Cristina Rivera Garza, Me llamo cuerpo que no está. Poesía completa, Lumen, Ciudad de México, 2023, 401 pp.
Comenzar esto me supone más de un problema, afortunadamente –para la literatura– todos son personales y ninguno de ellos tendrá la suspicacia de atentar contra las tradicionales y (las no tan) nuevas teorías del arte. Mi primer dilema radica en la categoría de valor, ese sistema de medición ante el cual las literaturas postautónomas se han blindado y el que, como a otros tantos lectores, persigue y condiciona mi forma de leer. Abro el libro Me llamo cuerpo que no está, de Cristina Rivera Garza, buscando hazañas del lenguaje, golpes francos colmados de la violencia social, imágenes que, aún frescas, goteen la insatisfacción de un encabezado nacional. No obstante, sus páginas ponen en jaque, más bien, mi formación. De pronto me sobran las clases de Letras y me hace falta un título de ciencias sociales, políticas, historia; que me vaya –me dice el libro– al exterior a buscar la continuidad del poema.
Me llamo cuerpo que no está se conforma de cinco poemarios que van desde el 2005 hasta el 2015. Una compilación que, en lectura cronológica, demuestra la transformación de una postura ante la escritura poética: de la autorreferencialidad hasta la “imaginación pública”. Es decir, desde las escrituras del yo, donde la vida personal sirve de escenario para cifrar tensiones o problemas sociales, de género, hasta ese concepto de Josefina Ludmer que desnuda autorías y obras de su especificidad para sumirlas en un todo: una “imaginación pública” compuesta de cuanto circula tanto en imágenes como en discursos digitales o impresos para fabricar una realidad de las muchas que pueden ser. Si se contrasta el primer poemario, “Los textos del yo” (2005), con el resto del libro, “La muerte me da por Anne-Marie Bianco” (2007), “El disco de Newton. Diez ensayos sobre el color” (2011), “Viriditas” (2011), “La imaginación pública” (2015) –homónimo del concepto de Ludmer–, se va tornando evidente el deslizamiento: de la experiencia poética enunciada en un yo personal, a la experiencia de un lenguaje que ya no se concibe como habitante y creador del poema, sino flujo, diálogo, incluso residuo, proveniente de un sitio que ya no es otro en tanto sede de las musas y es, más bien, el escenario inmediato que nos resulta familiar: el lenguaje cotidiano, utilitario; las noticias digitales, los blogs, los breves post. La palabra deja de estar capacitada para iluminar las zonas obtusas de la vida personal y se convierte en una rama más de los reportajes periodísticos, del informe clínico o la investigación forense.
El apartado “Libro I: La más mía”, del primer poemario, se trata de una suerte de diario sobre la madre enferma, el hospital y el cuerpo maltrecho. También es un texto de reclamo y reconciliación: la condena heredada que se carga al ser mujer; el cuerpo doliente como espacio compartido donde el cuidado va zurciendo las diferencias entre madre-hija. Ahí nos encontramos con la prominencia de la piel, los olores, la carne, la soledad; a partir del enlazamiento de imágenes narrativas que desembocan en metáforas o símiles se va consolidando una historia que se disputa entre la libertad y la decepción. La camilla de una clínica es el escenario para entender las disonancias en la relación: hija que no es a semejanza de la madre, hija que decepciona por su autonomía, hija que en el dolor y el amante encuentra, finalmente, el parentesco con la madre: «Fue cuestión de unos segundos / un boleto de avión, dos maletas. / Regresé a ti con toda mi urgencia. / Tú estabas a punto de morir y yo estaba solamente / por primera vez. / Cierta como una raíz y enmohecida como las bisagras / de las puertas».
Posteriormente, en los apartados que le siguen: “Libro II: Yo ya no vivo aquí” y “Libro III: “¿Ha estado usted alguna vez en el mar del Norte?” se da paso a sitios decadentes, sucios, donde una imagen desplaza a la otra con ansia voraz. La prisa de las enumeraciones genera una sensación de deseo por vivir, hacerse en la ficción de la página: “Yo era un barrio acumulado en las afueras de la forma / a punto de existir y a punto de no existir como la fe / estupefaciente en la elipsis de una boca monumental”. Los adjetivos van saturando, la velocidad de los versos retrata la experiencia del desplazamiento y el sentir de los desplazados. El yo ya no es la mujer velando a su madre, sino una garganta abierta para hospedar a todos los que sobran, deambulan o están de paso. El espacio se expande por medio de aglomeraciones: “el lugar se imagina a sí mismo y estalla”. Se es personaje, calle, dolor; camuflaje. Quien enuncia entra al poema y se desviste en un descarnado festín de palabras que reparte rostros a retazos: «Pero nada dolía como su cuerpo copiosamente entero / el tímido rostro crepuscular de las clavículas / asomándose al sereno / la espléndida propagación ojival de las costillas / la sonrisa tonta de las uñas».
