Sergio Pitol, El mago de Viena, Pre-Textos, Valencia, 2005, 276 pp.
Cuando se fueron publicando los tres títulos que conforman la Trilogía de la memoria —El arte de la fuga (1996), El viaje (2000) y El mago de Viena (2005)—, varios de los países protagonistas de estos libros ya habían dejado de existir. Me refiero más evidentemente a Yugoslavia, Checoslovaquia y la Unión Soviética, donde Pitol pasó algunos de sus años más felices y productivos, y que desaparecieron de los mapas, las Olimpiadas y las películas de espías con la caída del bloque socialista. Pero me refiero también a otra serie de países, o más bien ciudades, cuya toponimia no varió con los súbitos vaivenes de la historia, aunque el rostro que mostraban cuando los habitó Pitol poco tenía ya que ver con el que ofrecían en la época en que escribió la Trilogía, como es el caso de Barcelona, de Varsovia o incluso de la Ciudad de México. Y también podrían incluirse en este recuento de disoluciones —se sabe, The past is a foreign country— a esos países arrasados por la vida de quien sea: la infancia y la juventud que, si bien son la auténtica patria de cualquier persona, son una patria irrecuperable a la que nunca se deja de volver y de la que nunca se termina de huir.
No me parece una casualidad que la escritura de la obra memorialística y viajera de Pitol haya empezado de forma tardía —cuando el escritor ya había pasado los sesenta años—, una vez que el mundo donde pasó la mayor parte de su vida adulta, del otro lado de la Cortina de Hierro, se hubiera disuelto en el aire. Podría argüirse que no está de más haber vivido algo a la hora de ponerse a escribir unas memorias, pero la literatura del siglo XXI, pródiga en textos autobiográficos de escritores a los que no les ha pasado nada, muestra que esto no es un requisito. Incluso el propio Pitol tuvo su primer acercamiento a la escritura del yo en esa casi mítica colección de Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos —donde once autores menores de treinta y cinco años publicaron su autobiografía precoz— para no retomarla hasta décadas después. Creo que fue más determinante el hecho de que Pitol se enterara, ya de vuelta a México, que algunos de esos países donde se había convertido en escritor y donde había desarrollado su carrera diplomática simplemente habían dejado de existir, para dividirse y arruinarse o reinventarse cada uno a su manera —pero esa es otra historia que hoy, por cierto, nos damos cuenta de que todavía no acaba—.
El peso de estos tres países —Yugoslavia, Checoslovaquia y la Unión Soviética; los repito dado que se trata de nombres cada vez más olvidados, ya un poco legendarios— es determinante en la Trilogía, ya sea por su presencia o por su ausencia. Esto se hace patente en la primera línea de El viaje, por ejemplo, cuando Pitol se reprocha: “Y un día, de repente, me hice la pregunta: ¿Por qué has omitido a Praga en tus escritos?”. Allí arranca el libro, con el deseo de recuperar Praga, la ciudad donde vivió seis años y a la que tanto quiso, solo para desviarse rápida e inesperadamente. Pitol cuenta que acudió a sus diarios para recordar sus años checoslovacos, pero en ellos no encontró a Praga, sino a la Unión Soviética, a donde emprendió un viaje inesperado en 1986 y cuyas entradas en el diario, por completo olvidadas, constituyen el eje del libro. Pitol cree ver, a toro pasado, en ese viaje por Moscú y por Tbilisi —la capital de la por entonces república soviética y del hoy país independiente de Georgia— algunos indicios de la apertura que culminaría con la caída de la URSS, lo que dota de irrealidad a su diario pues, leído en el año 2000, el de su publicación, ocurre ya en un país desaparecido, o lo que es casi lo mismo, en uno imaginario. Pero la lectura política es lo de menos, al menos en el caso de Pitol, quien no tarda en abandonar la burocracia soviética para sumergirse en dos de sus obsesiones: la literatura rusa y lo escatológico.
