Carlos Tello Díaz, Porfirio Díaz, su vida y su tiempo; la guerra 1830-1867, Debate / Conaculta, Ciudad de México, 2015, 590 pp.
Carlos Tello Díaz, Porfirio Díaz, su vida y su tiempo; la ambición 1867-1884, Debate, Ciudad de México, 2018, 692 pp.
Presentar los dos tomos hasta ahora publicados de Porfirio Díaz, su vida y su tiempo como un proyecto biográfico que al día de hoy suma más de 1200 páginas no arroja ninguna luz sobre los materiales que componen el libro, y sí en cambio acrecienta la distancia que nos separa de él. Más aún cuando el rasgo de monumentalidad va con frecuencia acompañado por una exacerbada insistencia en los lazos de sangre que vinculan al autor, Carlos Tello Díaz (1962), con el objeto de su biografía; insistencia que ha alimentado tanto el morbo en torno a las revelaciones exclusivas que podría ofrecer un descendiente del biografiado como la especulación con respecto al grado de objetividad que puede tener un libro sobre Díaz escrito por uno de sus tataranietos, pero sin contribuir en ningún momento a la comprensión última de la obra. Y, claro, desde un punto de vista comercial se entiende que sea así (como estrategia de marketing funciona, y el énfasis en la monumentalidad y los vínculos de sangre ha contribuido sin duda a que Porfirio Díaz, su vida y su tiempo se convierta en un inesperado éxito de ventas); pero que estos mismos postulados sean repetidos por la crítica como elementos para ponderar su impacto y su valor resulta a todas luces imprudente, irresponsable y hasta incomprensible. Empero, la realidad es la que es, y unidos en un mismo discurso, publicistas y críticos han terminado por convertir al libro en un artefacto que, extravagante y sospechoso, se dictamina, se juzga e incluso se enmienda, pero sin que en verdad nadie discuta.
Otro obstáculo para la lectura del libro es que, a diferencia de la tradición anglosajona, que por sus vínculos con el protestantismo ha sido tan inclinada a exaltar la excepcionalidad de sus laicos y erigirlos como modelos de vida, la tradición hispanohablante, acaso por su estrecha relación con el catolicismo, cuya tendencia es a enfatizar la modestia y la comunidad por encima del triunfo personal, cuenta con un acervo biográfico notablemente reducido. Factor que si bien no limita el horizonte conversacional de Tello Díaz —puesto que un autor conversa con quien le da la gana— sí restringe el catálogo de referentes con el que la audiencia hispanohablante relaciona una publicación de las características de Porfirio Díaz, su vida y su tiempo y, a continuación, la interpreta y la discute; carencia que en última instancia ha ocasionado que, en un noble y también infecundo esfuerzo explicativo, algunos críticos hayan tenido que acudir a símiles y metáforas que entre la opacidad y la imprecisión (v. gr., Porfirio Díaz, su vida y su tiempo parece una novela de aventuras; Porfirio Díaz, su vida y su tiempo es una biografía a la inglesa) han terminado por proyectar aún más sombra sobre nuestro ya de por sí oscuro objeto.
Pero las cosas no acaban ahí, en tanto que es la suma de estos elementos la que produce la mayor dificultad para la lectura: la escasa familiaridad con el género biográfico en la tradición hispanohablante aunada al énfasis en aspectos tan elusivos como la monumentalidad y la filiación hacen que cualquier afirmación sobre la obra corra el riesgo de pasar a engrosar la nómina del vacío crítico, que apura la condena tanto como el panegírico, o bien, de ser leída desde las mismas trincheras ideológicas desde las que aún se observa al expresidente Díaz. Porque a nuestras dificultades críticas por supuesto hay que sumarle el hecho de que la biografía que aquí se discute es ni más ni menos que sobre el que es quizás el personaje más polémico en la historia del país: héroe de su siglo y villano del siguiente, personaje que algunos consideran necesario revalorizar y otros juzgan preciso enterrar para siempre en el olvido.