Hasta ese punto los poemas van dando forma a un mundo ambiguo, rico en evocaciones visuales, cuyo tejido es el dolor. Ahí “. . . construyo El Texto / (que es el bosque) / y dentro del Texto está La Ciudad”. Además, permite ser domiciliado en cualquier rincón donde se acepte que las identidades son intercambiables, marginales; el yo individualista, biográfico, ya no tiene entrada: “el Yo es una astilla que se clava en la yema del dedo / índice del Yo / el Yo es una guillotina que separa la cabeza del cuerpo”, la voz se reconoce parte de una colectividad que padece directa o indirectamente.
Después, con “La muerte me da por Anne-Marie Bianco” (2007), nos adentramos en una suerte de expediente narrativo, entre cuerpos interrumpidos, desmembrados por el corte sin orden de los versos o las líneas inconclusas. La historia se cuenta a medias, con la premisa de que “(éste no es un poema narrativo)” porque es un cuerpo que se escribe, como está, mutilado. Quien escribe funge como forense, y los lectores: “el ministerio público que testifica los hechos”. Sigue estando presente la sentencia de dolor compartido que es piel compartida, primero con la madre, después con quienes –no siempre nombrados– son víctimas de desapariciones, secuestros, violaciones o feminicidios. En “La muerte me da por Anne-Marie Bianco” el empleo del lenguaje se va deteriorando, no se rige por un afán de erigir ficciones o alegorías. Mientras que en el que le sigue, “El disco de Newton. Diez ensayos sobre el color” (2011), ya no se puede hablar de una degradación de la palabra como uso metafórico. Las líneas parecen tierra libre, salvaje, previas a la narrativa, como si se estuvieran leyendo los ejercicios creativos de alguien; el proceso, preámbulo, para comenzar a escribir: notas, apuntes, juegos, intimidad: “Yo te daño, tú me envenenas, él nos infecta, nosotros nos perjudicamos, ellos nos corrompen, ustedes se drogan. / Habría que repetir que fuimos nosotros los que nos extraviamos. / Las peregrinaciones, como las historias, pueden llevarse a cabo por mera cuestión de fe o como método para expirar algún pecado. / Yo te horrorizo, tú me condenas, él se resiente, nosotros nos vengamos, ellos nos desdeñan, ustedes nos repugnan”. Así, la secuencia sigue, con enlaces casi matemáticos, exhibiendo su método de construcción. Me recuerda a Huidobro con sus cuantiosas páginas sobre los molinos en Altazor como estrategia deliberada y exhaustiva para agotar el lenguaje. Sobre el que, por cierto, Borges apuntó analizando sus metáforas: “. . . carece de toda significación poética porque el hecho no nos conmueve, puede solamente ser asombroso. Y, según se sabe, la sorpresa se gasta inmediatamente” (“La metáfora”). Y, más allá del pasmo que puede generar un poema, ¿qué pasa con la hospitalidad? ¿cómo empatizar los poemas de Rivera Garza escritos luego del 2011? Quizá, dado el brinco hacia las literaturas postautónomas –porque ahí ya es evidente que ha saltado– la empatía no deba darse en el poema, sino afuera. Pero responsabilizar al lector de ir a completar su experiencia poética en otro sitio me parece un recurso endeble que se cifra antes en la conceptualización que en la sensibilidad por el lenguaje.