La literatura surge de la mano de Marina Tsvietáieva, de quien Pitol narra su trágica vida, en un contraste evidente, casi un contrapunto musical, con las anécdotas escatológicas acaecidas en Georgia. Una de las características de la obra de Pitol es que una cosa lleva a la otra de forma lógica e intempestiva —un viaje a la infancia, la infancia a un país lejano, el país lejano a un escritor, el escritor a un cuadro y así, hasta bosquejar el laberinto o salir de él—, y esto sucede también y sobre todo en El viaje. De esta forma, entre un recuerdo moscovita y la conmovedora biografía de Tsvietáieva, el lector de pronto se encuentra en Tbilisi, en una letrina colectiva —la única colectivización exitosa, parece ser—, lo que a su vez le hace evocar la escritura de Domar a la divina garza (1988), quizás la mejor y desde luego la más escatológica de sus novelas. La evocación proustiana no necesariamente pasa por el delicado aroma de las magdalenas, como lo demuestra Pitol en la letrina, quien adereza la anécdota con su lectura de Bajtín, a través del cual interpreta el viaje georgiano, en este cruce de ida y vuelta entre vida y literatura que permite vivir con bibliografía y leer con biografía.
Pitol representó a México como diplomático en los tres países desaparecidos antes mencionados, en una mezcla entre burocracia y fantasía que, vista retrospectivamente, resultaba absurda. El pasado se hacía más pasado, pues a su misterio intrínseco había que agregar el hecho de que no solo el tiempo, sino la forma más burda y oficial en que se organiza el espacio —la geografía política— había cambiado. Este extrañamiento seguramente no solo afectó lo que tenía que ver con su labor como diplomático en Belgrado, la capital de Yugoslavia, sino también con sus vivencias en ciudades que parecían también inventadas de tan diferentes que eran treinta años después. Tal es el caso de Varsovia, donde literariamente Pitol hizo del hotel Bristol su residencia polaca, y donde conoció a los artistas polacos más importantes de su tiempo, mientras traducía, entre vodka y whisky, a Andrezejewski y a Gombrowicz. Era una Varsovia en efervescencia, desparecida para siempre tras la represión soviética e irrecuperable incluso en el nuevo clima de libertad, caos y destrucción que trajeron para el este europeo los años noventa.
Lo mismo puede decirse de la Barcelona franquista y sin embargo ya con atisbos de libertad, donde Pitol malvivía feliz dirigiendo la Colección Marginales de Tusquets y traduciendo a los escritores que él mismo proponía a las editoriales, con lo que, borgeanamente, iba construyendo su propio canon. El caso de la Ciudad de México de la que Pitol huyó y que no es tan distinta de aquella que rememora: las jornadas de juventud junto a Monsiváis y Pacheco, leyendo y publicando en los excelentes suplementos de la época, acudiendo a clubes de cine, gastando el dinero que no tenía en librerías y participando en tertulias literarias en los cafés de lo que sería la Zona Rosa. Un México que se soñaba libre, sin sospechar que ya se estaban incubando los años del autoritarismo de Díaz Ordaz. Por supuesto, de esas ciudades no quedaba nada, y tan es así que, tras su regreso europeo, Pitol se asentó en la ciudad de México, pero, tras desconocerla y sentirse traicionado por ella, se recluyó en Xalapa —cercana a la casa de su infancia— para escribir sobre esos lugares maravillosos por los que transitó a lo largo de su vida y que entonces ya existían solo en su memoria.
