Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Daniela Tarazona, Isla partida, Almadía, Ciudad de México, 2021, 139 pp.


Este ensayo nace por encargo: hacer un balance crítico de la obra de Daniela Tarazona. Sé bien que hacerlo no implica simplemente emitir un juicio de valor, sino sostener un ejercicio de lectura atento, que reconozca luces y sombras, que contextualice y no se precipite. Algunos incluso argumentarían que para emitir este tipo de juicios es necesario apartar las emociones para juzgar con claridad. Y, sin embargo, resulta difícil. Propuse a Daniela Tarazona porque, al revisar mi librero en busca de autoras mexicanas publicadas después del 2000, me resultó imposible traducir en una emoción clara la expresión que hizo mi rostro al encontrar su nombre. Mientras que sí podía identificar otros gestos faciales como el tedio, el amor o la vergüenza al leer el nombre de otros escritores, el encuentro con Tarazona generó en mí una reacción que no supe definir. En este caso, el rostro deja entrever que la crítica es también una forma de exposición afectiva, que no hay razonamiento que esté completamente libre del vínculo emocional que nos une a la obra. Además, dice el teórico estadounidense Silvan Tomkins que el afecto es, ante todo, un comportamiento facial; es decir, el rostro es el primero en registrar cómo el estado de ánimo o la sensibilidad estética influye en nuestra percepción. Así que pienso, no sin temor a caer en la cursilería, que elegí la obra de Tarazona sin más razón que la de no poder interpretar los gestos de mi propia cara.

El afecto es un factor determinante en la crítica literaria, pero aquí propongo que también es un aspecto decisivo de la forma narrativa de Tarazona. Nacida en la Ciudad de México en 1975, Daniela Tarazona es narradora, ensayista y especialista en la obra de la escritora brasileña Clarice Lispector. Ha colaborado en diferentes revistas, como Letras Libres y Luvina, y hasta ahora ha publicado tres novelas: El animal sobre la piedra (Almadía 2008), El beso de la liebre (Alfaguara 2012) e Isla partida (Almadía 2021), con la cual obtuvo el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz en el 2022. Además, en 2011 fue reconocida por la Feria del Libro de Guadalajara como uno de los veinticinco secretos mejor guardados de Latinoamérica, lo que la posicionó como una escritora fundamental en el canon del siglo XXI. Para efectos de esta reseña he decidido centrarme en su narrativa sin otra razón que el fácil acceso a sus novelas, en contraste con los ensayos y cuentos que están dispersos en diferentes medios. Además, me parece que, si estamos de acuerdo con que la autora forma parte del canon literario mexicano, lo hace precisamente por sus novelas.

De entrada, las tres novelas comparten la obsesión por el tema de la muerte, la transformación del cuerpo y los límites entre lo fantástico y lo real. También tienen como protagonistas a figuras femeninas y son relatos fragmentados. Cabe agregar que ninguna de las novelas funciona como un texto convencional donde el lector sigue o reconstruye una trama a través de lo narrado. En este sentido, Tarazona muestra una marcada preferencia por el texto abierto, rasgo que propongo considerar como distintivo de su escritura y que aquí he decidido llamar “poética del semblante”: una forma de escribir que busca despertar en el lector reacciones difíciles de traducir en emociones claras.

En su ensayo, “The Rejection of Closure”, la escritora estadounidense Lyn Hejinian distingue entre dos tipos de textos: los cerrados y los abiertos. Los primeros ofrecen una interpretación única y definitiva, mientras que los segundos invitan a múltiples lecturas e interpretaciones, involucrando más activamente al lector mediante la ambigüedad y la complejidad de la narrativa. Hejinian identifica varias técnicas que contribuyen a la apertura del texto, tales como estructuras no lineales, la repetición y la creación de vacíos que requieren la participación del lector. Sin embargo, uno de los desafíos que plantea es la relación entre la forma y la materia narrativa (los temas, las palabras, etc.). La autora se pregunta si la forma puede articular el caos inicial sin privarlo de su poder generativo: “¿Puede la forma ir incluso más allá y realmente generar esa potencia, abriendo la incertidumbre a la curiosidad, lo incompleto a la especulación y transformando la vastedad en plenitud?”. La respuesta, según Hejinian, es afirmativa: esa es, de hecho, la función de la forma en la literatura: “La forma no es un elemento fijo, sino una actividad”. Los libros de Tarazona son textos abiertos porque la estructura no contiene al contenido, sino que se presenta como una actividad dinámica que interactúa, organiza y presenta el contenido de manera que invita a la participación activa del lector, abriendo la incertidumbre a la curiosidad y transformando la vastedad en plenitud.

