Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Valeria Luiselli, Los ingrávidos, Sexto Piso, Ciudad de México, 2011, 144 pp.


El propósito de este ensayo no es cuestionar el lugar canónico que hoy ocupa la obra literaria de Valeria Luiselli. Leemos en la solapa de Los ingrávidos: “Sus obras han sido traducidas a más de veinte lenguas, han sido galardonadas dos veces con el Los Angeles Times Book Prize, con el American Book Award, con el Andrew Carnegie Award Medal for Excellence in Fiction y con el Folio Prize, y ha sido finalista del Booker Prize, del Women’s Prize for Fiction y en tres ocasiones del National Book Critics Circle Award.” (Los ingrávidos tiene, hasta donde sé, siete ediciones en español desde su publicación original en el 2011.) Frente a este irreprochable CV, ¿qué sentido tiene el gesto del crítico individual, que declara vana la opinión del mundo y representa así un papel romántico o, peor aún, el de un resentido o un infeliz? Lo que la crítica requiere, en este y en todos los otros casos que enfrenta, es un ejercicio de la inteligencia, que es una forma de la distancia –requiere un cuestionamiento serio de las razones que han producido este objetivo estatus social, este objetivo prestigio, del que goza la obra de Valeria Luiselli en el presente.

Para entender este fenómeno, es necesario primero situar la obra de Luiselli en el contexto de las transformaciones sufridas por la literatura mexicana durante los últimos treinta años, un contexto que en muchos sentidos la abarca y la determina. No me refiero, en primera instancia, a los cambios que los estilos y los gustos literarios han sufrido en este tiempo. Me refiero más bien a ciertas transformaciones geológicas más profundas: geológicas porque implican un reacomodamiento de los espacios desde los cuales se escribe y se lee la literatura mexicana. Estos reacomodamientos se articulan en tres vectores: la consolidación del mercado cultural estadounidense como un refugio para escritores en español (y otras lenguas) de distintas nacionalidades; la paradójica reemergencia de Barcelona como capital literaria del mundo “hispano,” Anagrama relevando a Seix Barral en la publicación de valores literarios hispanoamericanos y la ciudad misma convirtiéndose en un personaje importante de ficción; las reformas de las instituciones culturales mexicanas a raíz del TLCAN y la transición democrática del 2000, definidas por el esfuerzo de independizar las funciones artísticas, culturales y académicas del Estado en organismo autónomos (producto de estas reformas pueden considerarse el parcial desplazamiento de la Ciudad de México como espacio literario privilegiado y el regreso de las literaturas regionales, como la literatura del “norte”). Cada uno de estos espacios ejerce una presión particular sobre la práctica de la escritura, sobre las nociones de lo mexicano y la literatura mexicana, y sobre la concepción misma de literatura: una presión hecha de seducciones y condenas, ilusiones y desprecios, pero sobre todo del infinito deseo de todo artista: ser reconocido.

La obra de Valeria Luiselli es, sin duda, el registro más interesante de la atracción que las instituciones culturales estadounidense –universidades, pequeñas y grandes editoriales, writing workshops, proyectos de traducción, y la posibilidad, deseada por tantos y reservada para unos pocos, de publicar directamente en inglés– han ejercido sobre los jóvenes artistas e intelectuales mexicanos durante los últimos veinticinco años. La ficción y la no-ficción de Luiselli se hace parte, así, de una larga tradición de textos que exploran e inventan las relaciones, similitudes y diferencias entre México y los Estados Unidos. Esta tradición, sin embargo, no es social ni lingüísticamente homogénea: una parte de ella se articula desde el punto de vista del intelectual del centro del país y su extrañeza frente al mundo estadounidense (Justo Sierra, José Vasconcelos, Octavio Paz); otra, desde el espacio de la frontera y sus particularidades históricas (la literatura del “norte”); y otra, finalmente, escrita dentro de los Estados Unidos y en inglés, o que más bien hace del prestigio desigual entre el español y el inglés la substancia de su escritura: la literatura chicana, por ejemplo. En su totalidad, las ficciones de Luiselli trazan esta cartografía de manera casi exacta: van desde el punto de vista del intelectual mexicano en Los ingrávidos (tanto el de la narradora como el de Gilberto Owen) hasta la degradación, en el sentido de pérdida de grado o rango, de la voz narrativa frente al “archivo” en Lost Children Archive. Incluso Historia de mis dientes, ese libro incómodo como un mal chiste al que sigue un silencio embarazoso, se desarrolla sobre el fondo de la guerra contra las drogas.

