Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Álvaro Enrigue, Vidas perpendiculares, Anagrama, Barcelona, 2008, 240 pp.


Vidas perpendiculares, de Álvaro Enrigue, comienza con dos epígrafes que resumen el tono, la estructura y el tema del libro. En primer lugar están estos versos del Bhagavad Gita: “Estos cuerpos que ves aquí, / frágiles y sujetos a la disolución, / no son otra cosa que envolturas / de lo Eterno, indestructible e inconmensurable, / que habita en cada uno de ellos. / Por lo tanto, resuélvete a combatir”.

Su resonancia milenaria es cortada de golpe por las siguientes líneas, que también lidian con las balanzas cósmicas y que pertenecen a José Alfredo Jiménez: “Cuando estoy entre tus brazos / Siempre me pregunto yo / Cuánto me debía el destino / Que contigo me pagó”.

Un texto sagrado hinduista y una canción ranchera: el primero advirtiendo sobre la guerra sin principio ni fin que se libra entre las almas que transmigran; el segundo poniendo sobre la mesa el amor, como otra fuerza inescapable y reiterativa. Sobre esta cruz formada por sexo y violencia, como las vigas constantes que sostienen las tristes vidas humanas, Álvaro Enrigue erige su novela. Pero la colaboración y contraste entre ambos fragmentos elegidos también nos dice que en Vidas perpendiculares se encuentran, indivisibles, complementarios, a veces incómodos, el pasado y el presente, la épica y el melodrama, la eternidad y lo cotidiano, lo universal y lo provinciano. De hecho, la fórmula encauza la poética y las preocupaciones del autor en toda su trayectoria, comenzando con El cementerio de sillas (2002), refinándose y alcanzando nuevas alturas aquí, llegando a su perfección en Muerte súbita (2013), elevando el vuelo de ambición y aliento en Ahora me rindo y eso es todo (2018) y aterrizando con una gracia suave, sosegada, preciosista, en su más reciente Tu sueño imperios han sido (2022).

En este aspecto reside la importancia de Vidas perpendiculares cuando se considera, en su conjunto, la obra de Enrigue. No es, a mi juicio, el mejor de sus libros, pero son estas las primeras páginas en que reconoce, sin vacilaciones ni apologías, sus obsesiones, y en las que asume, también, su talento como narrador, su habilidad para manejar el florete de la lengua y su precisión con la navaja del humor, herramientas necesarias para domar a ese extraño animal que es la novela.

En esta novela seguimos el destino de un héroe que es, al mismo tiempo, víctima, villano y figurante: Jerónimo Rodríguez Loera, nacido el 4 de enero de 1936 en Lagos de Moreno, Jalisco, hijo de Mercedes Loera —una mujer casi adolescente, “de alma babosa y chata”, como tantas en los pueblos hipercatólicos de la provincia mexicana en la primera mitad del siglo XX— y de Eusebio Rodríguez, molinero asturiano rico, cabrón, de insaciable apetito sexual y nulo interés paterno, ni por sus decenas de hijos no reconocidos, ni por los únicos dos que tuvo dentro del matrimonio (aunque la filiación con Jerónimo se ponga luego en duda).

En la primera parte, un narrador en tercera persona, que no omnisciente, hace deducciones acerca de la vida y dinámicas familiares de la familia Rodríguez Loera a partir de la correspondencia guardada celosamente por la madre en una caja de madera con un moño de tela. Con un estilo indirecto y desapegado, el escritor revive una época y un lugar de México que, por lo indeciblemente aburridos que eran, quizá habría sido mejor dejar en el olvido. Ya la elección del sitio es seña de la inteligencia sofisticada del autor. Teniendo como marco un período como el comprendido entre 1936 y 1955, pródigo en eventos notorios tanto en México como en el escenario global, Álvaro Enrigue se decanta por Lagos de Moreno, una ciudad-rancho bonita, pero donde no pasa nada después de las nueve de la mañana, “cuando ya pasó la misa y ya se terminó la ordeña de las vacas”.

Jerónimo es un niño demasiado callado con “ojos de canica a punto de rodar” y con una infancia que se desarrolla casi en total abandono, triste y solitaria, pero tampoco muy digna de reseñar si no fuera porque, a partir de un encuentro con su tío, o más específicamente con los ojos “demasiado verdes de su tío”, los diques de la memoria se rompen y cientos de vidas pasadas comienzan a desfilar por su cabeza. Fue un herrero en la Marsia arrasada por los legionarios romanos, una campesina de la estepa mongólica, un cazamonjes napolitano del siglo XVII, una joven griega en la Decápolis en el inicio de nuestra era, un brahmán en el tiempo de la iluminación del Buda y un muchacho salvaje de una jauría de homo sapiens en los albores de la humanidad, entre otras encarnaciones. Es ahí, a la temprana edad de tres años, que Jerónimo se enfrenta al descubrimiento capital y paradójico de la muerte y de las muchas vidas: “yo somos varios”.

