Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Juan Pablo Villalobos, Fiesta en la madriguera, Anagrama, Barcelona, 2010, 112 pp.


La gran virtud de todo escritor es convertirnos a su credo. Un lector se convierte en kafkiano cuando lee a Kafka, se torna galdosiano cuando repasa a Galdós o termina hechizado por Borges y es ya borgeano.

Entramos en el universo de un escritor y ya no somos los que éramos, sino que el autor nos ha tomado del cuello y nos ha subordinado a su estilo, a su léxico, a su atmósfera: nos llena de su genio. Un autor nos convierte en sus lectores porque su obra es única. Al leer Crimen y castigo nos damos cuenta de que no hay otra obra igual, lo mismo ocurre con El proceso de Kafka o con cualquiera de los Episodios nacionales de Pérez Galdós. Uno llega al final de “La intrusa” de Borges y algo se detiene en nuestra respiración: Borges ha entrado en nosotros para nunca más salir.

Quienes vivimos ese dichoso y catastrófico día del Ulises llegamos a la última página inundados de un espíritu que ni siquiera podemos describir. Tengo todavía en la memoria la lectura de Moby Dick y si me preguntaran de qué trata la novela solo podría decir que trata de la condición humana, del ser humano. Pero lo mismo podría decir de novelas de Javier Marías, de Sara Mesa, de Mariana Enríquez o de Eduardo Halfon.

De todas las demás páginas leídas, escritas con entusiasmo (no me atrevería a decir que sus autores no las escribieron con entusiasmo y el no tan secreto afán de volverse inmortales) y medianía me gustaría que se las llevara el olvido, pero no. Los malos libros, los malos autores, también quedan ahí, como los recuerdos de un accidente, de alguna relación fallida. Los malos libros tienen también su lugar en la memoria, una sensación que se mueve entre el repudio y el enojo. Nos preguntamos, ¿por qué le invertí esas horas? La disciplina, como todas las virtudes, tienen su lado impuro. Hay algo vil en nosotros los lectores. Somos niños que no ocultamos nuestra curiosidad ante la deformación de un rostro, ante un olor desagradable. Seguimos leyendo casi burlándonos y continúamos porque queremos ver el desastre total (alguna vez acompañé a un gran escritor a ver una exposición terrible; en cada sala nos quejábamos: aludíamos al tiempo perdido en el trayecto para llegar, en el fastidio por encontrar estacionamiento, en lo pésimo de la museografía, en el gasto innecesario de marcos, en los sueldos invertidos en el personal de la galería y en las becas mal ganadas y bien gastadas que se le habían dado al pintor; llegado el momento le dije: “Vámonos”, a lo que él, serenamente, aceptando el fastidio del momento, dijo: “No. Es tan mala que merece ser apreciada por completo”). El lector pernicioso, podríamos decirle. Mea culpa, lo confieso; aunque no creo ser el único. Leo, y no conozco otra actividad solitaria que me proporcione mayor atracción y fascinación que la lectura. Aunque, ya se sabe: no toda lectura nos proporciona placer, pero sí toda lectura alecciona.

Supe de la adaptación de Fiesta en la madriguera y me prometí no verla, pero en una tarde de ocio hacemos hasta las cosas que juramos jamás haríamos. La vi, y me pareció mejor que la novela. Cuando la leí en su momento, por allá de 2010 o 2011, me pareció que era casi un plagio de Juliana los mira del gran Evelio Rosero, esta sí espléndida novela. No tuve nunca la intención de escribir sobre Fiesta en la madriguera. Continué leyendo algunos de los libros de Juan Pablo Villalobos y, quizá infectado por aquella primera impresión, todos me parecían medianos. Claro, un lector siempre quiere leer grandes libros y, a medida que envejece, tiene cada vez la mirada más cansada y más aguda; más exigente o más nociva, según se vea. Por eso en la edad adulta –bastante adulta– se puede llegar a Dante, Broch, Musil; y se tiene menos tolerancia a los Villalobos et alia.