A diferencia de esta cartografía –y esta diferencia marca la nueva situación literaria que define la obra de Luiselli y otros escritores de su generación– Luiselli explora las relaciones entre México y los Estados Unidos desde adentro. Las protagonistas de Los ingrávidos y Lost Children Archive son parte de una clase media asalariada que se gana la vida en el mercado cultural de los Estados Unidos: la primera como traductora en una pequeña editorial; la segunda como parte de un proyecto de NYU que pretende registrar todas las lenguas que se hablan en Manhattan. En otras palabras, la obra de Luiselli registra un momento preciso en la historia de la literatura mexicana, así como en la relación entre ambos países: el acomodamiento de los intelectuales mexicanos al mercado cultural de los Estados Unidos, un acomodamiento que, por supuesto, no tiene nada de sencillo o simple, ni práctica, ni moral, ni literariamente. Este acomodamiento produce más bien una paradoja y esta paradoja define el interés principal de la obra de Luiselli: ser, al mismo tiempo, un lúcido análisis del mercado cultural estadounidense y una encarnación de su lógica, una aspiración a ofrecer lo que el mercado pide sin una palabra. Esta lógica culmina en la publicación de Lost Children Archive. Más que estar escrita en inglés (un falso problema crítico, pues el quiebre de las relaciones “naturales” entre escritor y lengua “materna” es una de las herencias más importantes del modernismo literario), la novela está escrita en la prosa estandarizada de la intelligentsia norteamericana, suplementada aquí y allá por un “fuck” que recuerda al lector que no está leyendo un ensayo publicado en The New Yorker. Su arquitectura narrativa –construida en torno al concepto del “archivo”– es también una apropiación directa del lenguaje que ha dominado los departamentos de literatura en Estados Unidos desde los años ochenta (¡hace ya casi cincuenta años!). El éxito de Lost Children Archive no es sorprendente: los académicos, críticos literarios y estudiantes de literatura en los Estados Unidos encontraron en la novela precisamente aquello que buscaban, y lo encontraron sin tener siquiera que realizar el esfuerzo de buscarlo.

Es Los ingrávidos, sin embargo, la novela que mejor encarna esta paradoja fundamental de la obra de Luiselli. En su capa superficial –que no es necesariamente la menos importante, pues los muchos momentos de tedio experimentados durante la lectura son su consecuencia directa– Los ingrávidos es un inventario de la posmodernidad literaria: la desintegración del individuo y la sombra de una doble vida (“Todo empezó en otra ciudad y en otra vida,” “comencé, poco a poco, a existir como habitada por otra posible vida”); los límites porosos entre la memoria y la invención (“Todo lo demás es elaboración posterior. Mis recuerdos de esa vida no podrían tener mayor contenido. Son andamiajes, estructuras, casas vacías”); la deconstrucción del cuerpo y el mundo sensible, reducidos a la gramática (“Contaba mi vida en la gran urbe una y otra vez como para hacerla mía, consciente, quizá, de que también la felicidad depende de la sintaxis,” “Pero ahora soy precisamente eso, un enunciado”); las paradojas de las política identitarias (“Solo he invitado a negros, pero tú, Federico [pronunciaba la d de Federico como si sostuviera una canica entre los dientes] eres suficientemente negro, y tú, Gilberto, tú pareces apache o suomi”); la puesta en escena de los mecanismos literarios del relato (“Yo tengo una bebé y un niño mediano. No me dejan respirar. Todo lo que escribo es –tiene que ser– de corto aliento,” “El metro, sus múltiples paradas, sus averías, sus aceleraciones repentinas, sus zonas oscuras, podría funcionar como esquema del tiempo de esa otra novela”). Todos estos elementos se insertan en un juego narrativo mayor, una contraposición de espejos: al inicio de la novela, una mujer anónima describe su vida cotidiana como esposa y madre de dos hijos; al mismo tiempo recuerda su juventud en Manhattan e imagina la posible vida del poeta mexicano Gilberto Owen cuando vivió en la misma ciudad, en 1928. Conforme la novela avanza, el propio Owen asume la voz narrativa e imagina una novela narrada por “una mujer que se queda para siempre encerrada en una casa, o en un vagón de metro, da lo mismo, hablando con sus fantasmas.” Las muchas incertidumbres de la narración se resuelven así en una estructura circular, dentro de la cual es imposible establecer distinciones nítidas entre la realidad y la ficción, entre la voz de nuestra narradora y la voz de Gilberto Owen. En un momento de feliz auto-ironía, es Owen quien mejor abrevia los complejos juegos posmodernos de Los ingrávidos: “la poesía, la disolución de la identidad, la extranjería, y no sé qué criolladas más.”