Los recuerdos de sus previas encarnaciones traen a Jerónimo algunas ventajas. Por ejemplo, reconoce en una de las mujeres de servicio a una mujer fenicia que en otro tiempo le sirvió como contadora en un negocio de empréstitos, y esta se convierte en lo más parecido que tiene a una abuela; traba amistad con Severo, el entrañable aunque brusco hijo del jardinero, quien en su vida directamente anterior había sido “un cerdo particularmente listo y paciente”; y, más adelante, en un bachillerato gringo, un sacerdote jesuita sospecha que Jerónimo tiene el don de lenguas, por ser capaz de hablar decenas de idiomas, algunos de ellos perdidos.

Tristemente, las bondades de su condición acaban ahí. Las vidas pasadas de Jerónimo comienzan a aplastarlo, a ralentizar el desarrollo de su propia personalidad, a hacer de él, pues, menos una persona y más “un atascadero de monstruos”. El registro acucioso de sus dolores pasados, que comprenden básicamente todo el rango del sufrimiento humano, no le brinda ni el solaz ni las herramientas necesarias para lidiar con sus malestares presentes. Esto es porque las vidas de Jerónimo no son lineales, sino que ocurren todas a la vez y la estructura de la novela así lo refleja.

En una reseña, Edmundo Paz Soldán vincula Vidas perpendiculares con la familia literaria de Borges (un eco, sin duda, indispensable), en particular con el linaje de “Funes el memorioso” y “El inmortal”. Carlos Fuentes menciona Orlando,de Virginia Woolf, y la resonancia es evidente, con el héroe-heroína que cambia de género mientras atraviesa las eras históricas. No obstante, advierte que Enrigue no busca retratar la sucesión de eventos sino la simultaneidad. David Medina Portillo, por su parte, suma Morirás lejos,de José Emilio Pacheco, donde se superponen momentos históricos: la destrucción del templo de Jerusalén, el asedio al gueto de Varsovia y el Tercer Reich. Esta comparación es quizá la más atinada, pues Pacheco hace con un acontecimiento histórico —el genocidio del pueblo judío— lo que Álvaro Enrigue hace con una persona: Jerónimo. En la novela de Pacheco, la violencia del pasado ocurre todo el tiempo, se renueva con cada embestida, es siempre la misma, aunque cambie de rostro. En Vidas perpendiculares, la tesis parece ser que hay dos cosas de las que no se puede escapar: el amor y la muerte. Cada vida es un teatro donde la misma obra se representa una y otra vez. Cambian los actores, los escenarios, los vestuarios y los diálogos, pero el argumento es el mismo.

En la historia que sirve como génesis de las otras, un Jerónimo aún sin nombre —porque los nombres no se habían inventado— corre libre con la manada liderada por su padre, hasta que un día, en una madriguera, percibe “el olor de una fruta desconocida y dulce” perteneciente a una mujer. Ese aroma, que seguirá “como un hilo de estrellas” entre el estiércol, lo hará convertirse en adulto, enemistarse con su padre y finalmente matarlo. “Desde entonces el espíritu de mi padre me persigue”, dice la voz de Jerónimo quien, en otra vida, como sacerdote asesino al servicio de la iglesia española y del rey Fernando III, vuelve a encontrarse con ese aroma —ahora descrito como el de una “fruta madura olvidada de tan antigua”— en una noble italiana a quien debe confesar. La dama es, para su desgracia, amante de Francisco de Quevedo, quien resulta ser también su padre y, en última instancia, su verdugo. Una vez más, el triángulo letal se dibuja en las arenas de la Decápolis, donde una voluntariosa joven griega, hija de un mercader, manda decapitar a su padre para convertirse en judía y así poder casarse con un hombre que cuyo sudor huele “a fruta olvidada”: Saulo de Tarso, justo antes de encaminarse a Damasco. Finalmente, Jerónimo es invadido por “un oleaje de miel” al encontrarse con el “olor a una fruta que dejamos de comer hace mil años”, esta vez proveniente nada menos que de la esposa de su verdadero padre, el amante de Mercedes: Octavio del Río.