A la luz de estos problemas, las preguntas para el crítico son ante todo de carácter metodológico. ¿Cómo prevenir que la observación crítica caiga en el desierto de la incomprensión y, de manera simultánea, en el fuego cruzado de las disputas ideológicas? ¿Cómo pronunciar juicios vehementes con respecto al libro sin ser calificado en el acto de admirador o detractor de don Porfirio? Y más aún: ¿cómo realizar un balance justo sobre un libro al que aún le falta su mejor parte? Ante estas circunstancias, la observación crítica solo puede surgir de un doble movimiento que contenga tanto una cuidadosa contextualización del género biográfico como una reflexión alejada de los aspectos más publicitados del libro. Una observación que por ejemplo comience recordando que, vinculadas al destino de los pueblos, las biografías más antiguas fueron a propósito de “hombres de Estado” (i.e., hombres cuyas vidas se entrelazan de manera tan estrecha con el destino de su comunidad, al grado de fundirse con ella y convertirse, en muchas ocasiones, en su mejor retrato), y que por tanto, fundacionales de esta tradición son, sí, las Vidas paralelas de Plutarco, pero sobre todo los Libros de Samuel, de Reyes y de Crónicas, cuyos relatos a propósito de la vida de David —el pastor, el guerrero, el músico, el estratega, el rey, el asesino— prueban que, en ocasiones, la existencia de los individuos resulta la mejor ventana para entender las complejidades geográficas, económicas y políticas de un pueblo. Más lejos todavía: prueban que el carácter excepcional de una biografía se forja en el delicado ejercicio de hilvanar los fracasos y triunfos de una vida con los destinos de una generación, de modo que las partes no solo se iluminen la una a la otra sino que en su conjunto sirvan como espejo y guía para los hombres y mujeres del porvenir. Porque seamos claros con los parámetros de nuestro juicio: lo que separa las buenas biografías de las cumbres del género es que las primeras narran con distinción los devenires de un genio, y las segundas, en un proceso inverso al que propone Jorge Luis Borges en su epílogo a El hacedor, determinadas a dibujar la imagen de un rostro terminan por descubrir con sus trazos el mapa de un mundo.
En ese sentido, resulta natural que sean pocas las vidas que verdaderamente se prestan para la excepcionalidad (así, por ejemplo, las magistrales biografías sobre Bertolt Brecht y Philip Roth, de Stephen Parker y Blake Bailey respectivamente, son un genial retrato de los autores, sus obras y sus contextos, pero sus pesquisas no son ni luz de su tiempo ni mapa de ningún mundo, debido a que ni la vida de Brecht ni la de Roth alcanzan para tanto…), y de allá entonces también que se diga que para concebir una biografía de carácter excepcional sea necesario también materia prima de primera calidad; o como se dice por estos lares, tela de dónde cortar. No obstante, el problema que presentan estos personajes —ejemplares o no— cuyas vidas son potencialmente el retrato de su época y mensaje cifrado para el porvenir es que sus turbulentas existencias, a razón de que se encuentran relacionadas de manera en extremo compleja con el destino de una región y un tiempo, no pueden ser capturadas con facilidad; situación que por cierto explica por qué existen docenas y a veces centenas de biografías insatisfactorias o directamente fallidas de personajes como Julio César, Napoleón Bonaparte, Winston Churchill o, siendo el caso que nos ocupa, Porfirio Díaz. Y ojo, que el principal problema aquí no es la incapacidad o falta de ambición de los biógrafos, sino que siendo que en estas vidas ocurre el mundo, la dificultad de hilvanar un relato que sea amplio, riguroso, matizado y, al mismo tiempo, cohesivo y coherente es, por decir lo menos, extrema. O bien: el potencial de la revelación es proporcional a la dificultad de la vida para ser aprehendida, y por tanto hace falta poco más que una buena existencia y buena voluntad para escribir una buena biografía.
Lo que no es sino otra manera de decir que para que una obra maestra del género biográfico ocurra deben forzosamente coincidir una vida extraordinaria con un narrador extraordinario; siendo el caso que, cuando cualquiera de las dos variables falta, el resultado será otra cosa distinta a una obra maestra del género. Porque así como existen obras maestras del relato de ficción (porque efectivamente existen, las obras maestras existen; aunque hoy por hoy se nos promueva por temor, confusión y/o exceso de sofisticación lo contrario) existen también obras maestras del género biográfico, y ambas formas coinciden en reclamar a un narrador excepcional. Y es que, contrario a lo que se pudiera pensar, la biografía no es única ni primordialmente un problema de historiografía, sino también, y en igual medida, un problema de intensidad narrativa; y en esa dirección, las exigencias que le hacemos a un biógrafo no deben ser distintas en rigor a las que le hacemos a un fabulador o un novelista. De hecho, llevando la comparación entre ficción y biografía aún más lejos, y partiendo del entendido de que, en términos de temperatura, la narración de una buena biografía no debe ser distinta a la de un buen relato de ficción, y de que, en un sentido esencial, ambos géneros comparten el mismo fin, la única distinción que vale hacer entre los mejores exponentes de la ficción y de la biografía es la materia con la que se trabaja.