Estos juegos entre la ficción y la realidad adquieren densidad, sin embargo, cuando dejan de ser síntomas de una condición general y ambigua que llamamos posmodernidad y toman como referente concreto el mercado cultural estadounidense. La línea (si se me permite desarrollar una de las metáforas estructurantes de la novela) narrativa más interesante de Los ingrávidos relata, o inventa, la juventud de la narradora en Manhattan, donde “[t]rabajaba como dictaminadora y traductora en una editorial pequeña que se dedicaba a rescatar ‘perlas extranjeras’ que nadie compraba –porque al fin y al cabo estaban destinadas a una cultural insular donde la traducción se abomina por impura.” En este pasaje, hemos pasado de la metaficción a la sociología de la cultura: ‘pasado’ en el sentido de que ha sido una la que nos ha llevado a la otra. Otro ejemplo: “Moby tenía un trabajo de fin de semana en la ciudad. Vendía falsos libros viejos que él mismo fabricaba en una imprenta casera. Los intelectuales-bien se los compraban a precios poco razonables. También reimprimía ejemplares únicos de clásicos estadounidenses en formatos igualmente únicos. (Es notable la obsesión de los gringos por las cosas únicas) […] Pero la mayoría de sus autores eran ‘poetas de Ohio de los años veinte y treinta.’ Ese era su nicho. Había desarrollado una teoría sobre la ultraespecialización que le estaba funcionando. Por supuesto, no la había desarrollado él sino el señor Adam Smith, pero él creía que la teoría era suya”.

En ambos pasajes, la traducción, la falsificación y la relación de ambas con un supuesto objeto “único” tiene un referente concreto: la producción del valor literario, entendido al mismo tiempo como un valor artístico intrínseco (“perlas extranjeras”) y como la muy vulgar y real posibilidad de circular y vender este objeto en el mercado económico (“Los intelectuales-bien se los compraban a precios poco razonables”). La relación entre ambas nociones de valor, el cultural y el económico, plantea una de las preguntas verdaderamente interesantes de Los ingrávidos: ¿qué función cumplen la traducción y la falsificación en los procesos de canonización literaria en el mercado cultural estadounidense?