Narrada en primera persona, El animal sobre la piedra cuenta la historia de Irma, una joven que, tras la muerte de su madre, percibe transformaciones físicas en su cuerpo. Ante este cambio e impulsada por un instinto de supervivencia, Irma decide huir y buscar refugio junto al mar. Una vez ahí, relata su transformación en reptil alternándola con recuerdos de su pasado. En esta primera novela, Tarazona muestra menos interés en la predeterminación del desenlace de la historia que en el despliegue de la experiencia afectiva que subraya la constante tensión entre el cuerpo y la mente. La novela está organizada a través de la acumulación de momentos disruptivos que dirigen la atención del lector hacia fenómenos afectivos generados por lo no dicho, lo no expresado, pero que, sin embargo, se actualizan en el texto como una sensación de intensidad que se manifiesta en el cuerpo. Por ejemplo, la narradora constantemente alude a pensamientos inarticulados, a emociones que desorientan o que no puede identificar. Es tal la fragmentación del texto que incluso los párrafos están separados por espacios en blanco que transfieren el efecto desorientador al lector. El animal sobre la piedra es un texto abierto porque su intención principal no es comunicar un significado sino generar lo que Adam Frank ha llamado una poética transferencial, es decir, una estética de la transferencia de emociones entre el texto y el lector.

A lo largo del texto, la tarea del lector es dejarse llevar por el tránsito de emociones sugeridas en la novela. El problema está en que esta transferencia afectiva no se puede mapear en emociones definidas. Veamos los siguientes ejemplos: “Esta noche mi compañero está inquieto con mi presencia. Desconoce qué hará conmigo. Creo que la primera imagen de mi rostro: aquel ojo desnudo con el que lo miré desde la oscuridad, le produjo una emoción que no supo con qué comparar. Mi mirada le recuerda algún episodio que no identifica” o “Esta tarde escuché dentro de mí una voz que no era mía. Estoy entregando mi pensamiento a alguien que me habla pero cuyo rostro no concibo”. Ambas frases subrayan la dificultad de expresar aquello que el personaje —o la narradora— siente, aunque ese sentir esté profundamente ligado al cuerpo y, en particular, al rostro. Es por ello que la tarea del lector no es solo fruncir el ceño ante la desorientación afectiva sino tratar de generar lo que no se puede identificar o concebir. En este sentido, la poética del semblante se parece a otras estrategias de escritura, como la desapropiación, que desplazan o rechazan la autoridad del escritor y, en este caso, el poder recae en la capacidad afectiva del lector y en sus ganas de reconstruir e interpretar la historia.

Pero me parece que Tarazona intuye que uno de los riesgos de los textos abiertos es que pueden generar tanta ansiedad en el lector que, en lugar de involucrarse, termine rechazando la lectura. Por eso, en El animal sobre la piedra, la autora introduce ciertos anclajes narrativos que permiten contener ese flujo libre de emociones y evitar que se vuelva paralizante. Estos anclajes incluyen el duelo, las referencias hacia el pasado de Irma, el devenir reptil de la protagonista y su estadía en el hospital. La lectura, entonces, se articula según el anclaje con el que cada lector logre establecer una conexión afectiva más fuerte. El resultado interpretativo dependerá precisamente de cuál de esos puntos de apoyo sea privilegiado. Dicho de otro modo, la transferencia afectiva se manifiesta en el rostro: la interpretación del gesto dependerá del anclaje que cada quien elija.

Según Carmen Alemany, quien ha estudiado esta primera novela, la escritura de Daniela Tarazona se inscribe en la llamada “narrativa de lo inusual”, un tipo de literatura que transita por territorios poco frecuentes. En ella no hay una intencionalidad abiertamente fantástica, pero sí una búsqueda de formas narrativas que se sitúan entre lo real y lo insólito. Para esta académica, lo característico de esta narrativa es la incertidumbre, que deja al lector sumido en una perplejidad persistente, sin claves de lectura claras para interpretar el relato. En su segunda novela, El beso de la liebre, Tarazona retoma esa fórmula de lo inusual, pero elige no abandonar al lector en medio de su desconcierto. Por el contrario, parece desconfiar de las posibilidades del texto completamente abierto y de una poética del semblante —centrada en las transferencias afectivas—, y opta en cambio por conducir al lector a través de la trama, brindándole ciertos puntos de orientación que hacen más accesible la experiencia narrativa.

Desde el inicio, llama la atención la organización formal de El beso de la liebre, que, retomando estrategias propias de la épica y la picaresca, se estructura en pequeños capítulos subtitulados que resumen los episodios de la vida de Hipólita Thompson, al modo de La vida de Lazarillo de Tormes. Por ejemplo, el primer fragmento se titula “De cómo nació Hipólita Thompson”. La narración en tercera persona añade un efecto de distanciamiento entre el lector y la protagonista, reforzando esa estructura heredada de los géneros clásicos. Aunque podría pensarse que la intención de Tarazona es facilitar la lectura, proporcionando una especie de mapa narrativo, ese mismo mapa parece traicionar la poética del semblante, donde la incertidumbre, la ambigüedad y las transferencias afectivas guían la experiencia lectora. Aquí, en cambio, lo que conduce la lectura no es tanto la ambigüedad como el contenido argumental, que, aunque presentado de forma fragmentaria e inusual, termina por reafirmar que El beso de la liebre es fundamentalmente una novela épica. En ella se narra la historia de Hipólita Thompson, una mujer enviada a la Tierra con capacidades sobrenaturales para cumplir los designios de una divinidad cuya naturaleza no termina de esclarecerse. La novela sigue sus aventuras y el modo en que enfrenta y vence las adversidades del mundo, consolidando así un relato más cercano a la tradición heroica que a la indeterminación afectiva de su texto anterior.