Porque si bien el problema de la ficción es la alquimia (el desafío es transmutar la inasible condición humana en una realidad más aprehensible mediante un ejercicio de condensación y engrosamiento que eche mano de la fabulación y el espectáculo) y el de la biografía es la esfinge (la dificultad se encuentra en poner en narración los fragmentos desperdigados y no siempre coherentes de una vida), ambos géneros comparten de modo íntimo el mismo escollo, que es el de tener que construir un relato que permita al lector una comprensión tan específica como general del drama de la existencia. Esto es: que sin perder el hilo narrativo y la densidad particular de aquello que nos está contando, el narrador debe ser capaz de ofrecerle al lector la posibilidad de acceder a un mayor entendimiento de sus propios conflictos y sus propias contradicciones (y aquí vale aclarar que hacer esto no significa convertir los relatos en un ejercicio de flagelación, representación e identitariedad, sino hacer de ellos un espacio para la investigación de las pasiones e inclinaciones humanas). Sea ficción o biografía, el mérito de un relato no radica en trazar las siluetas de héroes y villanos sino de hacerlos aparecer en su entera humanidad, de modo que al observarlos descubramos en su posibilidad, la nuestra; en sus confusiones, nuestras dudas; y en sus tribulaciones, también nuestro dolor.
Fiel a este modelo de indagación biográfica y presa también del dilema narrativo que hemos planteado, Porfirio Díaz, su vida y su tiempo busca la revelación en el tránsito de dos avenidas que, sin ser contradictorias, resultan por definición opuestas, en tanto que el libro es una ambiciosa indagación hacia afuera que busca a través de la descripción minuciosa de acontecimientos y lugares explorar la temperatura de unas circunstancias, una época y un siglo; y, en la misma medida, un exhaustivo examen hacia adentro de las riquezas y contradicciones del alma humana hecho mediante el registro cuidadoso de las acciones de un individuo y sus allegados. Procedimiento en cuyo aparente conflicto se cifra un elegante y efectivo método de análisis: indagaciones y pesquisas de y sobre el universo de la voluntad y las circunstancias de lo material que se acompañan y se informan, aunque sin llegar nunca a esa tan desagradable síntesis interpretativa a la que con frecuencia arriban los biógrafos que han frecuentado por demasiado tiempo a sus personajes. Porque, de hecho, es probable que una de las principales virtudes del trabajo de Tello Díaz como biógrafo sea el de librar con éxito los obstáculos del exceso (que provoca que los personajes biografiados se conviertan en el espejo informe de su autor), pero sin caer en esa otra enfermedad que es la parquedad interpretativa. Dolencias que, a decir de Pablo Sol Mora y Juan José Saer, a menudo convierten a las biografías ya en desapasionados informes de investigación, ya en vergonzosos diagnósticos clínicos.
Cincelada sobre una gruesa piedra de donde vemos surgir una serie de figuras en cuya materia se percibe una coherencia pero no una síntesis, la biografía de Tello Díaz ofrece conjeturas animadas con tensión lógica que no se resuelven nunca en apreciaciones definitivas. Y así, por ejemplo, las complejas relaciones entre Porfirio Díaz y Benito Juárez construidas con admirable detalle a lo largo de todo el libro, animan una serie de reflexiones que, sin ser conclusivas de la historia, son explicativas de la naturaleza de los individuos, y que sin prestarse a una resolución unívoca, son aclaratorias de por qué las cosas ocurrieron del modo en el que fueron. Este procedimiento narrativo que teje y desteje, y no titubea al momento de avanzar afirmaciones que páginas más adelante son matizadas o puestas en duda, es consistente a lo largo de todo el libro, y sirve al autor para proponer lecturas que en su constante fricción y rechazo a toda interpretación que sea síntesis terminan por enriquecer la manera en la que uno entiende y se relaciona con los personajes y eventos en el libro.
Me explico con un ejemplo específico: hacia el final de la primera parte del segundo tomo, Tello Díaz propone que, alrededor de 1872, el semblante de Porfirio Díaz cambia para siempre. Deja de ser serio y duro para convertirse primordialmente en melancólico y taciturno (hipótesis que se puede cotejar repasando las fotografías conocidas del general en orden cronológico). Pero tal consideración, que viene después de un largo recuento de catástrofes que efectivamente permiten suponer aquello que se nos afirma, no se convierte sin embargo en el lente definitivo para la interpretación de don Porfirio ni mucho menos se transforma en el eje definitorio de su temperamento, sino que en cambio se nos presenta como un nudo más en la compleja naturaleza del personaje. Convirtiendo así el amague sintético en una observación que, valiosa para la indagación profunda de su humanidad, resulta un obstáculo para la elaboración de cualquier interpretación definitiva del mismo; pues finalmente el Díaz que se desploma ante la muerte de su mujer, su hermano y de sus hijos, y que repetidamente encontramos en medio de gestos de conmoción y de cariño, es exactamente la misma persona que entre el miedo y la confusión dará instrucciones para la represión y borramiento de otros individuos.