El episodio principal de Los ingrávidos plantea esta pregunta en su mayor intensidad lúdica. La función de nuestra protagonista en su pequeña editorial es pasar “la mitad de la semana en las bibliotecas de alrededor de la ciudad, buscando libros de escritores latinoamericanos que valiera la pena traducir o reeditar.” Estrictamente, se trata de un trabajo de “especulación” literaria, definido por el posible valor futuro de un autor en el mercado. Su editor, White, “estaba seguro de que, tras el éxito de Bolaño en el mercado gringo hacía más de un lustro, habría un siguiente boom latinoamericano.” Durante esta búsqueda, la protagonista descubre la obra de Gilberto Owen y descubre, además, que Owen vivió en Manhattan entre 1928 y 1929, no muy lejos de donde ella vive ahora y al mismo tiempo que otros modernistas extraordinarios como Federico García Lorca y Louis Zukofsky. A partir de esta coincidencia, desarrolla un interés obsesivo por traducir y publicar la obra de Owen en inglés. Frente a la negativa de su editor –“Tráeme otra cosa que sí se pueda traducir – decide realizar las traducciones ella misma y presentarlas como traducciones de Zukofsky, encontradas en la Casa Hispánica de la Universidad de Columbia. La editorial decide que las falsas traducciones efectivamente tienen un valor estético e histórico y son publicadas. El siguiente pasaje describe las reacciones a la publicación y, aunque extenso, merece citarse en su totalidad:

La falsa traducción se publicó. Aparecieron reseñas de inmediato. Primero, en páginas de internet de poca relevancia, especializadas en autores del tercer mundo, traducciones, y escritores minoritarios en general (minorías étnicas, raciales, sexuales, etcétera). Después, salieron artículos en los journals universitarios, que acreditaban la veracidad del ‘manuscrito del poeta Zukofsky sobre el gran poeta mexicano Gilberto Owen, hallado en la Casa Hispánica, de la Universidad de Columbia.’ El departamento de Letras Hispánicas de la Universidad de Austin abrió un ‘Archivo Owen’; aparecieron los artículos de Owen para El Tiempo de Bogotá, escritos en los años treinta y cuarenta, que un profesor reunió y publicó en tomo de Porrúa, en la Ciudad de México, y que en seguida tradujo la Harvard University Press. Y finalmente llegó el día que White había esperado con tanto entusiasmo y yo con horror: un crítico de NYRB quería entrevistarnos a mí y a White, para publicar un perfil íntegro del poeta Gilberto Owen.

Este pasaje es un extraordinario análisis de las formas sociales concretas que producen el prestigio cultural de un autor extranjero dentro del mercado estadounidense. Prestemos atención al riguroso orden de la secuencia en el pasaje: páginas de internet especializadas en el “tercer mundo” y las “minorías”; validación oficial a través de journals académicos e instituciones como la Casa Hispánica de Columbia; apertura de un archivo académico en la Universidad de Austin, que es ya uno de los archivos más importantes para el latino-americanismo académico en los Estados Unidos; publicación de obras olvidadas en el país de origen y traducción por instituciones extranjeras de alto prestigio (Harvard University Press); un perfil en el New York Review of Books, una de las revistas literarias más prestigiosas del país. Por supuesto, la protagonista es incapaz de sostener esta ficción y, en lugar de un perfil sobre Owen en el NYRB, el editor debe confesar/inventar que ha cometido un error profesional y que las traducciones muy probablemente no pertenecen a la mano de Zukofsky. A pesar de esta confesión, o quizá debido a ella, la protagonista concluye que “Owen se convertirá, sin duda, en un nuevo Bolaño. O, mejor, en un nuevo y perdurable Neruda.”

