Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Tedi López Mills, Muerte en la rúa Augusta, Almadía, Ciudad de México, 2009, 152 pp.


Muerte en la rúa Augusta inicia con la escena final: “Sobre el cadáver del señor llamado Gordon / (junto a una alberca, bajo un árbol) / se halló un trozo de papel donde alguien, / quizá hasta el propio Gordon, / había garabateado las palabras: / ‘Anónimo dijo: esto ni se lee ni se entiende’ ”. En este poema narrativo, con el que Tedi López Mills obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia en 2009, la autora cifra buena parte de sus obsesiones: la relación dialéctica con el otro, la pregunta sobre la identidad, la persistencia de la duda, la naturaleza de la poesía, la muerte de las certezas, el sentido de la escritura.

Desde Cinco estaciones (1989) hasta No contiene armonías (2024), pasando por el Libro de las explicaciones (2012), Amigo del perro cojo (2014), Cascarón roto (2020) o La invención de un diario (2016) —a mi juicio, el más críptico de sus libros, pues se construye y reconstruye a medida que se lee—, queda claro que la obra de López Mills es un hueso duro de roer: exige una lectura atenta, pausada, contenida; exige también la crítica, la asimilación activa de la experiencia estética, la búsqueda del sentido; exige, en fin, la atención al vaivén del pensamiento, el desconcierto inherente a la palabra. A diferencia de buena parte de la poesía mexicana contemporánea, la de López Mills no admite concesiones: el lector tiene que atravesar el texto, perseguir explicaciones, asumir la perplejidad que le provocan las imágenes y tratar de asir, no las figuras retóricas ni el significado de los poemas, sino las ideas, la realidad real que los traspasa, la única a la que solo el lenguaje poético es capaz de acceder.

Aunque Tedi se ha dedicado principalmente a la poesía, no es menos interesante su obra ensayística: ya en La noche en blanco de Mallarmé (2006), un acucioso y reflexivo retrato del poeta francés, la autora demostraba su condición de lectora y crítica literaria (a propósito de esto, más de una vez he pensado que la poesía de López Mills podría leerse como una suerte de ensayo en movimiento), pero es en el Libro de las explicaciones donde encuentra su mejor expresión: con una mezcla de inteligencia y ligereza, Tedi escribe sobre su propia vida, sobre sus preocupaciones personales y estilísticas, sobre sus lecturas y temores adolescentes, sobre el porqué de su nombre (¿Tedi?, ¿Teli?, ¿Teodora?), sobre su familia y su trágica relación con los aviones. El Libro de las explicaciones es una ventana al universo literario de López Mills, pues revela, no solo el germen de sus inquietudes, sino la clave para entender el resto de su obra, en particular su poesía.

Otro tanto ocurre con, digamos, Cascarón roto. Dividido en cuatro secciones (“Aviones”, “Cascarón roto”, “(Entremés)”, “Impertinencia”), va de lo personal —la anécdota de su tío Ted, piloto en la Segunda Guerra Mundial, a quien debe su nombre, algo que ya había puesto de relieve en el Libro de las explicaciones— a lo libresco, de sus cuestionamientos sobre la amistad, a la reflexión sobre su lugar entre los poetas de su generación: “Por lo pronto, observo oficio en mis compañeros, y alardes elocuentes de libertad […] La libertad a los veinte años es un estado ánimo; a los cuarenta tal vez una actitud, un principio de madurez que desemboca en la auténtica juventud. Los poetas jóvenes no se leen entre sí, dice Zaid. Mis compañeros mencionan grupos con desconfianza, con cinismo, con desdén”. Mientras que en el primero está más centrada en su juventud, en la confesión autobiográfica y en su peculiar vínculo con el lenguaje, en el segundo busca ahondar en lo otro: las amistades, lo mexicano, los movimientos sociales, los encuentros literarios. Si lo pensamos bien, esta dinámica ensayística no es muy distinta de la que abunda en su poesía. A través de un estilo preciso, exacto, que rehúye el lirismo, López Mills construye una poética del desplazamiento: del yo al otro, del presente a la memoria, del orden cotidiano al caos interior.