Otro rasgo notable del trabajo narrativo de Tello Díaz es que cuando incurre en minucias y detalles descriptivos, estos nunca se perciben como digresiones caprichosas, apartes impertinentes ni ornamentaciones excesivas. Algo que enfatizo a razón de su dificultad, y en tanto que incluso al observar trabajos admirables dentro del género de la biografía-paisaje —como lo es Vermeer and His Milieu, de John Michael Montias— nos damos cuenta de que, en el esfuerzo por pintar una época, los autores con frecuencia se alejan de su objeto al grado de que hasta el lector más atento corre el riesgo de perder de vista al biografiado. La de Tello Díaz es, en ese sentido, una hazaña que es tanto de condensación como de expansión narrativa: logra que las largas y frecuentes descripciones del paisaje, con todos sus paréntesis e incisos, no obstruyan el curso del relato ni diluyan la potencia de lo narrado, sino que, por el contrario, mediante una imbricación orgánica y sutil con la arquitectura anímica de los personajes, contribuyan de manera fundamental a la iluminación última de cuanto se cuenta y se convoca. Al respecto, uno de los mejores ejemplos aparece justo al comienzo del libro: un macro-retrato de Oaxaca en el contexto de la posguerra independentista que no pierde de vista a su protagonista ni desvía el impulso narrativo, sino que en cambio enmarca con gran precisión y expone con admirable profundidad la infancia de don Porfirio. Gruesa pincelada descriptiva que exhibe no solo la ambición del narrador por contarnos todo sobre el paisaje, sino también, y acaso sobre todo, su habilidad para hacer que ese paisaje abone a la comprensión de los personajes y al flujo del relato. Resolución inesperada de lo extendido: por el improbable camino de la exposición de elementos en apariencia banales e insustanciales, Tello Díaz termina por aproximarnos al protagonista —y, en verdad, a la gran mayoría de personajes que desfilan en la biografía— en su condensación anímica y expansión contextual más plenas.
En esa dirección, se podría decir incluso que, en sus mejores momentos, el efecto de los esfuerzos descriptivos de Tello Díaz, que siendo meticulosos hilvanan también una intensa y ágil narración, es el de una unidad cuya variedad y cohesión recuerdan esos dos milagros de la pintura que son El combate entre don Carnal y doña Cuaresma y Los juegos de niños, de Pieter Brueghel. Esto en tanto que una de las principales sensaciones que produce recorrer los múltiples escenarios del libro es la de estar paseando por una enorme galería de cuadros costumbristas en los que cada una de las figuras ha sido estilizada con admirable detalle, paciencia y perfeccionismo. En un sentido práctico, esto provoca que a lo largo de la biografía ahondemos en los ánimos y motivaciones de un grueso número de personajes —que va de nombres conocidos como los de Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada, José María Iglesias y Vicente Riva Palacio a algunos menos populares, aunque no por eso menos ricos, como los de Luis Mier y Terán, Justo Benitez, Marcos Pérez, Delfina Ortega y Felix Díaz— que, hábilmente bosquejados, son entregados a nosotros como elementos para el análisis y la disección. Esto en el sentido de que en su obsesión descriptiva y renuencia a la síntesis definitiva, Tello Díazconvierte al lector en el primer observador y en el gran juez de las acciones de los personajes de su relato; personajes que, para el goce de nuestro juicio, son expuestos ante nosotros en su humanidad más descarnada.
Y es que una cosa que no hemos dicho es que Porfirio Díaz, su vida y su tiempo operatambién, constantemente, como un laboratorio para la observación de las pasiones e inclinaciones humanas más elementales. Esto a razón de que la constelación de personajes dispuesta sobre las vastas maquetas de paisaje que construye Tello Díaz ofrece al lector la posibilidad de acceder a un ángulo privilegiado de observación panorámica de los eventos y las situaciones en el libro —algo que, sin dejar de exhibir la artificialidad de nuestras indagaciones y el anacronismo de nuestro juicio, nos permite acceder a una introspección profunda de nuestra propia humanidad. Porque recordemos que el fin último de un relato biográfico no es el de exponer ante nosotros las flaquezas de otras vidas para su fustigación, sino el de proveernos de los pertrechos necesarios para el examen de nuestro propio carácter. Es decir que, para nosotros, el beneficio de la perspectiva panorámica del libro no se encuentra en que nos entrega elementos para un juicio más severo de los personajes biografiados, sino en que nos ofrece herramientas para comprender más cabalmente las grandezas y bajezas de la naturaleza humana. Cuando bien ejecutadas, las biografías muestran que las acciones desafortunadas son, con frecuencia, producto del miedo y la confusión; al tiempo que nos enseñan que los arrebatos heroicos y los gestos loables resultan a menudo más heroicos y loables de lo que hubiéramos podido imaginar. Esto en la medida que enfatizan para nosotros la incertidumbre y el desconocimiento que preceden a todo gesto de grandeza y determinación; enfrentado al riesgo, en la antesala del peligro, ningún héroe conoce el fatum ni la suerte de su venturoso camino.
