Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Fernanda Melchor, Temporada de huracanes, Literatura Random House, Ciudad de México, 2017, 224 pp.


“Algunos acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios” es el segundo epígrafe (tomado de Las muertas de Jorge Ibargüengoitia) que abre Temporada de huracanes, la archifamosa novela de la archiveracruzana Fernanda Melchor. Vitoreada por muchos, incluida en larguísimas listas de los mejores libros publicados en este siglo (¿de dónde saldrán tantos buenos escritores para llenar esos catálogos, si apenas llevamos un cuarto del siglo XXI?) e incluso adaptada al cine, Temporada no solo ha encumbrado a su autora, también se ha vuelto un referente de la literatura de la violencia, tan popular en México desde hace casi treinta años.

La trama es sencilla y me tomo la molestia de resumirla para proporcionar un marco de referencia. Va más o menos así: en La Matosa, un pueblo a las orillas de la carretera, un grupo de niños encuentran en un canal el cadáver de la Bruja, persona respetada y temida por los lugareños. Las averiguaciones sobre el asesinato desentrañarán la violencia que impera sobre el rancho ─una especie de infierno en tierra caliente─ y presentarán las historias de varios personajes que, de algún modo u otro, estuvieron involucrados en el crimen.

El lector se preguntará cómo esta novela logró colarse en la lista de los 100 mejores libros de lo que va del siglo XXI, elaborada por The New York Times, y en las nominaciones al premio Booker. Yo también me lo pregunto… y me lo sigo preguntando porque, con todo respeto, Temporada de huracanes me parece una novela mal hecha y sospecho que pegó tanto debido a la regurgitación de estereotipos que escurre de sus páginas, gritándonos, para que nos demos cuenta, que en Veracruz únicamente hay corrupción, mar, calor, pescado, putas, mayates, crimen organizado, drogadicción, perico, cerveza helada, traileros de sexualidad ambigua, brujería y narcos. Pero vamos por partes: trataré de enumerar los aspectos fallidos de la obra y resaltar los aciertos que encuentro en sus páginas.

Comencemos con cuestiones de lenguaje, la médula del arte literario. Lo primero que salta a la vista es la abundancia de mentadas de madre que se utilizan en un sospechoso intento de recrear el habla cotidiana o “popular”. No soy enemigo de que se incluyan groserías en un texto literario ─ni tampoco creo que la literatura solo deba usar palabras bonitas para hablar de cosas bonitas─, pero al escritor que las usa le conviene reflexionar un poco sobre su naturaleza. Pongamos un ejemplo: si estamos leyendo un libro que nos parece malo podemos decir: “Qué novela tan mala”, pero si leemos uno que nos pica en lo más hondo del hígado, pegamos el brinco y decimos: “Pinche novela culera”. En el segundo caso hay una expresión más pura y personal de los sentimientos: ese es el poder de las palabras fuertes (así las llamaba mi abuelita).

Como decía Renato Leduc (escritor que detesto por el humor baratero de su Anti-corydon, pero con el que estoy de acuerdo en este punto): “No se trata de poner una retahíla de carajos con el fin dizque de reproducir el habla popular, como lo hacen algunos escritores ‘cultos’. El pueblo usa un chingao cuando debe ser”. Y es precisamente lo que encuentro en Temporada: un rosario muy gratuito de putas y chingadas madres que muchas veces le juega en contra a los propósitos literarios de la obra. Para muestra un botón del capítulo VI, donde se narra el asesinato de la Bruja: “Entiérraselo en el cuello, le dijo a Luismi, entiérraselo bien metido en el cuello, para que termine de desangrarse, pero el pendejo maricón de Luismi nomás le hizo un tajo bien pedorro y no alcanzó a cortarle ninguna vena importante”. Podrá imaginarse el lector mi reacción cuando, al estar leyendo sobre un sórdido asesinato, me encuentro de sorpresa con el “pedorro”. Me morí de risa y toda la tensión construida por Melchor fue desbaratada por el viento huracanado de aquel pedorro repentino.

Sospecho (y digo sospecho porque no leo mentes) que la abundancia de groserías obedece a una intención equivocada de dar verosimilitud a los personajes; intención que parece brotar del siguiente silogismo: “Todos los veracruzanos son malhablados, mis personajes son veracruzanos, luego mis personajes son malhablados”. Razonamiento que muchas veces se cumple, pero que en este caso ha sido llevado al absurdo, convirtiendo el lenguaje florido en un estereotipo marchito y muy chapurreado.

Otro error es la aparición de palabras intrusivas, palabras tan mal puestas que manchan el papel como la sangre de la Bruja manchó tan pedorramente el filo del cuchillo que le rebanó el cuello. ¿Por qué son intrusivas? Muy sencillo: es muy difícil mantener el tono cotidiano de una narración cuando el autor no comprende que, a fin de cuentas, la lengua literaria es un artificio que requiere del seguimiento de ciertas reglas, formuladas por el propio escritor, para lograr un juguetón efecto de realidad (la famosa verosimilitud). Dicho esto, resulta muy cómico cuando los personajes, que se la han pasado medio libro diciendo cincuenta mentadas de madre por minuto, le dicen “bananas” a los plátanos y “fiestas carnestolendas” al carnaval.