La descripción del mercado cultural estadounidense en el pasaje anterior revela una dinámica de canonización precisa: la consagración de autores “minoritarios” (pertenecientes al “tercer mundo”) por parte de las instituciones de educación superior (Columbia, Austin, Harvard), y su posterior circulación en el mercado editorial como valores económicos y literarios (la pequeña editorial de White, el NYRB.) Hay otro momento en la novela que revela, quizá de forma inconsciente, las formas en las que la traducción y la falsificación determinan el éxito de un autor extranjero en el mercado estadounidense. Como se mencionó antes, nuestra protagonista trabaja en una pequeña editorial y su función es encontrar “libros de escritores latinoamericanos que valiera la pena traducir o reeditar.” Habría que decir que cumple sus obligaciones laborales con vivacidad, pero no con total congruencia: “Pasajera –asalariada– en el tren del entusiasmo, yo le llevaba una mochila llena de libros todos los lunes, y dedicaba mis horas de oficina a escribir un informe detallado de cada uno de ellos. Inés Arredondo, Josefina Vicens, Carlos Díaz Dufoo Jr., nada le convencía”. No se requiere de un lector perspicaz para identificar la patente discrepancia entre la función laboral de nuestra protagonista y su cumplimiento: en búsqueda de grandes autores latinoamericanos, ¡lo único que encuentra es literatura mexicana! Este desliz entre lo “mexicano” y lo “latinoamericano” no puede atribuirse a un impulso nacionalista de nuestra protagonista, que, a fin de cuentas, trabaja con el propósito de producir un nuevo boom latinoamericano. Más bien, habría que decir que, en la novela, el desliz entre lo “mexicano” (o cualquier otra nacionalidad al sur del Río Grande) y lo “latinoamericano” aparece como una de las condiciones del prestigio literario en los Estados Unidos. La novela misma explota esta ambigüedad con inteligencia. Nuestros dos narradores se deslizan constantemente entre ambas categorías, que, por supuesto, no son excluyentes, pero     que conllevan implicaciones históricas, políticas y estéticas claramente diferenciables. En la madurez de su casona mexicana, la identidad de nuestra narradora femenina es sólidamente nacional; pero en su juventud neoyorkina es víctima de la ironía de White: “¿Ya oíste, Minni?, tenemos el honor de trabajar con la única latinoamericana que no fue amiga de Bolaño.” Por su parte, Owen es descrito en los journals académicos como un “gran poeta mexicano;” poco después, sin embargo, nuestra narradora expresa la esperanza de que se convierta en el nuevo Bolaño o Neruda. Las traducciones y falsificaciones que producen el prestigio, entonces, no se refieren únicamente al estilo literario. Cuando White manda “[t]ráeme otra cosa que sí se pueda traducir al inglés,” su orden no es únicamente un juicio acerca de la dificultad de traducir el lenguaje poético de Owen. Traducir, aquí, significa insertar la particularidad nacional en una categoría mayor, lo “latinoamericano,” que puede entonces contraponerse sin más a lo “norteamericano,” convirtiéndose así en una forma del exotismo. Lo que White desea es una historia, una ficción, que permita el desliz entre lo “mexicano” y lo “latinoamericano,” pues esta es la condición misma del prestigio literario en los Estados Unidos. Traducir, aquí, es falsificar. En cierto sentido, nuestra protagonista proporciona a su editor precisamente aquello que desea.

Este ensayo inició con un cuestionamiento sobre el lugar canónico que ocupa en el presente la obra de Valeria Luiselli y las razones que explican, o permiten arriesgar una explicación, de su objetivo e innegable prestigio social. Estas razones, como he señalado, son intrínsecas a los textos, pero no en la forma en la que estamos acostumbrados a pensar el valor intrínseco de una obra literaria: como valor estético. Más bien, la obra de Luiselli se caracteriza por un lúcido análisis de las condiciones concretas que producen y distribuyen el prestigio cultural y por la habilidad literaria de mimetizar su obra con estas condiciones, como ciertos insectos y animales que se confunden con su entorno para triunfar en la lucha por la vida. Incluso Historia de mis dientes, que establece un juego conceptual con el mercado del arte contemporáneo, cabe dentro de esta definición general. No acuso oportunismo: la acusación presupondría que la escritura es una práctica absolutamente libre, que no es sensible a las seducciones y las prohibiciones del momento histórico en el cual se desarrolla. Las razones que he ofrecido sobre el prestigio de la obra de Valeria Luiselli en el presente tienen la finalidad, más bien, de permitir una serie de especulaciones (no muy distintas a las realizadas por el editor White y la protagonista de Los ingrávidos) sobre su valor literario proyectado hacia el futuro.