El avance de estas tramas es concurrente: se entrelazan como una trenza. En el plano del lenguaje, el desafío se intensifica, y aquí se establece una comunicación con los cuentos de Cortázar —“Todos los fuegos, el fuego”, “La noche bocarriba”, “El otro cielo”—, donde dos tiempos se superponen y se confunden. A partir del cambio entre las páginas 104 y 105, la frase: “lo que sonó no fue el teléfono, sino el timbre”, se convierte en “Estaba tan brava mi ansiedad que llegué a la puerta antes que la criada”. En el lenguaje todo ocurre de inmediato, pero en el plano histórico median más de 1900 años y 12,680 kilómetros, entre la Ciudad de México de mediados del siglo XX y la actual Jordania, en el siglo I, poco después de la muerte de Cristo. A partir de este punto, las historias de Jerónimo y su encarnación griega comienzan a fundirse: un cenicero se cae en la casa del D. F. y la criada, Roda, es enviada a buscar el origen del escándalo en Decápolis. Puertas que se abren o se cierran, viajes que comienzan o terminan, son transiciones entre tiempos que se ejecutan con tal limpieza que el desliz temporal suele pasar desapercibido. A veces el efecto no se logra con la misma pulcritud, pero no importa. Como aconsejaba Monterroso, cuando algo es demasiado perfecto conviene regresar y agregar algunos errores. La perfección molesta y distrae por su condición de extranjera.

Queda claro, entonces, que la identidad es el tema central de Vidas perpendiculares. El pasado nunca es tal: está siempre aquí, con nosotros, porque somos su resultado directo. A su vez, desde el presente revivimos ese pasado al narrarlo —en la memoria o en la palabra—, y, al hacerlo, lo transformamos. Lo interesante es que Enrigue reconoce que el resultado de estas operaciones no es claro ni unívoco, sino ambiguo y plural, y que el diálogo constante que mantienen el antes y el ahora rara vez es armonioso: es complejo, contradictorio, conflictivo. Solo aceptando esta paradoja —“yo soy otros”— se puede comenzar a ser uno mismo. Esto queda plasmado en, probablemente, el momento más brillante de la novela: Jerónimo se muda con sus tía Matilde a Filadelfia: “Hay aquí un hecho notable y transparente: Jerónimo tiene la certeza de que cuando se subió a la escalerilla del pullman iba de la mano de Matilde. Cuatro días después se bajaron en Penn Station. Ella me tendió la palma para ayudarme a bajar y yo la rechacé para tomar con la mano que me quedaba libre su valija. Así, pisé Filadelfia, mi nueva ciudad, no sé si siendo yo mismo, pero más pleno de mí que nunca”.

Pasamos de la tercera a la primera persona. Jerónimo es por fin Jerónimo. Ya no uno más entre los muchos personajes que lo habitan, sino el protagonista —al menos— de esta, su encarnación. La identidad, la extinción de unas cosas, el nacimiento de otras, la confluencia de todo: ese es el viaje que, una y otra vez, nos propone Enrigue. El surgimiento de la modernidad como un esplendoroso y horripilante espectáculo en que el pasado y el presente, el padre y el hijo, se enfrentan constantemente.

Pese a sus aciertos, Vidas perpendiculares no está exenta de fallas, y la principal de ellas es la escasez de vidas narradas. En el libro se presentan nueve reencarnaciones, tres de las cuales apenas son esbozadas. La premisa —tan sabrosa— de un hombre que recuerda todas sus vidas invitaba a una imaginación desbordada. Si Jerónimo ha vivido 34 mil años y ha experimentado todas las iteraciones posibles de pasiones, virtudes y vicios humanos, habría valido la pena asomarse a más de esas biografías a través de nuevas mirillas. Intuyo que al escritor le intimidó su propia inventiva, que le asustó la tentación del regodeo y la amenaza latente de que su novela se convirtiera en otra sucesora de Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, donde el catálogo de biografías termina devorando a la idea central. Pienso, sin embargo, que esa habría sido precisamente la forma ideal de esta novela. En su estado actual, las vidas truncadas se anuncian como muñones todavía sangrantes: el libro avanza con fuerza, con ímpetu, pero uno no deja de pensar en los miembros perdidos durante la batalla de la edición. Ahí está, por ejemplo, el tío de ojos demasiado verdes, tan presente en las primeras páginas que uno espera un papel relevante, pero que se diluye por completo. Sospecho que, en tramas descartadas, su mirada escarlata de serpiente se cruzaba más de una vez con la de Jerónimo. Miguelito, el hermano; Octavio del Río, el padre biológico; Eusebio, el padre putativo; el sacerdote John, el mentor; e incluso la pobre Mercedes, la madre, sufren el mismo destino: tratados con la superficialidad de piezas en un tablero, existen solo para ser sacrificados en un movimiento estratégico.