Ejemplar en este sentido es el episodio de la batalla de Tecoac, último enfrentamiento entre las fuerzas revolucionarias, comandadas por Porfirio Díaz, y las tropas reeleccionistas, encabezadas por el distinguido general Ignacio Alatorre, el 16 de noviembre de 1876. En esta batalla, que habría de definirse en favor de los revolucionarios, el aspecto que conmueve es un arrebato heroico provocado por una improbable corazonada del general Manuel González (compadre de Díaz, y como él, futuro presidente de México). Según se relata, la noche del 15 de noviembre, González, que se encontraba en Tlaxco, recibió desde Huamantla una nota de don Porfirio ordenándole atacar el poblado de Apizaco (para entender de lo que estamos hablando: las tres locaciones pertenecen al estado de Tlaxcala, y Apizaco se encuentra entre Tlaxco y Huamantla, que están separados por unos 50 km), puesto que Díaz consideraba que su columna se encontraba relativamente segura en su marcha y consideraba también que el ataque a Apizaco a manos de González era la mejor estrategia para adelantar una ventaja sobre el ejército reeleccionista.
Sin embargo, guiado por una lectura distinta del campo de batalla y por una intuición heroica de lo que se debía hacer, González decidió desobedecer: en lugar de realizar el ordenado asalto a Apizaco, ubicado a 25 km de donde él se encontraba, decidió recorrer con su ejército unos 60 km para reunirse con Díaz en algún punto al norte de Huamantla. Intuía que, aunque el viaje sería cansado, su presencia resultaría de mayor utilidad en ese impreciso norte hacia el que marcharía. Así, sin dormir, armado de su valor y sus intuiciones, cabalgó al frente de sus hombres a partir de la medianoche del 15 de noviembre hacia ese indefinido punto al sur de Tlaxco, al norte de Huamantla, donde intuía encontraría a su compadre, el general Díaz.
Y sus intuiciones no se equivocaban. En una maniobra imprevista, Alatorre había alcanzado al ejército de Díaz en las inmediaciones de Tecoac y lo vencía gracias al factor sorpresa y a la superioridad de su armamento. Díaz había leído mal el campo de batalla y pagaba con sangre las consecuencias: su ejército estaba siendo demolido, y Alatorre estaba a punto de recibir refuerzos con los que firmaría su victoria definitiva sobre los revolucionarios.
Fue entonces cuando una polvareda en la retaguardia anunció lo inesperado: no venía ningún escuadrón a reforzar a Alatorre, sino que en cambio hacia él marchaba una columna de 3.800 hombres, que a mata caballo había vencido las quince horas que separaban Tlaxco de ese brumoso norte, que ahora sabían se llamaba Tecoac. Hambrientos y cansados, pero con la moral en alto, los rebeldes al mando del general González avanzaron al auxilio del jefe de su revolución, que acorralado, estaba a punto de sucumbir.
El resto es historia: las fuerzas de González inclinaron la balanza en favor de los revolucionarios, Alatorre fue derrotado y Lerdo de Tejada tuvo al poco tiempo que abandonar el gobierno y exiliarse en los Estados Unidos. Aunque sobrevivió, González que iba a la vanguardia de su ejército recibió dos heridas de gravedad que lo dejaron inconsciente y le costaron la amputación de un muñón.
Lo más sencillo y más seguro para González, tras recibir la nota de don Porfirio, hubiese sido permanecer descansado en su puesto y reclamar al día siguiente la victoria de Apizaco. Pero en cambio eligió la opción heroica, también la más incierta, la más riesgosa y la más complicada: ir al auxilio de su compadre el general Díaz. Recordándonos en el acto que, independientemente del lado que se favorezca, los seres humanos no existimos para la comodidad y el sosiego. Que nuestro destino es el heroísmo, y que lo que nos conmueve son el honor, la lealtad y los gestos de valía.
