Yuri Herrera, Trabajos del reino, CONACULTA, Ciudad de México, 2004, 101 pp.
Desde su publicación original en 2004 por la editorial Tierra Adentro, Trabajos del reino, la primera novela de Yuri Herrera, se ha convertido en un referente de la llamada narconovela o literatura de la violencia y ha sido merecedora de numerosos estudios, así como de varias reediciones por parte de la editorial cacereña Periférica. La novela ganó en 2009 el ya interrumpido premio “Otras voces, otros ámbitos”, antaño otorgado por la empresa española El Corte Inglés. Se trata de un debut sumamente curioso, ya que el autor en sus obras posteriores no volverá a abordar explícitamente la cuestión del narcotráfico e incurrirá en otros discursos. Así, a lo largo de más de veinte años de trayectoria, se ha acercado a temas como la migración entre México y Estados Unidos en Señales que precederán al fin del mundo (2009), ha ideado una insólita riña shakespeariana en medio de una extraña epidemia en La transmigración de los cuerpos (2013), ha ofrecido una serie de relatos de ciencia ficción en Diez planetas (2019) y ha imaginado las peripecias de Benito Juárez en su exilio en Nueva Orleans en La estación del pantano (2022).
Si bien llama la atención la versatilidad del autor y la búsqueda constante de nuevos retos literarios —o incluso proyectos al margen de lo narrativo, como la reconstrucción cuasiperiodística de la tragedia minera en El incendio de la mina El Bordo (2018)—, hay algo que desde Trabajos del reino se mantiene como un sello de identidad herreriano: su estilo de escritura escueto, sobrio y minimalista, y la construcción de las historias a partir de retazos breves, pero significativos. En este caso, la estructura fragmentaria no se antoja sencilla, sino todo lo contrario, y todavía no se percibe como algo obligado o imprescindible en la narrativa contemporánea.
Quizás por esta razón su primera obra destaque por encima de las otras representantes del mismo género: rehúye el regocijo en la violencia, aunque esta impregne totalmente las páginas del libro, y no busca ser una crónica de un caso o de un determinado grupo criminal; no denuncia, no moraliza, únicamente muestra. A lo largo de la novela, no se encontrará la palabra “narco”, ni ninguna de sus variantes. No hace falta. Y también precisamente por esto se encuentre en tela de juicio su pertenencia en este posible nuevo canon de la literatura mexicana, antes que otras narconovelas producidas en México.
La trama urdida por Herrera no puede sino remitir a las historias heroicas y universales que aprobaría el mismo Vladimir Propp: el héroe (Lobo) se ve inmiscuido por casualidad en una situación de violencia con la que comienza su historia. A continuación, se produce un alejamiento de su vida de artista callejero y de cantinas de mala muerte para convertirse en el cantor del Rey. Una vez en el Palacio, los numerosos personajes esbozan las reglas y las prohibiciones de esta Corte particular —“Y cuidadito con meterte donde no debes, no le busques a las mujeres ajenas”— que, sin embargo, el héroe transgrede. Al final de Trabajos del reino al héroe truncado no le espera ni el castillo, ni la princesa, ni la recompensa soñada: Lobo, convertido en el Artista durante la mayor parte del libro, vuelve al punto inicial de ser Lobo, es decir, un don nadie, pero cambiado y dueño de sí mismo.
Uno de los rasgos más representativos de Herrera es la cuestión de la onomástica que emplea en sus obras. Lobo/el Artista, la Niña, el Periodista, la Cualquiera, el Gerente, el Joyero, el Heredero o la Bruja no precisan de nombre propio, ya que dentro de esta historia de narcoviolencia universal su vida transcurre en función de su papel dentro de la estructura del poder o de su relación con el Rey, quien lo decide todo y es “uno de los que hacían cuadrar la vida”. La individualidad, el pasado o la complejidad psicológica no importan, de hecho, se anulan para convertir a los personajes en meros elementos de una maquinaria criminal diseñada para que sus piezas puedan ser sustituidas en función de los gustos y necesidades del Rey, como si de un cuadro de costumbres sui generis se tratara. Resuenan notablemente los ecos rulfianos en la creación de los personajes movidos por poderes mucho más grandes que su propia voluntad y en los diálogos que, a primera vista, pueden parecer estereotipados o trillados, pero que esconden una fuerza locutiva intensa.