Creo, primero, que la obra de Luiselli ha asegurado su vigencia en el futuro inmediato puramente a partir de sus elecciones temáticas: la escritura femenina (la escritora como madre y esposa), la migración, el archivo. Estos dos elementos son suficientes para que la obra de Luiselli continúe reproduciéndose durante los siguientes años en las clases de licenciatura y los seminarios graduados de los Estados Unidos y otras partes del mundo. Pero los “temas” de una obra no son suficientes para mantener el interés o el prestigio en un término mayor de tiempo. Creo que, a mediano plazo, dejaremos de ver la obra de Luiselli a partir de sus elementos conscientes –aquello que la obra representa o discute explícitamente– y empezaremos a comprenderla como el síntoma de un fenómeno cultural, económico y social mucho más amplio y complejo: la rearticulación de un mercado literario mundial a finales del siglo XX y principios del siglo XXI, en el que el inglés funciona como una particular lingua franca: la lengua a la que todo escritor aspira a ser traducido para ser leído globalmente.

En la obra de Luiselli podemos ver ya algunos de los efectos que esta nueva dimensión global del mercado produce en los lenguajes literarios nacionales: la estandarización de la prosa literaria en aras de su traducción (el mexicanismo más extremo que aparece en Los ingrávidos es “nomás”); el abandono de las lenguas nacionales. De nuevo, no tengo aquí la intención de realizar una crítica nacionalista. El problema que planteo tiene que ver con la reducción de las múltiples formas de la escritura literaria –formas que nunca son puramente nacionales y más bien establecen distintos circuitos de intercambio entre escritores de distintos países y lenguas– al inglés estandarizado que practica la intelligentsia del país más poderoso del mundo. (Nabokov, por ejemplo, escribió un inglés radicalmente propio, con cuerpo, ritmo, color: Nabokov desarrolló el inglés como un lenguaje literario). Y este es un problema, principalmente, porque reprime la razón principal que nos lleva a la literatura: el placer de la lengua. La dominación del mercado editorial estadounidense y la extensión del inglés estándar como lengua literaria mundial no requiere (o no únicamente) de una crítica nacional, sino de una crítica estética del lenguaje gris, informativo, intercambiable y francamente aburrido que este mercado impone como garantía de acceso.

¿Qué decir del futuro distante? La imaginación del crítico enfrenta aquí una barrera quizá infranqueable, pues el futuro distante es precisamente aquella forma del tiempo que no nos incluye. Es, también, la temporalidad propia del canon literario, que es indiferente a la vida de los individuos e incluso de las sociedades, y cuyo único horizonte posible es la totalidad de la historia y la muerte de la especie –la posteridad de la humanidad misma. La cultura es, por excelencia, la inversión a mayor plazo: sus beneficios no se limitan al presente (muchas veces no son siquiera identificables en el presente), sino que se desarrollan durante siglos y milenios. Ante la imposibilidad de imaginar un mundo al que ya no pertenecemos y una extensión temporal que abarcaría a la especie misma, ofrezco una especulación final y una confesión personal. La especulación: en la longue durée del canon literario, el más importante principio de selección canónica no es la relevancia política o los valores “civilizatorios” de una obra, ni siquiera la complejidad o el prestigio temporal de su escritura. El principio de selección canónica más importante a largo plazo es el placer o, más bien, la fascinación literaria: esa forma de la tentación que nos solicita desde la distancia, como escribió Jorge Cuesta; que asume la distancia como condición misma del placer y es así capaz de cautivar una y otra vez a las nuevas generaciones humanas. ¿Escucharán los lectores del futuro distante, ese tiempo inconcebible, el llamado de la obra de Luiselli? ¿Serán fascinados por ella: encantados, seducidos, embriagados, enamorados desde la distancia? ¿Encontrarán esa forma particular e irreducible del eros que la literatura establece entre el cuerpo y la palabra, entre los sentidos y la inteligencia? La confesión: yo no la encontré. Pero los mortales somos el sueño de una sombra, y solo el tiempo revelará su antología.

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