Pero no, no estoy diciendo que Fiesta en la madriguera sea un plagio, digo que es un calco medianamente adaptado. Ya no digamos que los temas son iguales, que los narradores Juliana y Tochtli se parecen, que tienen miradas similares. No pensemos que en ambos casos la violencia, la degradación social y familar es el hilo conductor. No señalemos que en las dos novelas la corrupción, el poder, la opulencia, lo absurdo están presentes, ni que la degradación humana es el marco de ambas. No digamos más ya las similitudes, pues son muchas.

La gran diferencia, la diferencia sustantiva entre las dos, es que a Rosero no le importa incomodar, criticar, señalar e inquietar al lector, mientras que Villalobos escribe buscando lectores. Ansioso por ellos, concede todo lo que está en sus manos, como lo hacen los autores de best-sellers. La literatura más eficiente para el mercado es aquella que no exige. Sí, ya sé que cada quien lee, escucha y come lo que quiere, pero, para decirlo pronto, los críticos literarios están –en las últimas décadas– en el afán de condescender aún más de lo que conceden los escritores: todas las novelas son geniales, todos los libros imprescindibles y todos los autores merecen, de menos, el Rómulo Gallegos o el Príncipe de Asturias. Basta leer cualquier revista, suplemento, blog o comentario en redes sociales (a donde por cierto se han estado formando los críticos más que en el sillón o en la cama con libro abierto) para saber que a la semana nace un escritor genial en cada país. Y no se crea el probable lector que hablo a ciegas, realicé el ejercicio solo un mes, solamente los fines de semana leyendo los suplementos literarios de cuatro países y para mi sorpresa solo en esos seis, en ese mes, había 23 grandes autores nuevos, 8 consagrados y 31 grandes libros de la literatura universal. Grandísimo clásicos inmediatos de la literatura de todos los mundos conocidos y que el lector debía obligarse a correr a la librería por ellos, en contra de sus bolsillos y a favor de una industria que exige estar al día como quien está al día de las series televisivas, del nuevo cereal, del nuevo teléfono o del nuevo político municipal, estatal, nacional, internacional o galáctico. Pues para eso tenemos ahora la bendición de poder opinar públicamente sobre Azerbaiyán, la influencer asesinada en vivo, los aranceles económicos, el buque-escuela Cuauhtémoc o la ausencia del camión de la basura en mi colonia.

Todos somos lectores, todos leemos. A los críticos les toca medir y mediar entre la oferta y la demanda, pero hay otra categoría de crítico literario: el que se atreve a ponerle los puntos sobre las íes al mercado más que al –o a través del– autor, este crítico, por supuesto, es un monstruo, pues no lo satisface casi nada. Es un monstruo porque no encuentra acomodo en ningún sitio y pocos lo soportan, es un lector insatisfecho que, como el verdadero escritor, está empeñado en dar con el gran libro.

El que no es escritor de literatura es escritor de libros, y se entiende que este último quiera agradar, que ansíe reconocimiento y éxito. Se comprende que la mayoría de los autores ahora busquen la gratificación emocional de las redes sociales, las entrevistas, los premios y alguna columna semanal en un medio o periódico reconocido para poder hablar con autoridad de por qué el camión de la basura tarda tanto en pasar por su colonia. Es humanamente comprensible todo esto. Por eso nuestro siglo XXI está lleno de villalobos y volpis; por eso nuestro siglo está hecho de modelos a seguir más que de caminos nuevos. Pocos son los que dejan camino para tomar la vereda, pues no se quieren ensuciar las botas ni tropezar en algún barranco. No es gratuito que la mayoría de los grandes autores hayan tenido una vida incomprendida y hayan vivido con hastío e impaciencia.

Hasta los malos libros necesitan una relectura. Ya sabemos que la verdadera lectura es la relectura. Releí Juliana los mira y, aunque me sigue pareciendo buena, tampoco la pondría entre los tres mejores libros de Evelio Rosero. Releí Fiesta en la madriguera y no me decepcionó. Es tan mala como la recordaba.