Ahora bien, su obra poética es singular por varios motivos: en Amigo del perro cojo queda patente, una vez más, su fijación con la dinámica yo/otro: la voz poética es en tanto que no es todo lo que está fuera y, a la vez, solo puede ser gracias a aquello que le resulta ajeno. En la búsqueda de uno mismo cabe la disociación, la fragmentación en distintas versiones del yo, o bien la comunión, el encuentro con el otro a través de la palabra: “Míranos: / tú y yo de regreso / en la casa sin ninguno / de los tiempos mutilados”. En No contiene armonías entramos en un terreno inquietante: hay un “nuevo recinto”, “una mujer hermosa”, “un libro verde”, “tres tiempos”, “la vida del espíritu”, el “material humano” que busca pertenecer a la masa, los “proscritos” que la rehúyen, expedientes, episodios de amor, reflexiones sobre la poesía (“un poema es una paráfrasis”): en este mundo misterioso, opresivo, casi onírico, en este tiempo sin tiempo ni espacio, los personajes se revelan como asistentes a un teatro de representaciones. Tedi pone de relieve la discordancia entre el yo y el mundo, entre la palabra y la cosa, entre el deseo de orden y la experiencia del caos. El título mismo funciona como una declaración de principios: la armonía no es un ideal deseable, sino una forma de clausura que la autora se niega a aceptar. Prefiere, en cambio, abrazar la inestabilidad, situarse en los intersticios, emplazarse en las grietas del discurso, en el terreno de las posibilidades: “la inmovilidad del espíritu se inventa una vida al margen de la mía”.

Pero volvamos a Muerte en la rúa Augusta: en él, el señor Gordon, de Fullerton, California, es obligado a jubilarse prematuramente tras un brote psicótico o un episodio de locura. Tras esto, varios personajes entran en escena: Donna, su mujer, que le pregunta incesantemente dónde guarda el dinero; Ralph, su amigo (y amante de Donna) que le regala libros de superación personal y guías de viaje escritos en un lenguaje que “se lee y se entiende”; don Jaime, el jardinero —posiblemente su único amigo verdadero— y, finalmente, un ser llamado Anónimo, que habita solo en su cabeza. Desterrado de su trabajo, convertido en un “viejo loco”, maltratado por Donna y engañado por Ralph, Gordon se aferra a sus tres cuadernos, en los que va construyendo una nueva forma de realidad: uno que utiliza como diario —donde anota, por ejemplo, listas de actividades para el día siguiente—, otro donde dibuja, y otro donde colecciona recuerdos de algo que le obsesiona: las albercas.

A lo largo del poema asistimos paulatinamente al derrumbe del señor Gordon, escindido entre la percepción y la experiencia, entre la lucidez crítica y el desconcierto generalizado, entre la realidad y la irrealidad. Mientras Gordon narra su propia vida, que combina lo vivido, lo sentido y lo imaginado, Anónimo —que no es otro que su alter ego delirante— modifica y altera la escritura, le dicta, cambia el sentido de las frases: “no, estúpido, así no, / pones antes que nada, muy elegante, / del lado izquierdo de la página: / Querido Diario… / Lo escribió Gordon con su mejor letra. / Abajo metes las frases con orden, / comas, puntos, sin tachones:/ todo lo que puedas de Donna, mañas, trucos, / te pisa, te quita tu dinero, te pega con el trapo, / con Ralph susurra en la cocina…”. Poco a poco, Gordon se va evadiendo de la realidad inmediata y adentrando en la realidad que fabrica en sus cuadernos, que ni se leen ni se entienden —a ojos de los otros—, pero que él sí es capaz de leer y entender y que de hecho dotan de nitidez las sensaciones que experimenta en el mundo exterior: “cierra los ojos Gordon, / se da cuenta de que el miedo / en un costado de su corazón / es solo su alma. / Sí tengo entonces, se dice emocionado”. Así, lo que podría haberse leído como una crónica de la locura se transforma en el hallazgo de otra realidad posible: Gordon construye una lógica propia y una particular forma de resistencia ante la violencia que ejerce el mundo sobre él. Lejos de ser un síntoma patológico, sus cuadernos se convierten en un dispositivo estético que le permite filtrar el horror del entorno y fundar su propio lenguaje. No obstante, subyacen en el libro algunas interrogantes, que regresan a la persistente pregunta de Tedi por la otredad: ¿el lenguaje creado por Gordon es otro mundo dentro de este mundo o es un mundo independiente, ajeno a las vicisitudes del tiempo sucesivo? ¿Puede el yo convivir con el otro? ¿Puede la realidad dialogar con la irrealidad? Y, por último, si Gordon muere en la rúa Augusta, en ese plano del lenguaje donde figura su guía de viaje, en una Lisboa que nunca ha visitado, ¿quién muere en Fullerton, California?

Tedi López Mills escenifica el conflicto entre lo tangible y lo intangible, entre el lenguaje como refugio y como trampa, entre la complejidad del mundo exterior y la fragilidad del mundo interior. No hay consuelo, no hay redención, no hay epifanía: tras la muerte de Gordon, lo demás es silencio. Pero antes, en sus cuadernos, habitó por un instante la palabra.

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