Naturalmente, episodios como este, que implican la creación de cierta disposición en el ánimo de los lectores y el constante fomento de su atención, reclaman a un narrador que mediante un cuidadoso manejo del ritmo construya la profundidad narrativa de su relato; en otras palabras, no hay relato sin un narrador dispuesto a ponerse al servicio de las necesidades de su narración. Porque a veces son diez o doce páginas en las que, ágil, se debe pintar un escenario de batalla y su conclusión; pero en otras, el entramado reclama una construcción más lenta. Entonces el autor debe percibir que la temperatura se tiene que elevar de a poco, y el relato, armar con párrafos distendidos y a lo largo de varios capítulos —atalaya de su propio ritmo, el autor no puede relajarse pensando que ya ha encontrado las modulaciones, las cadencias y las armonías definitivas de su voz.
Ejemplo logrado de este tipo de progresión gradual en el libro son las últimas ciento treinta páginas del primer tomo, que se suceden a la manera de un in crescendo cuya fragilidad y riesgo recuerdan la trémula interpretación del Bolero de Ravel hecha por una orquesta municipal que aún no conoce el destino triunfal de su temeraria empresa. La tensión de este arco narrativo comienza con la capitulación del Ejército de Oriente al mando del general Díaz y la entrega de la plaza de Oaxaca durante la guerra de Intervención en febrero de 1865. A partir de ese momento, y hasta el final del libro, el relato experimenta un ascenso rítmico palpitante: Porfirio Díaz se fuga de la prisión en la que ha permanecido poco más de seis meses y, solo pero decidido, marcha fuera de la ciudad con la firme intención de rearmar su ejército y recuperar el destino de la nación que para ese momento se encontraba prácticamente perdido. A continuación, en una narración cuyo pulso solo se intensifica, y cuya calidad únicamente mejora, presenciamos uno de los episodios más conmovedores de la historia del país: a base de gallardía y estrategia, don Porfirio pasa de ser un fugitivo con apenas dos acompañantes a convertirse nuevamente en el general de un ejército de varios miles. En esta revancha concatenara una improbable racha de victorias sobre las potencias militares del Segundo Imperio que culmina con la milagrosa toma de Puebla por asalto el 2 de abril de 1867, la entrada a la ciudad de México en junio del mismo año, el fusilamiento de Maximiliano y la restauración de la República.
Virtuoso arco narrativo en cuya curvatura se inaugura una nueva profundidad: las tensiones de guerra construidas pacientemente a lo largo de ciento treinta páginas —que van creciendo entrelazadas con las pasiones amorosas del general y las tiranteces del primer distanciamiento entre Juárez y Díaz— terminan con un estallido que no es un final sino un agazapado suspenso. Un desenlace que no podría ser mejor y que anuncia ya una nueva y más agravada crisis. No obstante, donde concluye el primer tomo eso no lo sabemos, y solo por intuición podemos suponer que se cava en algún punto una nueva y profunda zanja para nuestro protagonista. La más honda de su vida: a mediados de 1867, Díaz era una de las figuras más populares del país y una leyenda de la guerra de Intervención, en contra de los franceses y en contra del Imperio; había participado en la mayor parte de las guerras del México independiente y había probado su valía en el campo de batalla en cada una de ellas; y en consecuencia, su vida a partir de este momento no podía por definición ser una espiral ascendente, sino que tenía que forzosamente operar como una elevación de valles y de picos. Lo mejor estaba por venir, también lo fatídico. Y así lo expresa magníficamente el autor al finalizar el primer tomo del libro: “[Porfirio Díaz] había combatido durante más de una docena de años al lado de los liberales, siempre con Benito Juárez: primero por el Plan de Ayutla, después a favor de las leyes de Reforma, más adelante por la independencia de su país, contra la Intervención y el Imperio, en defensa de los ideales de la República. En ese tiempo había aprendido también a gobernar, al principio en el Istmo de Tehuantepec y, al final, en todos los estados que formaban la Línea de Oriente, la región más poblada de México. Estaba lleno de fuerza, con ambiciones y sueños para la reconstrucción de su país. Era muy joven al terminar la guerra: tenía apenas treinta y seis años. Le quedaba por delante más de la mitad de su vida —la más importante”.
Esta tensión narrativa sostenida, que como hemos mencionado requiere de variaciones rítmicas y pausas estratégicas para modular la temperatura de su caudal, se articula también mediante uno de los procedimientos más antiguos y eficaces de la narrativa de largo aliento: la división capitular. Más específicamente, la versión de cliffhanger o final en suspenso perfeccionada por Charles Dickens y ampliamente utilizada por los narradores de la segunda mitad del siglo XIX, cuando muchos libros se publicaban por entregas y era fundamental mantener a los lectores en vilo. El punto de esta estrategia narrativa —que implica concluir cada capítulo con una crisis, un giro o una dificultad— es generar en el lector la urgencia de volver al relato para conocer la resolución del dilema; en el caso de las novelas por entregas, garantizaba que los lectores regresarían por el diario o la revista, mientras que en el relato que nos ocupa, anima el encabalgamiento de episodios y modula el ritmo de la narrativa.