Las dos novelas están narradas desde la mirada de la infancia-pubertad. En ambas, las acciones son el puente por el que los personajes trazan la pérdida de la inocencia hacia el otro lado: el mundo adulto y “real”. Pero sabemos que esto ya lo había hecho magistralmente Rosario Castellanos en Balún Canán o José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto, por no hablar de la maravillosa Matar a un ruiseñor de Harper Lee o de la estupenda Ximena de dos caminos de Laura Riesco. Aunque en esta última, novela prodigiosa de nuestra lengua, el narrador no es una niña, pero la voz en tercera persona narra completamente la visión y el punto de vista de ella.

Las “coincidencias” textuales son innumerables. No me detendré una a una pues solo faltaba que ahora se hagan reseñas bajo los parámetros de las ediciones críticas, aunque en el caso de estas novelas podría llevarse a cabo página tras página. Si en Juliana los mira se lee: “… Mamá nos había dicho que era posible que llegara el presidente” en Fiesta en la madriguera cambiemos al presidente por el gobernador: “… el gober. Vino a cenar a nuestro palacio…”. Si en la novela de Rosero leemos: “Llegaron vestidas de negro porque dijeron que había muerto un poeta…”, en la de Villalobos se lee: “Pero Mazatzin estaba todo el tiempo triste, porque en realidad había estudiado para ser escritor”. Por eso decía líneas arriba que no podemos hablar de un plagio, sino de un calco literario. Elemento tras elemento, presidente por gobernador, poeta por escritor, mansiones por palacios –etcétera ad nauseam–, es que terminé de leer por segunda vez Fiesta en la madriguera y es, quizá, el libro que más trabajo me ha costado terminar, a pesar de sus apenas 104 páginas.

Las dos novelas denuncian la corrupción tan propia de nuestros países latinoamericanos, de cómo la violencia y el envilecimiento político han permeado a la sociedad y la familia, hasta convertirse en algo tan habitual que, a los ojos de los niños, es totalmente ordinario. Los espacios cerrados reflejan la fractura del mundo contemporáneo y la asfixia en la que vivimos. En la novela de Rosero la descomposición social es tratada con el realismo tan propio de este autor, mientras que en Villalobos el humor negro cumple una tarea que, quizá, es lo único que medio sostiene la novela. En las dos existe, a través de la ironía, una crítica a la sociedad y al ser humano actual. Las dos novelas están llenas de animales que, por un lado, hacen pensar en un arca de Noé grotesca y, por el otro, en la representación de la naturaleza atrapada en las manos humanas, incoscientes, voraces y criminales.

La pureza infantil y la crueldad adulta contrastan hasta redondear una suerte de denuncia a la sociedad colombiana y al narcotráfico mexicano.

Finalmente, podríamos pensar en que, si fueran obras estrictamente contemporáneas, podría parecer una coincidencia, como hay puntos en común entre las obras de Santiago Gamboa-Mario Mendoza-Héctor Abad Faciolince en Colombia, o entre Élmer Mendoza-Martín Solares-Yuri Herrera en México. Sin embargo, Evelio Rosero publicó Juliana los mira en 1986 y Juan Pablo Villalobos dio a la imprenta Fiesta en la madriguera en 2010.

Entre más viejo, menos indulgente soy con los libros. No me interesan aquellos autores que “suenan” a otros. Los que no alcanzan a cincelar el lenguaje, los que no crean sus propios universos. Un autor que no exige es un autor que no vale la pena. Un autor condescendiente no es escritor, sino una persona que necesita la retribución emocional que otorga la figura del escritor. Ya sabemos que estamos llenos de apariencias. Los autores aparentes son aquellos que aman la figura del escritor, pero que de ninguna manera están dispuestos a invertirle las horas necesarias a Galdós, a Azorín, a Clarín, a Juan Ramón, a Martín Luis Guzmán, a Fernando del Paso, al Inca Garcilaso, a los progenitores de nuestra lengua, pues. Y conste que me quedo corto con esta lista. Pero bueno, de todo hay –¡ay!– en la viña del señor. Juan Pablo Villalobos tiene su lugar en las letras nacionales, el lugar que él mismo se ha ganado con este y sus demás libros. Hijo de su tiempo, es fruto y consecuencia de una industria que en la inmediatez de publicar –todo y a fuerza– lleva su condena.

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