La evocación de estos lugares resulta tan sugerente que el lector tiene la tentación de admirarle o reprocharle a Pitol la capacidad de siempre estar en el sitio adecuado. Allí donde estuviera Pitol, ya fuera en Caracas durante su primer viaje emprendido a los veinte años, en Pekín donde de nueva cuenta conoce un periodo de apertura que pronto desaparecerá con la Revolución Cultural o en Siena donde se las ingenia para coincidir con Antonio Tabucchi, Pitol se sitúa en el centro del mundo. Del mundo según Pitol, es decir, del reverso del acostumbrado, del que empieza a hacer del margen un nuevo centro, heterodoxo, intelectual y excéntrico. Sobra decir que si bien es probable que Pitol tuviera un olfato privilegiado para decidir dónde asentarse, siempre de paso, y de encontrar los medios para hacerlo, esos sitios no serían muy distintos de cualquier otro, y es el escritor quien con su curiosidad, temperamento, cosmopolitismo y juventud hacía de ellos un lugar único. De hecho, son estas últimas características las que irradian desde el escritor hacia los lugares, y no a la inversa, y su remembranza a través de la Trilogía es la forma de esparcirlas por el mundo una última vez. De allí que leamos en El mago de Viena la siguiente confesión: “La escritura, muy a menudo, y todo autor lo sabe aun sin proponérselo, rescata zonas poco visitadas, limpia los lugares deseados de la conciencia, lleva aire a las zonas sofocadas, revitaliza todo lo que ha empezado a marchitarse, pone en movimiento reflejos que uno creía ya extinguidos”.
Es más, si todos esos países desaparecidos son como fueron, es decir, como los recrea el escritor, es por un artificio literario que poco o nada tiene que ver con la realidad. Después de todo, no es una verdad histórica la que busca recrear la Trilogía de la memoria, sino un territorio imaginario inspirado en sitios reales, exactamente del modo contrario a como opera la literatura de ficción. Si una novela aprovecha la realidad de una ciudad para situar en ella a sus personajes y tramas imaginarios, Pitol cuenta recuerdos supuestamente reales para hacer de esos sitios con nombres reconocibles un lugar fantástico. Este procedimiento queda claro en la ya célebre crónica inaugural de la Trilogía, donde Pitol rememora su llegada a Venecia sin anteojos, lo que lo obliga a ver a la Serenísima rodeada de una densa bruma que no responde a ningún fenómeno climático, sino a su severa miopía. De manera más deliberada que accidental, como queda claro cuando se da cuenta de que sí llevaba sus lentes, Pitol no ve Venecia para poder imaginarla, la recorre borrosamente para recrearla según sus expectativas y lo que su visión, más propia de un cuadro abstracto donde solo hay colores y formas caprichosas, le arroje.
Por último, queda la literatura en su doble rostro, el de la escritura y la lectura. Vista desde la madurez, ella también se convierte en una ciudad imaginaria, no tan distinta de las incluidas en la Trilogía, pues fue Pitol quien la construyó según su voluntad. Entre otras muchas cosas, los tres libros son un desfile de los autores que frecuentó durante su errancia por medio mundo, a los que tradujo y a los que eligió para que lo influyeran, bajo la certeza borgeana de que un escritor crea a sus predecesores. Al igual que el de cualquier buen lector, el de Pitol es un canon único, en el que conviven Conrad con Chéjov y Vila-Matas con Hašek, con una marcada predilección por la literatura inglesa y las eslavas. Por momentos, Pitol abusa del resumen de las obras que más lo marcaron, pero el efecto acaba siendo encantador, pues los personajes de esos libros se entrometen en las páginas autobiográficas y derrumban, de nuevo, el muro que divide al ensayo de la autobiografía.
Uno de los rasgos más modernos de la Trilogía es la recapitulación que Pitol realiza del proceso de escritura de su obra ficcional, sobre todo de sus novelas. Al ubicarlas en un contexto personal y cultural específicos, la escritura de estas obras adquiere un estatuto distinto, ya no como meros libros, sino como acontecimientos en la vida del escritor. Pitol pertenece a la estirpe de escritores que viven sus obras, lo que le permite escribir su vida y convertirse a sí mismo en uno más de sus personajes. A veces, la escritura sobre el proceso de escritura de sus novelas resulta más lograda que las novelas mismas, y esta afirmación no debe leerse como un reproche. Lo mismo, para acabar de una vez, sucede con la vida: si es bien escrita resulta más acabada que ella misma, lo que no deja de ser una herejía. Pero esa herejía es la de la literatura de la Trilogía de la memoria, donde los países desaparecidos de Sergio Pitol siguen teniendo una existencia plena.