En Isla partida, Tarazona regresa al terreno de los afectos. En esta novela tampoco hay una trama convencional. El texto gira en torno a una mujer con un trastorno neurológico que sufre un desdoblamiento: una parte de ella se retira a una isla con la intención de morir, mientras, de forma paralela, rememora distintos momentos de su vida. La novela incluye una nota de la autora donde se aclara que las imágenes distribuidas a lo largo del libro provienen de un “análisis espectral del electroencefalograma y potenciales relacionados con el evento”, realizado en mayo de 2014 debido a “las descargas eléctricas exageradas de mi cerebro”. Isla partida es un texto autobiográfico y está escrito en segunda persona, lo que intensifica la disociación del yo. A mi juicio, es el libro con el que Tarazona se consolida como una de las autoras más inclasificables de la literatura mexicana contemporánea. Aquí, la autora abandona al lector en una ilusión que enuncia una certeza irrevocable: el mundo se va a acabar.

Si en El animal sobre la piedra la invitación era a interpretar los gestos del rostro —a leer lo afectivo en la superficie del cuerpo— en Isla partida, la experiencia se complica: ¿qué hacer con la transferencia afectiva cuando ya no hay cuerpo?: “el horror es insoportable porque carece de boca”, escribe Tarazona. La lectura se transforma en un juego perverso, donde las emociones ya no pueden traducirse porque la muerte está presente como amenaza inminente: “No puedes hablar de la magia. No hay modo. Boca que se abre, manos que escriben, para decir: la magia es. Tienes la muerte encima”. Se podría decir que el proceso que propone esta novela es el inverso al de El animal sobre la piedra: aquí, al lector le resulta difícil trasladar las emociones al rostro, sentirlas físicamente, porque el cuerpo ya no media esa experiencia. El cerebro escindido no procesa los afectos como lo haría un cuerpo íntegro. Por eso, la poética del semblante en Isla partida se enfoca en reflejar la disociación entre la materialidad del cuerpo y las descargas eléctricas del cerebro. Y, sin embargo, Tarazona no abandona del todo al lector: le ofrece una palabra de seguridad, un punto de anclaje simbólico en medio de la disociación. Esa palabra es: Eunice Odio.

Eunice Odio, poeta costarricense nacionalizada mexicana, es una figura literaria que ha recibido menos reconocimiento del que merece. En Isla partida, su presencia no es anecdótica: se menciona que la historia que en verdad se quiere contar es la de ella, como si narrarla fuera una forma de sustituir lo que se siente con “un pedazo de cuerpo”. Sin embargo, la narradora-personaje ya no comprende las palabras como antes; su relación con el lenguaje está fracturada. No puede contar la historia de Odio y, por ello, deja al lector ante una disyuntiva: seguir la pista de Odio o salir a la isla. Hacia el final del libro, aparece una lista de veinte certezas. Una de ellas afirma: “Hay escrituras que te hacen mejor persona y hay otras”. Lo mismo podría decirse de las lecturas: algunas transforman, otras confrontan, y otras simplemente acompañan. Entonces, ¿qué elegirá el lector de Isla partida? Esa decisión dependerá de su propio mapa afectivo. Habrá quienes sientan la urgencia de rescatar a Odio del olvido, y otros que prefieran abrazar la incertidumbre de habitar la isla, aceptar la disolución, la pérdida, la fragmentación.

La escritura de Daniela Tarazona no es inclasificable porque no guarde relación con lo que se está escribiendo actualmente en México. De hecho, ha sido comparada con autoras como Cecilia Eudave, Verónica Gerber Bicecci, Carla Faesler o Guadalupe Nettel. Su obra también dialoga con la tradición de lo insólito cultivada por escritoras como Amparo Dávila y Guadalupe Dueñas. Además, recurre a estrategias contemporáneas reconocibles: la autorreferencialidad, la fragmentación, la reescritura, el interés por el cuerpo y por lo femenino. Sin embargo, lo que —a mi juicio— vuelve a Tarazona una autora verdaderamente inclasificable es que no le dice al lector qué sentir ni cómo sentirlo. Su escritura desorienta; empuja al lector hacia una zona de incertidumbre afectiva, hasta el punto en que uno se siente seducido no por entender lo que está ocurriendo, sino precisamente por no saber qué hacer con lo que esa escritura le provoca. La poética de Tarazona se construye desde ese umbral inestable entre la conexión y la desconexión emocional. No busca controlar la respuesta del lector, sino explorar cómo un texto puede —o no— entrar en contacto con su sensibilidad. En este sentido, su literatura no solo propone mundos narrativos, sino también experiencias afectivas radicalmente abiertas.

Publicar un comentario