Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Christopher Domínguez Michael, Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI, Taurus, Ciudad de México, 2022, 648 pp.


Christopher Domínguez Michael es un crítico literario. Bastaría para confirmar este aserto que ha sido el único en presentarse como tal: no es crítico de ocasión, como aquellos poetas que fingen abandonar el verso para atender la obra de sus pares, ni como el novelista que reseña a solicitud del amigo o del editor. Es crítico literario pues escribe parasitariamente con orgullo. El crítico no crea, vive de la creación ajena tanto como el parásito de su huésped. Y Domínguez Michael se ha complacido con ello durante los últimos 40 años.

Su condición servil, que la mayoría de los litterati consideraría vergonzosa, en el crítico literario es motivo de vanidad. Esta inferioridad ha impuesto al crítico formular una preceptiva que explique la naturaleza de su oficio y la constitución y defensa de su gusto. Este ejercicio —tan común en países como Francia e Inglaterra desde hace cuando menos dos siglos— ha demorado en México hasta Domínguez Michael. Su “Elogio y vituperio del arte de la crítica” y su discurso de ingreso al Colegio Nacional constituyen, valiéndome de sus propios términos, una deontología de la crítica que satisface a los urgidos de definiciones con una tan mínima como la siguiente:  el crítico es aquel que “ejerce el juicio sobre las obras del resto de los escritores utilizando su mismo lenguaje”, al tiempo que “atiende, con el ensayo, la novedad y renueva la tradición”. 

Matthew Arnold entendía la poesía como crítica de la vida; resonando en aquello, Domínguez Michael ha buscado extender la suya, su crítica literaria, también a la vida. Así de hondo es su afán. Ya el crítico, en un artículo de juventud, ocupándose de la situación moral del joven escritor mexicano, parece notar sobre la propia naturaleza de su profesión: la crítica ha de englobar “situaciones éticas, electivas y estéticas”, haciendo de la literatura, como lo deseó el militar, la continuación de la política por otros medios. Así, la crítica literaria se revela más que literatura; y, para prescindir de malentendidos, no me privo de una precisión: la crítica persiste como crítica —y se resiste a devenir política— al posar su mirada en la interpretación del mundo, no en su transformación. 

Es heredera de la Ilustración, y por eso Domínguez Michael reclama para sí la crítica como consustancial al estado de civilización. Pero, como Jano, esta cualidad ofrece dos rostros: el primero, que entiende a la crítica como partera del progreso aunque no siempre lo garantice; el segundo, en tanto, la prefiere como guardiana de la tradición. Estas dos pulsiones se disputan atronadoramente el alma del crítico (como Dios y el Maligno las de los hombres), y lo terminan por ungir de su condición ya no sólo parasitaria, sino que brindan un elemento más al hermafroditismo que imputó Nietzsche a Sainte-Beuve. El crítico es el conservador que revoluciona y el revolucionario que conserva.

Desde el primer texto firmado por Domínguez Michael y Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI, la última recopilación de sus ensayos, han transitado 40 años. En ese tiempo, el mundo posmoderno ha acabado con muchas cosas; no con los números redondos, que marcan todavía un comienzo y un final en las vidas de los hombres. El milenio ha significado para nuestro crítico el parcial abandono de las letras nacionales. Ese magnífico tríptico—que componen Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V, su Diccionario crítico de la literatura mexicana y los prólogos a los dos tomos de su Antología de la narrativa mexicana del siglo XX)— ha alumbrado otra trilogía, urbi et orbi, consubstancial de todo crítico profesional que se precie de serlo.

La nueva tríada que invoco se compone de El XIX en el XX, La sabiduría sin promesa y el libro de triste título que aquí nos reúne. Cabe mencionar todos estos opúsculos porque, si Valéry soñó que el poema jamás se concluye, la crítica permanece de suyo abandonada solo momentáneamente; de tal modo, Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI cifraría el último verso de la crítica de Domínguez Michael. Y se nos impone así un trabajo: develar el sentido de esa idea crítica y ponerla a prueba frente a la cotidianeidad y a los modos de su autor a lo largo del tiempo. 

El prólogo de Hernani prefiguró el credo romántico; Maiakovski punk, sin embargo, a diferencia de los ensayos de Domínguez Michael sobre los siglos XIX y XX, prescinde de preámbulo alguno. En el primero el crítico nos obligaba a presenciar el triunfo de los modernos sobre los antiguos; en el segundo, atestiguábamos a los modernos enfrentados entre sí bajo el embrujo de las ideologías del siglo. En Maiakovski punk carecemos de un hilo de esta guisa; como en un museo, esa idea subyacente —como Freud lo deseó del inconsciente— deberá encontrarse vía el análisis, acaso no menos impúdico, de la selección, disposición y curaduría de los textos y del autor. 

