Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Guadalupe Nettel, El huésped, Anagrama, Barcelona, 2006, 192 pp.


Hace veinte años, un jurado compuesto por Enrique Vila-Matas, Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets y Jorge Herralde debatían sobre a quién otorgar el XXIII Premio Herralde de Novela. En aquel 2005 ganó La hora azul, de Alonso Cueto, pero no pasó desapercibida El huésped, de Guadalupe Nettel, una escritora mexicana con el sambenito de joven promesa, que estudiaba su doctorado en Ciencias del Lenguaje, en París. Por aquel entonces, tenía escritos dos libros de cuentos (Juegos de artificio y Les jours fossiles); vivía en propia piel la experiencia transfronteriza: dos países (México y Francia) y dos idiomas (el español y el francés); y su ojo derecho ya era su talón de Aquiles, la mosca cojonera, el estigma: “Nací con un lunar blanco, o lo que otros llaman un lunar de nacimiento, sobre la córnea de mi ojo derecho” (El cuerpo en que nací). Desde pequeña, Guadalupe Nettel adoptó la lectura como refugio y la escritura, como trinchera y venganza. Esa mancha blanca en su ojo, que amenazaba con succionarla a un mundo de sombras, se transformó en su faro literario y en la medida de sus obsesiones. “En mis cuadernos a rayas, de forma francesa, apuntaba historias donde los protagonistas eran mis compañeros de clase que paseaban por países remotos donde les sucedían toda clase de calamidades. Aquellos relatos eran mi oportunidad de venganza y no podía desperdiciarla” (El cuerpo en que nací).

Cuando Annie Arnaux, autora eminentemente del yo, ganó en 2022 el Premio Nobel, pronunció un vehemente discurso en la Academia Sueca, que comenzaba con una frase lapidaria: “Escribiré para vengar a mi raza”. ¿Cuál es, en este caso, la raza de Guadalupe Nettel? ¿La de los marginados en el patio a la hora del recreo? ¿La del raro, el inadaptado, el que tiene una aguda sensibilidad para captar las miradas inquisitivas de los otros, incluso cuando nadie los mira? ¿La de quien navega entre dos aguas? ¿La del divergente? ¿La del escindido y fracturado en varios pedazos?

El huésped describe el perturbador desdoblamiento de Ana, una joven que siente que La Cosa se está apoderando de su cuerpo y, por ende, de su vida: “Siempre me han gustado las historias de desdoblamientos, esas en donde a una persona le surge un alien en el estómago o le crece un hermano siamés a su espalda”. Más allá del guiño evidente a Amparo Dávila y al cuento homónimo de suspense psicológico de la autora zacatecana, en la novela que nos ocupa no solo vemos la lucha de Ana por arrebatar poder a La Cosa (su otro yo), sino que percibimos algo mucho más interesante: la batalla agónica de una autora por ser ella la que escribe su novela en detrimento de La Cosa Escribidora que la habita, ese otro ser larvario, que se esconde en el interior de los autores, trata de imponer su voz, dicta frases impostadas y trastoca las ideas iniciales para ofrecer otras más a la moda o más cercanas a la órbita de algún dios literario o del lector ideal. En El huésped, pero también en los seis cuentos que conforman Pétalos y otras historias incómodas, así como en El cuerpo en que nací, se hace evidente el tira y afloja entre Guadalupe Nettel y esa Cosa que escribe mirando hacia afuera en lugar de hacia las vísceras. Una voz narrativa logra escenas de gran autenticidad, pero otras son más propias de un taller literario, en el que se afila la voz personal bajo la presión y la cercanía de un gurú y sus apóstoles. “Cada gran ciudad tiene una cloaca proporcional a su esplendor” leemos en El huésped. Lo mismo ocurre con las novelas.

Ursula K. Le Guin señaló que el lenguaje utilizado como medio sale mal, porque miente, pero el utilizado como fin en sí mismo conduce hacia la verdad. En escritores como Mariana Enríquez o Mario Bellatin hallamos verdad (su verdad) en lo que escriben. Te puede interesar o no su literatura, pero a través de su prosa distingues su poder libérrimo, que es su alma. En las obras citadas hasta ahora de Guadalupe Nettel se detecta una lucha encarnizada por hallar su propia voz, mientras La Cosa modifica, distorsiona, imita, caricaturiza, se frena, se mete en berenjenales que no son los suyos y la enfrenta a mil entuertos de los que sale como buenamente puede. En resumidas cuentas, el desdoblamiento de Ana –un personaje atemorizado por la subrepticia usurpación del “yo” por parte de La Cosa– es comparable al que experimenta Guadalupe Nettel frente a la pantalla en blanco: el huésped incómodo dicta sentencias que no son propias, mientras explora territorios ajenos. El maldito parásito se acomoda entre líneas y provoca traspiés.