A pesar de todo, la narración es ágil y la novela puede leerse en una sentada, pero tengo para mí que esta agilidad narrativa obedece más al morbo que generan las situaciones presentadas que a la pericia literaria. Pero, bueno, a fin de cuentas toda novela es un gran chisme y un acierto de Melchor es estructurar la trama como un cotilleo de pueblo, proporcionando una variedad de personajes que, sin importar que hablen igual, conforman el rompecabezas del asesinato de la Bruja.

Y ya que se mencionó la cuestión del morbo, conviene que haga una reflexión al respecto. Retratar las situaciones sórdidas que se viven en la precariedad de México y Sudamérica ha sido una corriente constante en la literatura hispanoamericana desde hace mucho. Al principio, y como respuesta a los airados reclamos de las buenas consciencias, los autores suscritos al tema de la violencia y el narco dijeron que su intención era enfrentar al lector con una realidad dolorosa, propósito noble y válido que degeneró cuando los escritores se dieron cuenta que la sangre y los balazos venden mucho, en simple regodeo ante lo espantoso.

Ahora, en este 2025, parece que la imaginación se nos ha secado y tenemos que recurrir a la nota roja para encontrar material suficiente para las obras que nos proponemos perpetrar. El realismo, pero un realismo churro y elemental, es lo único que importa y el escritor que ose escribir sobre algo más o no le dé la gana integrar a su obra la supuesta sordidez hispanoamericana es sacrificado en el altar de la indignación. A fin de cuentas, esta tendencia literaria ya comienza a parecer peste y el fantasmón de la mala literatura comprometida sigue rondando los pasillos de este nuevo continente. ¿Cuándo acabará? No sé, pero espero que pronto, porque parece que la nueva generación de escritores cree que en México solo hay dos cosas: plomazos y tiros.

Tal vez nos convenga recordar, para romper las cadenas, esta sentencia de Marcel Schwob: “Solo nos queda una cosa por hacer después de nuestros mayores: escribir bien” y también rescatar la antigua, pero verdadera idea, de que la creación es el acto donde podemos ser completamente libres. Ningún autor está obligado a escribir sobre ciertos temas y si decide no escribir sobre violencia, narcotráfico y asesinatos no es que los esté negando: simplemente no quiere escribir de ellos. Y si alguien escribe sobre violencia porque quiere y lo hace bien y trasciende los rígidos y cacareados moldes, entonces también está bien, porque decirle que no lo haga es caer en la misma moralina indignación que mencioné antes.

Volvamos a esta Temporada de huracanes y destripemos la razón de que se incluyan episodios de la más recalcitrante vesania. Fernanda Melchor ha dicho en muchas entrevistas que su propósito fue retratar la ola de violencia que Veracruz ha padecido desde los tiempos del gobernador Fidel Herrera y que su inspiración fueron múltiples crímenes aparecidos en los periódicos jarochos; crímenes que engarzó, uno tras otro y sin descanso, en su novela. No es sorpresivo, la prensa policiaca ha sido fuente de muchas y muy memorables obras, pero existe un riesgo al engolosinarse con la nota roja: quedarse nomás con la experiencia morbosa y pasar muy por encima de las pasiones humanas.

Como menciona Ibargüengoitia, referente de la autora: “La nota roja solo nos informa quién mató a quién y dónde y cuándo, el por qué es materia de conjetura y asunto precisamente del cine, del teatro, de la novela, etcétera”. Si bien Melchor indaga un poco sobre las motivaciones criminales de sus personajes, a lo más que llega es a un razonamiento determinista que puede resumirse más o menos diciendo: “Eres así y haces lo que haces por que naciste en este pueblo bicicletero”. La autora parece derivar un morboso deleite en orquestar un concierto de situaciones espantosas y eso sí, una vez que la narración se mete al lodo, no hay quien la pueda sacar.

 En este atascamiento el lector se tiene que fumar unos niveles de perturbación mental tan elevados que dan miedo y que, en muchos momentos, se sienten colocados ahí por el puro gusto de escandalizar a lo tonto. O díganme, ¿de qué otra forma nos explicamos que Brando, después de abrirle el cuello a la Bruja, vea a un niño jugando maquinitas y le entre el oscuro impulso de violarlo?, ¿cómo entendemos la revelación de que el mismo personaje se escapa en la noche para masturbarse y eyacular mientras ve perros apareándose?, ¿cómo interpretamos la naturaleza clandestina y podrida que parece ser imperante en todos los personajes? Yo francamente no sé.

En suma, Temporada de huracanes parece más una temporada de los estereotipos sobre México que tanto les gustan a los extranjeros y que, a fuerza de repetición, los mexicanos nos hemos tragado como agua. Esta es la razón de sus nominaciones y su éxito: la construcción de una pornomiseria sobre la base de una pseudoralidad elemental que, ya montada en la siempre provechosa ola de la indignación, pretende ser un retrato profundo de la situación del país.

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