Para solaz de aquellos lectores que ya hayan frecuentado las páginas de Domínguez Michael, aquí figurarán viejos conocidos —ora clásicos como Stendhal, ora contemporáneos como Vila-Matas—; pero para su sorpresa también, a diferencia de libros previos, estos nombres no desempeñarán como guías. Aquí no parecen regir novelistas ni poetas ni críticos: son los maîtres-à-penser del siglo quienes fungen como nuestro Virgilio. ¿Lo han reparado conmigo? La elección del término dice mucho; la palabra francesa, su felicidad y precisión, que, a contrapelo de la española pensador, extiende el abrecartas al contener a aquellos que, independientemente de su oficio, ordenan la realidad para sus congéneres. Novelistas, poetas y críticos, acaso volviendo la cara a los siglos pasados, han cedido la estafeta a los maître-à-penser, bajo cuya máscara parecen esconderse el historiador, el artista visual y el comentador de la cultura.  

El celo liberal del converso no ha cegado jubilosamente al crítico. Por eso Domínguez Michael no reniega de pensadores tan ajenos a él, como un Michel Houellebecq o un Bernard Henri-Lévy, con quienes el crítico no comparte premisas y cuyos retratos se delinean con menor injusticia de la que uno imaginaría. Esta tolerancia se aviene no solo del pluralismo que profesa el crítico; proviene asimismo de los examinados que, desde el radicalismo de sus convicciones, también comparten el ejercicio del diálogo y, por extensión, de la crítica. Domínguez Michael honra mejor que nadie el apotegma nunca verificado de Voltaire (“Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”).

Que practique el pluralismo, sin embargo, tampoco salva al crítico de la negligencia. Aventuro esa explicación para aquellos casos en que —como con Žižek, Agamben o Sloterdijk— Domínguez Michael acusa indefensión frente a sistemas de pensamiento que le son ajenos. Cabría la posibilidad, desde luego, de que estos maîtres-à-penser fueran sus bête noires. A la bestia negra, no obstante, se le comprende. En alguna medida, el crítico la concibe porque necesita una animadversión; para animar, por ejemplo, la vida crítica como las batallas de los dioses animaron alguna vez el mundo. Con el Foucault de Domínguez Michael brota este motivo y por eso se lee e interesa.

Los hombres cultivamos con mayor celo lo que amamos: Domínguez Michael no es excepción y ha dejado constancia de ello en páginas de Maiakovski punk —las mejores del libro sin duda — dedicadas a pensadores liberales, sea en su vertiente pura (como Vargas Llosa, John Gray o Martha C. Nussbaum), sea en su militancia conservadora (Fumaroli, Scruton o Steiner). Como este último, proclama que la mejor crítica es una deuda de amor; y, convencido que estoy también de ello,  condeno la exclusión de numerosos textos amorosos que hubieran acomodado con naturalidad en la colección.

No soy injusto; se escribieron alrededor de los mismos años —y yo y muchos otros los hemos leído—. Pienso en textos sobre liberales conservadores como Dominguez Michael (Lucas Alamán, Jorge Edwards o José Guilherme Merquior), forjadores de gusto (como Balzen, Calasso o Denis Donoghue) y estatuas del mausoleo mexicano (Revueltas,  Pitol, los poetas Huerta). Con una poca más licencia, la lista se multiplica: faltarían los recién finados (Mutis, Pitol, Del Paso), pero así también los amigos (Bartra, Zaid o Sheridan) y los adversarios (Monsiváis, Aguilar Mora o González Rodríguez).  

Pensando en la unidad que forma Maiakovski punk con El XIX en el XX y La sabiduría sin promesa, me pregunto cuál es el crítico que cobija el primero. Si en los otros casos, se adivina la presencia de Antoine Compagnon y de Cyril Connolly, acá se extraña una figura tutelar que acoja el libro y ampare al crítico de sus detractores que son siempre legión. Es lícito preguntar: ¿es Julien Benda, el mayor de los clérigos, y a quien Domínguez Michael ya había dedicado un largo ensayo dos décadas atrás, la figura ascendente de esta miscelánea de madurez?