Otra cuestión —quizá la más difícil de resolver, pues está incrustada en la concepción misma de la novela— es que, irónicamente, el personaje menos interesante y menos vívido es Jerónimo, justo a partir del momento en que adquiere conciencia y comienza a narrarse a sí mismo.

Con todo, estos problemas no bastan para devaluar una obra con tantas fortalezas, la mayor de las cuales es —ya va siendo momento de decirlo— la calidad excepcional de la escritura. Hay pasajes excepcionales sobre el amor que bien valen una misa: “Hubiera podido trazar en las arenas del patio el dibujo completo de esta historia de amor y muerte” o “Se detenía en sus vueltas de leona, y con ella toda la rotación de la bola del mundo”. Y sobre el éxtasis del deseo postergado, finalmente hecho realidad: “Treinta mil años no son nada en la memoria de uno que se alza delante de la diana que le ha correspondido siempre y que el azar se ha empeñado en escatimarle”.

Tal vez la novela alcanza su cénit en ese puñado de páginas donde el cazamonjes es arrebatado por el descubrimiento casi paralelo —o mejor dicho, perpendicular— del amor y la poesía. En este caso, la poesía de Quevedo. Como un adolescente incurablemente sensible, aprende la alquimia que troca la experiencia emocional de otro en la propia, el extraño milagro de que las palabras ajenas nombren con exactitud nuestro propio desasosiego: “Las parejas de versos empezaron a delinear con toda transparencia mi propia melancolía”. Aún sin comprender del todo el lenguaje, el verso se alza “de la página y como bañado de luz”. El poeta le habla de sí mismo con “una lucidez que transparentaba lo que tocaba, un conocimiento de sí tan profundo que me hablaba de adentro de mí mismo”. En la poesía —es decir, en la literatura verdadera—, la fórmula que define a Jerónimo es también la que nos define a todos: “yo soy otros”.

Qué dicha cuando se cumple una promesa. Cuando se publicó su primera novela, La muerte de un instalador, Álvaro Enrigue obtuvo un recibimiento envidiable —aunque también temible— en la república de las letras. Christopher Domínguez Michael aventuró que su sapiencia garantizaba que sería “un escritor esencial”. Su admiradísimo Sergio Pitol dijo famosamente: “siento que ahí hay un escritor que todavía se plantea retos con la literatura, con el lenguaje”. Casi treinta años después —y sin un solo libro malo, regular, o, lo peor de todo, cobarde— Enrigue sigue deslumbrando ahí donde los escritores de cepa se juegan la vida: en el terreno verbal, en la arena de las palabras mismas. Basta con prestar atención a la precisión desarmante en la elección de verbos y adjetivos: Eusebio no envejece, está “desbarrancándose hacia la senectud”; el miedo no causa un vacío en el estómago, “inflama en las vísceras y todo lo entretiene”; los relámpagos no iluminan la noche, “lo barnizan todo con la luz”; las abuelas no hacen escándalos, ejecutan “la rumbosa puesta en escena de su decencia”; Saulo de Tarso no es meramente elocuente, su lengua es un “músculo de fiestas y calamidades”; el altiplano mexicano no está cuadriculado por los sembradíos, está “civilizado por la geometría de los maizales y los canales de riego”.

Me gustaría destacar unas cuantas cosas más de Álvaro Enrigue antes de guardar silencio. Es un fabulador auténtico, de una calaña ya poco frecuente, que confía en sus lectores y les extiende la cortesía de no explicarlo todo, de otorgarles un final abierto, incluso pícaro, como este, donde se sugiere —muy sutilmente— que tal vez Jerónimo no está aquejado por las memorias de vidas pasadas, sino por una esquizofrenia galopante. Además, Enrigue no parece interesado en novelar su vida: la autoficción —ese género inventado por la mercadotecnia, como si no existiera desde siempre— le resulta ajena. Y aunque es un recurso válido, también se ha convertido en el refugio y la artimaña de los mediocres. Tampoco le atrae la primera persona a menos que esté confrontada, contradicha, irisada o fracturada por otras voces. El mundo de hoy y sus discusiones parecen tenerlo sin cuidado, ocupado como está conversando con gente muerta desde hace cuatrocientos años. Y sin embargo —y ahí está la marca de quien ya no es solo un buen escritor, sino un gran creador— sus historias son intensamente actuales. Hablando de civilizaciones perdidas, de lenguas que desaparecen, del cataclismo y la fiesta que fue el surgimiento de nuestra modernidad, Álvaro Enrigue sigue narrándonos a nosotros.

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