Desde luego, el asumir los tecnicismos de Josefina Ludmer –Me llamo cuerpo que no está apela a ello en varias ocasiones– es una toma de postura que no conlleva, necesariamente, la consumación textual de los ideales creativos. El territorio poético que nos presenta me sabe a la trastienda donde cualquier cosa cabe y, en el peor de los casos, a una ofrenda de sacrificio para el altar del activismo cultural. Y no está mal, pues, la búsqueda de función social en la literatura –ni bien, valoraciones 404 not found para estos discursos–, sin embargo, como escribió David Medina Portillo en Letras Libres: “esta ola posautónoma no viene de los márgenes ni de abajo, curiosamente. Se procesa y distribuye desde instituciones de élite particularmente universitarias y culturales en general” (“Vanguardia que no es vanguardia”). No quisiera quedarme dando vueltas en esos dilemas sobre quién debes, o no, ser para delimitar qué, o no, decir. En todo caso, Me llamo cuerpo que no está se situaría en un punto medio, de tránsito, entre la autoría y el desvanecimiento no solo del yo, sino del género poético y de las expectativas sobre el potencial “literario”, retórico, de la palabra. Dicho de manera reduccionista: autora de la escuela autobiográfica busca redimensionar el estatuto de su obra a partir de una afiliación teórica. He visto obsesiones literarias que se resuelven en las páginas: poemas que carcomen la identidad autoral para imbuirse en la flexibilidad de la escritura, pero aprovechando tanto las posibilidades ficcionales del lenguaje como las reglas del territorio poético que crean –como lo hace Rivera Garza en un principio. No obstante, dado que la postliteratura defiende una realidadficción agujereada, sin cercos ni pasaportes de salida o entrada entre un mundo y otro, de pronto queda la sensación de que más allá del libro, en la apuesta teórico-discursiva, debe cumplirse lo que en el poema no alcanza. Aquí podría decirse que es erróneo leer escrituras “procesuales” como si fueran un resultado incompleto, pues su jugada no es por un producto, sino por un trayecto. Me llamo cuerpo que no está suele mencionarlo con tintes de arte poética –¿otra contradicción? – en líneas –¿versos? – como: “En el experimento todo es potencial, por eso no se miden los resultados sino el proceso” de “El disco de Newton. Diez ensayos sobre el color”. Sin embargo, la compilación con el subtítulo de “Poesía completa” en formato impreso ya invita a una lectura de lo completo, acabado. Si no fuera por el prólogo de Sara Uribe no habría sabido que “Viriditas” (2011) se complementa con unas fotografías disponibles en internet.
Con todo, debo confesar que agradezco a Rivera Garza mandarme a revisar las famosas postliteraturas. Entre su auge y su prefijo, me resistí por mucho tiempo. La propuesta de Ludmer, el fragmento “Literaturas postautónomas: otro estado de la escritura” me agrada. Entiendo que para los centros de México con furor literario o solidez académica los postulados puedan resultar woke, frívolos, facilones, light; aberración y sacrilegio. Pero acá, donde el consumo de lo mediático no tiene oponente, el abandono o la disolución de las autoridades literarias, artísticas, muestra sus estragos: el mercado ha intercambiado el valor estético por el de distribución y no hay quien le haga frente. ¿Acá dónde? Acá donde las sillas de los intelectuales están vacías, sin “viejos rancios” que, abrazados a su exigencia literaria, pretendan enseñar algo o, al menos, provocar el diálogo. Entonces nos esperanzamos con saber que algunas figuras reconocidas escriben a conciencia del poderío mediático, contra las vertientes canónicas, resistiendo a los estragos del mercado; asumiendo las herramientas digitales, vislumbrando nuevas formas para que los escritores no parezcan (más) ermitaños engolosinados en lo insondable de su ingenio. Pero, algo falta aún.
Entiendo que la literatura, la lectura, lleva las de perder porque se encuentra alejada de las dinámicas del espectáculo. Pienso en el “Arte útil” de Tania Bruguera, cuyos performances poseen una sede, una fecha, una intención política y, por lo regular, la intervención activa de los participantes. Ahí hay un diálogo, una confluencia colectiva de propósito social. Sin embargo, ¿cómo lograr lo mismo desde la literatura sin que las intenciones se queden en la teorización de un designio? Vicente Luis Mora escribe en “La literatura es una tortuga que se acerca al final de un trampolín” que “La crítica es precisa porque intenta, entre otras cosas, detectar los problemas que afectan a una literatura y a su campo literario . . . cuando la crítica deja de hacer su trabajo, el mercado hace el suyo. A conciencia”. No existe literatura, ni arte, sin crítica. Cada vez que escucho sobre obras que se enlistan en propósitos activistas me parece que su responsabilidad se multiplica: el compromiso con la palabra, la causa, el público; la prudencia para no hacer extractivismo ni apropiación de discursos. Y, aunque es un terreno delicado, me parece que si tales obras pretenden salir ilesas –o intocadas, si acaso es posible– se están ofreciendo a la boca de la mercantilización: un cintillo social melodramático; una etiqueta de testimonio, memoria, denuncia, archivo, que le cuida de los (malos) comentarios. Pero si la intención de las obras postliterarias es fabricar presente, al menos que lo confeccionen “bien”. Es decir, que hagan de la escritura un filo realmente funcional –qué difícil medir eso– en la llamada realidadficción. Y no solo más y más texto para alimentar a las IA. No creo que los apuntes de Ludmer sirvan para sostener sus carencias, sino para explicarlas, criticarlas y comenzar la conversación (o quizá la estoy leyendo mal, y qué bueno).