El riesgo de este procedimiento es sin embargo alto: no estar a la altura de las expectativas, decepcionar al lector y arruinar el entramado de lo que se está contando. De allá entonces que su ejecución no pueda ser fruto de un atropellado e impulsivo arrebato narrativo, sino que su elaboración requiera de un entendimiento claro de los hilos que sostienen la estructura y el aliento de un relato. Entendimiento como el que parece tener Tello Díaz, que acelera y desacelera la pulsión de su biografía y la iluminación de los distintos sets de su narrativa, modulando de esa manera el precipicio al cual se llega al final de cada capítulo. Para esto, Porfirio Díaz, su vida y su tiempo se apoya también de un audaz ejercicio de titulación que abona a la espesura del relato, desviando un poco el foco de los ánimos cuando los calores amenazan con alcanzar niveles demasiado altos —en el libro, la intensidad de los asuntos tratados se ve con frecuencia animado por logrados títulos que, en la mejor tradición de la novela por entregas, abonan con suspenso, humor, intriga, pero también con ingeniosos desvíos, a la textura de la narración. Algunos de estos títulos son tan atractivos que aún sin contexto despiertan curiosidad y expectativa: “La princesa, la monja, la esposa y la hija”, “Aliados, amantes y espías”, “Dificultades, escándalos y motines”, “Elección y atentado”, “Calvario y exilio”, “Convocatoria y ruptura”.
En línea con lo anterior, otro de los procedimientos utilizados por Tello Díaz para regular la temperatura de su narración es la inserción de pasajes o comentarios humorísticos allá donde la tensión es mayor y amaga con romperse. Mezcla de humor y suspenso que se encuentra a lo largo de todo el libro —siempre a manera de guiños irónicos (como cuando Tello Díaz, tras citar un testimonio de época que indica una sonrisa de Díaz en uno de los momentos más bruscos de la batalla de Tecoac, apostrofa al lector para decirle que habría que hacer un esfuerzo muy grande por imaginar esa sonrisa, dado que “no existe ninguna fotografía, ni una sola, en la que el general aparezca sonriente”), o como viñetas de color insertadas en momentos álgidos para el protagonista. Emblemático al respecto es el episodio en el que se narra cómo Díaz, que se encontraba en los Estados Unidos como parte de las maniobras iniciadas tras la declaración del Plan de Tuxtepec en enero de 1876, decide atravesar el Golfo de México a bordo del City of Havana, un vapor de cargamento que viajaba de Nueva Orleans a Veracruz, con nombre falso y vestido con un insólito disfraz, en cuyos accesorios se contaban una peluca de “cabello muy largo”, una enorme barriga postiza y unos “espejuelos de cuatro vidrios”.
Intrépidamente, y por razones nada ingenuas, esta viñeta es desarrollada con sosiego en el medio de una de las secuencias más convulsas del libro, una que de cierto modo necesita una pausa para consolidarse: la primera gran escalada hacia la presidencia de la República. Empero, la inserción de la viñeta no solo sirve para desahogar las tensiones narrativas, sino que resulta también útil para mostrar algunos de los aspectos más fascinantes —y también más demenciales— del expresidente Díaz; lo que finalmente añade por una ruta inesperada a nuestra comprensión anímica del personaje. Y es que lo más sorprendente del episodio del disfraz no es por supuesto que don Porfirio tuviese la pretensión de ocultarse tras semejantes accesorios (eso es comprensible; era en cierta medida un fugitivo), sino que los excesos en su indumentaria fueron acompañados por una paranoia de proporciones similares. Prueba de ello es que cuando en un momento de confusión —producto natural de una extraordinaria crisis— en el que él cree lo han descubierto y que será arrestado por los hombres de Lerdo de Tejada (que viajan por casualidad en el mismo barco y que en ese punto ni siquiera sospechan que Díaz viaja en su compañía), decide sin más despojarse de su esmerado disfraz, saltar desnudo al agua y en el acto ponerse a nadar con pretensiones de alcanzar la orilla…
Rico en pasajes de esta categoría, el libro nos muestra un Díaz prácticamente desconocido: un Díaz profundamente humano, capaz de los actos más despojados de amistad, locura, audacia, miedo y valentía. Hacia el final de Muerte súbita, esa extraña novela sobre la contingencia y la posibilidad, Álvaro Enrigue afirma que “las novelas aplastan monumentos gracias a que todas, hasta las más castas, son un poco pornográficas”. Sin ser una novela, la biografía de Tello Díaz parece encajar con comodidad en el ingenio y agudeza de esta definición; y esto no porque el libro nos muestre a un Porfirio Díaz paranoico y desnudo flotando en medio del mar, ni tampoco porque nos cite in extenso esa incestuosa carta de 1867 en la que le propone a su sobrina convertirse en legalmente su esposa o judicialmente en su hija, sino porque, en su sentido más profundo, Porfirio Díaz, su vida y su tiempo desmonta el monumento del general y lo convierte en un hombre de nuestra estatura. Una figura en cuya cumbre y flaqueza se cifra lo mejor de nuestros sueños, nuestras más profundas congojas y lo más hondo de nuestras heridas. Un libro en el que se lee, sí, sobre el intrépido guerrero que escapa de la cárcel escalando edificios, toma fortalezas por asalto y derrota con estrategia a sus enemigos; pero también, y probablemente ante todo, un libro en el que aprendemos sobre don Porfirio, aquel ser humano tembloroso y emocional, el adolescente soñador, la estatua ecuestre que no fue pero que pudo haber sido.