Para el joven marxista que fue Domínguez Michael, hubiera resultado impensable pensar el mundo al margen del hechizo de la superestructura y las relaciones de producción; igual de improbable es ahora para él deshacerse de una nueva rigidez: la de Benda (el clérigo ha conservar los valores de la Ilustración: la justicia, la razón, la verdad). Menos exacto es el adjetivo (rigidez) cuando advertimos que, como el autor de La trahison des clercs, el crítico mexicano tampoco ha evitado traicionar. Ha abjurado de la torre de marfil tanto como ha juzgado que peligraban sus valores (democracia, pluralismo, republicanismo). Entre las defensas de esos valores no destacan algunos de sus mejores ensayos, pero sí algunos de los que explican mejor al crítico (y es una falta acusada que no desfilen en Maiakovski punk). Mentotextos como “El horror a la Restauración”, “Chile o el exceso de realidad” o las cuantiosas invectivas contra Lopez Obrador y los populismos. 

Se ha señalado a Dominguez Michael de conservador; y resulta fascinante observar no solo que no refute el anatema, sino que lo porte, en un país ayuno de derecha ilustrada, como timbre de orgullo (no olvidemos su querella con Yépez). Y porque disentir no equivale a intransigencia, sugiero lo opuesto: asombra lo mucho que los años han atemperado la fiebre del joven crítico y la manera en que sus opiniones contundentes han mutado en un ecumenismo crítico, tolerante y ávido por comprender este siglo. Por eso quienes lo acusan de cerrazón yerran y hoy, que la transición es cosa del pasado, continúan sin haber erigido su propio canon. Más fatiga el criticar que edificar para ellos.

En el prólogo a la reedición de sus primeros textos, incluidos recientemente en los dos volúmenes de sus Ensayos reunidos editados por El Colegio Nacional, Domínguez Michael se disculpaba por la “poca y mala gramática” de aquel joven crítico literario con “algún gusto” y “algunas intuiciones”. Difiero. Sobre lo primero porque, en términos estilísticos, Maiakovski punk acusa cierto desparpajo, cierta intrincación, si se me permite, incluso un cierto abandono de las formas literarias clásicas. Por esto no me refiero a la idea de un ensayo académico; todo lo contrario, me parece que antaño el crítico se permitía mayores libertades. Sus aforismos sobre Balzac, su brevísimo diccionario sobre Thomas Mann o sus críticas que se desglosan a manera de diario íntimo pueden constatar mi exasperación.

¿Ha sido la premuraaquello que ha hecho al crítico trastocar el orden de la lengua o, peor aún, acercarse al quebrantamiento de la sintaxis? Quizá. No es temor a las frases largas (quien me haya leído puede corroborarlo); es más sencillo que eso: porque lo he acompañado como lector por 20 años, exijo apuntar alto, a riesgo de sufrir el destino de Ícaro. ¿O acaso ese ha sido el caso y no son sino peccata minuta que es preciso pasar de largo en los grandes críticos? Cedo al regaño de Joseph Addison: un verdadero crítico ha de enfocarse en las excelencias más que en las imperfecciones. A eso voy entonces. 

Desde la década de los ochenta, Domínguez Michael ha persistido en su tarea de crítico a fuerza de reseñas, prólogos y ensayos. A veces grandioso y otras ínfimo, de acuerdo con su propia sentencia, reclama el nombre de crítico porque, a fuer de equivocarse, “es el único que ha estado todos los días jugándosela en el hipódromo”. En ello se distingue del crítico diletante. Porque no hay otra manera de hacerlo; para él, a pesar de su naturaleza parasitaria, la crítica no es sino una vocación. El crítico camina en solitario; y por esa vocación, por ese amor, se somete sus textos al examen de sus lectores, con la misma fiereza que él mismo examina a sus contemporáneos. Y, cuando arroja dos o cuatro frases felices, uno o dos descubrimientos dignos de ese nombre, convierte a la crítica, como lo deseaba Logan Pearsall Smith, en la más bella de las artes, pues “distinguir el trigo de la cizaña tiene más mérito”.

Qué aguarda el futuro es algo que solo Dios sabe pero poco importa; solo el futuro nos develará el devenir de la obra de Christopher Domínguez Michael. Con todo, acudirán —estoy seguro— dos razones en su asistencia. El uno es el empeño en formar un corpus crítico, falible como son las empresas humanas, pero empeñado en revisitar juicios, reconvenir sus propias ideas, rectificar la naturaleza de su oficio y la constitución y defensa de su gusto. La otra razón es extraliteraria y si acaso moral; para mayores señas, la conjuro haciendo eco a un antiguo texto suyo de juventud: en ninguno de nuestros críticos ha importado escribir más, hacer de nuestra tradición algo más rico y apostar por convertirse en un gran escritor a riesgo de “fracasar ruidosamente en el riesgo”. Y nada tan moderno y grandioso como esto. 

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