La poética de esta escritora manifiesta una atracción irresistible por los personajes divergentes. Tras la publicación de Pétalos y otras historias incómodas, ella misma lo explicó en los siguientes términos: “Quería mostrar que no hay personajes raros, sino que todos tenemos un lado así: unos más monstruosos que otros, bien podría haber escogido personajes decididamente extraños, como un asesino en serie […], pero trataba de mostrar que la gente que se considera normal, toda, tiene una cara oculta, un aspecto oscuro que los vuelve un poco freaks”. (Anagrama retoma la idea del monstruo en el diseño de su portada de El huésped, y la ilustra con una fotografía nada más y nada menos que de Diane Arbus, la retratista de los diferentes).

A esta búsqueda de la belleza anormal se une el interés por lo abyecto, según analizó Ana Alejandra Robles-Ruiz en un artículo donde desmenuza dos de los cuentos de Nettel, “Transpersiana” y “Pétalos”,a la luz de las teorías de Julia Kristeva: “No es, por lo tanto, la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas”.  En El huésped, Ana se deja arrastrar hacia el subsuelo, donde lo abyecto acampa a sus anchas. De la aparente tranquilidad burguesa a la agitación del pedigüeño lisiado hay un limbo: el Instituto para ciegos donde Ana lee cuentos de Las mil y una noches al tuntún. A Ana le repelen los ciegos, probablemente porque sabe que La Cosa oscurecerá sus ojos y ella acabará convertida en uno de ellos: “Cuando por casualidad coincidía con ellos en una calle, cambiaba de acera, con un horror semejante al que provocan los gatos negros en ciertos individuos”. Su repulsa recuerda a la de Juan Pablo Castel, el personaje de El túnel, de Ernesto Sábato, como bien señaló Angela Di Matteo en “Cuerpo tomado: sujetos a-normales y refracciones fantásticas en El huésped de Guadalupe Nettel”: “Y ese ciego, ¿qué clase de bicho era? Dije ya que tengo una idea desagradable de la humanidad; debo confesar ahora que los ciegos no me gustan nada y que siento delante de ellos una impresión semejante a la que me producen ciertos animales, fríos, húmedos y silenciosos, como las víboras”.

Ana conoce en el Instituto a El Cacho (“mi Virgilio, pero también mi dolor de cabeza”), un hombre barbudo con una pierna mutilada y que mendiga “por principios”. También modera discusiones sobre temas de actualidad en el Instituto para invidentes. Mientras Ana percibe que La Cosa se come su identidad, conoce un submundo, por el que la guía El Cacho, y también a los ejércitos de hombres y mujeres que habitan esa otra realidad igual de oscura que la ceguera. Es su claro descenso a los infiernos. Se ve envuelta en una nueva picaresca amarga, como si se tratara de un Oliver Twist del siglo XXI, pero los bajos fondos son los de la Ciudad de México, y Oliver es Ana, una joven poseída por un parasito que crece y la ahoga.

No falta en la trama la abyección anal –el regodeo en los desechos del cuerpo humano– ni la abyección genital. Los secuaces de El Cacho, con Ana incluida, amasan literalmente mierda humana. Sin embargo, la escena no provoca náusea en el lector. Es mierda lo que moldean con las manos como si fuera plastilina, pero el lector, o al menos esta lectora, no siente el nauseabundo aroma de las heces, ni percibe el asco de Ana, ni quiere vomitar, ni se espanta con solo imaginar las diferentes consistencias del excremento, ni se adentra en lo sublime, si existiera, de esta solemne porquería… Se pasa por lo abyecto casi de puntillas, como si nos ofrecieran una escena plástica, una obligación estilística, pero no una verdad narrativa. En cuanto a la abyección genital, el cuerpo repulsivo que, sin embargo, se excita y funde con Ana nos recuerda más a un autómata, a un Madelman de los de los setenta, que a un hombre de carne y hueso. En un momento dado de la novela, Madero, el padre de todos los ciegos, dice de El Cacho: “Tiene habilidad para planear, pero nunca sabe cómo comportarse en los límites”. ¿Le ocurrirá lo mismo a Guadalupe Nettel? Ella sabe cómo planear, se asoma al lado oscuro para mostrárnoslo, pero titubea cuando alcanza ese límite inquietante entre lo abyecto y lo sublime. Pareciera que Nettel se tiene miedo a sí misma (¿a La Cosa?) cuando transita por las cloacas.

El huésped parece un pez globo, que se infla cuando se siente amenazado, porque vive pendiente de la amenaza más que del manso océano. En cada una de sus tres partes, hallamos momentos literarios interesantes (bendita “recuerdoteca”), pero también tinta de calamar que impide ver el fondo, si es que lo hay. No ocurre lo mismo con otro texto de la autora, una joya que supone la asunción del parásito. Se trata de “El hongo”, un relato que forma parte de su colección de cuentos El matrimonio de los peces rojos (Premio de Narrativa Breve Ribera de Duero, 2013): “Vivir con un parásito dentro es aceptar la ocupación”. Esa aceptación parece haberle sentado muy bien a la escritura de Guadalupe Nettel. Su lucha no es baladí: ¿cómo escribir cuando se combate a todas horas con un huésped indeseado que enmienda la plana, amordazada y ciega con el único fin de apropiarse no solo de la autora, sino también de su hijo, su obra?

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