Irremediablemente trágica, la historia queda suspendida en el punto de mayor tensión con un cliffhanger que condensa de modo admirable algunas de las mayores cumbres que ha tenido hasta ahora el relato de Tello Díaz: “Tenía cincuenta y cuatro años de edad. Su vida había sido larga. Fue voluntario de la guardia nacional de Oaxaca durante la invasión de los Yankees; partidario del Plan de Ayutla en la rebelión contra Santa Anna; miembro del partido liberal que proclamó la Constitución; comandante de Tehuantepec durante la guerra sin cuartel de la Reforma; general de las fuerzas que resistieron a la Intervención; jefe de la campaña de Oriente que derrotó al Imperio de Maximiliano. Tras el triunfo de la República, al sobrevenir la división, encabezó el Plan de La Noria, que fracasó; capitaneó más adelante la revolución de Tuxtepec, que lo llevó, por fin, a la Presidencia. Y después a la espera, propiciada por la reforma que prohibió la reelección, impulsada por él mismo. Era ya parte de la historia del país. Pero estaba aún por empezar el periodo más trascendente de su vida —uno en el que, para bien y para mal, habría de gobernar sin interrupción en México. Su biografía estaría en esos años tan estrechamente identificada con la vida del país, que la historia habría de bautizar ese periodo con un nombre inspirado en el suyo: el Porfiriato”. De este modo, el autor suspende su relato anticipando también los nudos que se vendrán al finalizar el libro. Final en suspenso que no solo le da un magistral cierre al segundo tomo, sino que prepara al lector para la tercera y más inquietante parte de la biografía, aquella en la que el destino individual se funde más estrechamente con el retrato colectivo; modelada involuntariamente en la tradición del héroe caído, la vida de Porfirio Díaz alcanza su definición mejor en la parte final de su curvatura narrativa. Puesto así, también: un arco que es, en esencia, un arquetipo. Una historia que la humanidad ha repetido desde que, hace miles de años, alrededor del fuego, comenzaron a tejerse los primeros retratos y los relatos más profundos.
En última instancia, sin embargo, el mayor mérito del trabajo de Tello Díaz no es la profundidad de sus personajes, la profusión de sus descripciones, su logrado ritmo ni su virtuoso arco arquetípico, sino la ambición de su proyecto narrativo. Erigido en contra de las escuelas críticas que celebran lo fragmentario, lo pesimista y lo anti-climático —ésas que, amparadas en los barbarismos de la Gran Guerra y los horrores del Holocausto, han dictaminado y promovido la relatividad de los valores, el desmembramiento del lenguaje y la clausura de todos los proyectos que aspiren a afirmar la totalidad, a negar el vacío—, Porfirio Díaz, su vida y su tiempo se alza como el precedente mexicano más contemporáneo de la gran literatura. Ajeno a todo pesimismo de la imposibilidad, la biografía de Tello Díaz se presenta como una proclamación audaz —deliberadamente ignorante de los reclamos y exigencias de la posmodernidad—, y una valiente refutación al nihilismo de nuestro siglo desde el más primordial de los oficios: el del artesano-escritor que entrega los mejores años de su vida a la construcción y ejecución de un único proyecto; admirable empresa la de aquel que, conociendo la alta improbabilidad de triunfar en su aventura, se arroja, sin embargo, en pos de ella. En medio del desierto de una literatura cada vez más propensa a la disolución de los sueños, Tello Díaz emerge como bastión de una modernidad renovada, recordándonos que todavía es posible aspirar al retrato de la totalidad, que el tiempo de los grandes proyectos no ha cesado, y que la gran obra —ese artefacto que se levanta, total e incomprensible, como una expresión milagrosa de la condensación y la palabra— aún puede ser imaginada.