa es la tragedia de Sebastián —y es bien legítima. El escritor brilla cuando anota con desparpajo: “Such is the way of the world: the rich write novels; the poor just die”.
Ahí están los verdaderos conflictos de América del Norte: en la intimidad de las derrotas personales de Sebastián. En sus conflictos familiares —por no decir existenciales: la muerte del padrino, la defenestración del padre y, denodadamente, la muerte de la madre. Son pasos que empatan con tránsitos vitales —la adolescencia, la juventud, la plena adultez— y que Sebastián abraza, acaso porque no puede hacer otra cosa: así nos atraviesan los hechos capitales de nuestra vida. Hay en esos pasajes una verdadera revelación interior de Sebastián: un volcamiento hacia fuera de la propia tragedia, tan suyo y tan fuerte, que se revela a prueba de vergüenza. Y, desde luego, está la derrota última: el desdén que Norteamérica profesa a Sebastián.
No es ni de aquí ni de allá: es norteamericano. Para el caso, por eso es que América del Norte se escribe en inglés —la lingua franca de la región. Apuesto, en parte por ello, que se leerá con mayor interés en Estados Unidos que en México. Aquí se sentirán agredidos, allá conmiserados: “With the years I came to believe my own charade and convinced myself I had more in common with white Americans than with most Mexicans. As it turned out I’d fooled only myself—not the Mexicans, not the white Americans, and certainly not the US government. There was no denying it anymore: I loved America more than myself, but America didn’t love me back”.
Al problema moral —por ponerle un nombre— que señalaba, le acompaña uno de forma. A la novela ha de permitirse todo: la inclusión de pequeños ensoñaciones y los más doctos ensayos convergen con la inserción de fotografías y el relato puro y llano. Pero eso ya lo sabemos —y hace siglos que deberíamos haberlo asimilado. A nadie ha de espantar esta osadía acaso porque ya no lo es. Ni osado ni novedoso: ¿entonces por qué proceder de esta manera? Las razones de Medina Mora me son ajenas; sus resultados, en cambio, me son transparentes como la región del Valle de Anáhuac: exceso de ciencia social, por estamparlo en términos de W. H. Auden.
Encuentro, por momentos, más ganas de desarrollar una serie de temas norteamericanos que una historia. Menudo problema: Moby Dick es la tragedia de Ahab antes que un tratado sobre arpones y ballenas y disquisiciones sobre el mal y su relación con el color blanco. En América del Norte, por el contrario, la Conquista de México, el barroco, la identidad criolla, el Segundo Imperio Mexicano, la fenomenología de la cantina, la guerra contra las drogas y la biografía de uno de sus perpetradores, la transición mexicana a la democracia, la llegada de Donald Trump a la presidencia, la guerra de 1847, las vidas de José Vasconcelos y Alfonso Reyes: todos estos acontecimientos empequeñecen el periplo de Sebastián. Estorban: se enredan entre sí. En uno de los periodos en que el narrador reflexiona sobre su escritura, lamenta ante su tutora la falta de relación entre tantos temas. Confiesa: parece que la relación entre estos temas sólo es aparente para él. ¡Y vaya que por momentos lo son!
En un hermoso folletín, que parece más un tratado sobre estética que sobre tauromaquia, José Bergamín asegura que el arte verdadero actúa siempre por potencialidad: al artista ha de quedarle por decir más de lo que dice. Medina Mora, por el contrario, muestra todas sus cartas —incluso aquellas que no sirven a la partida. Es la misma razón por la que, fuera del contenido, sobran las experimentaciones formales: la inclusión de los dramatis personae, la inclusión de viñetas y fotografías, la autorreflexividad y el planteamiento de un objetivo ulterior (la identidad propia de lo mexicano). Las vanguardias son siempre como los periódicos: caducan tan pronto como pasa el día. Irina, la tutora de Sebastián, amonesta el peligro que comporta un proyecto de tales pretensiones. Experimentación formal más identidad mexicana: ¡un periódico discutiendo problemas de metafísica!
América del Norte no es, sin embargo, una proeza menor. Como el tratado que la anima, se pierde en el camino de la ambición. América del Norte es el tratado de Medina Mora sobre la idea de Norteamérica: una novela fallida tanto como el de Libre Comercio fue un sueño fallido: una sombra. Pero lo es no por falta de capacidades, sino por moralidad: como quien sin ser victorioso, muestra la generosidad propia del vencedor. ¿Por qué deberíamos avergonzarnos de ser quien somos? Al escritor se le presenta entregarse a este nuevo pecado original; ¿no podría, por el contrario, celebrar un despliegue más horizontal de sinceridad, manía, ironía, horror, mezquindad y humor? En lugar de disculparse, el escritor debería reír, carcajearse y monologar locamente ante el exceso de realidad: determinar su efecto, jugar con ella, regocijarse en ella. Pero dijo Alonso Quijano a un jovial Sancho Panza: “antes se ha de pecar por carta de más que por carta de menos” (Quijote, II, 17). Enhorabuena.