A su vez, tanto el tiempo como el lugar se desdibujan y resultan en una imagen fabulística, poblada de seres fantásticos. Lo hortera o vulgar de la opulencia criminal se convierte en algo exquisito —“Era como siempre imaginaba los palacios. Sostenido en columnas, con estatuas y pinturas en cada habitación, sofás cubiertos de pieles, picaportes dorados, un techo que no podía rozarse”—, y lo que pudiera verse como un zoológico humano, a ojos del Artista, es un desfile de maravillas anteriormente desconocidas: “Había, verdad de Dios, hasta algunos que habían visto el mar. Y mujeres que andaban como leopardos, hombres de guerra gigantescos y condecorados de cicatrices en el rostro, había indios y negros, hasta un enano vio”. Hasta cierto punto, la fascinación inicial con la Corte que experimenta el Artista se corresponde con el discurso, tan conocido y a la vez manido, del narcotraficante como benefactor: el que convierte el basural en un palacio, el dador de oportunidades, el salvador de los perdidos y un luchador valiente, generoso y sacrificado.
El Artista, contratado por el Rey para escribir corridos en su honor y cantar sus hazañas, cuenta con una ventaja notable por encima de los demás personajes: la invisibilidad. Como si, otra vez, de una cualidad mágica se tratara, el protagonista deambula por los pasillos del palacio sin ser visto, pero observándolo todo, construyendo el mosaico de este reino y dando testimonio, precisamente, de todos sus trabajos. Sea como un acto de espionaje, sea como una curiosa gesta, el Artista cuenta hasta con un objeto “mágico”: “Para no sentirse apabullado por la grandiosidad del Palacio, el Artista se dio a la costumbre de cargar un espejito de la Niña y mirar sobre su hombro los detalles: los muebles labrados, las puertas de metal, los candelabros. Así pudo también observar sin ser advertido la visita de gente de las ciudades, trajeados de portafolio, policías en busca de su cuota, el negocio que nunca paraba. Era como ser invisible”.
Pero, además, el héroe tiene un don —el don de la palabra— y se encuentra en una búsqueda particular de cuentos y de historias. Entonces, ¿es un héroe que busca idear otras gestas heroicas? ¿Hasta qué punto un narcocorrido en sí responde a las estructuras narrativas del relato mágico? El Artista, en un tono bíblico, responde: “El corrido no es nomás verdadero, es bonito y hace justicia. Por eso es tan bueno para honrar al Señor”. También, acostumbrado a únicamente existir y observar, el protagonista descifra a los demás personajes que, bajo su mirada, dejan de ser meramente peones feudales del reino. Y quizás esta sea una de las mayores transgresiones producidas en la historia. El Artista, un sujeto ajeno a las dinámicas del poder que, además, resultan inaccesibles para alguien como él, humaniza a los miembros de la Corte —como a la Cualquiera— y, sobre todo, al Rey, y esta deslealtad no se perdona. Al margen de las múltiples traiciones relacionadas con los negocios y las bandas rivales, el último corrido que canta el Artista atenta contra una de las cosas más sagradas del reino: la virilidad de su monarca. El desmoronamiento que sucede a continuación puede parecer inspirado en cualquier noticiero mexicano: desintegración del grupo criminal, peleas internas, huidas, asesinatos, etc. “El Palacio estaba desierto. Magnífico y helado como un sepulcro real”.
¿Hasta qué punto una novela que resulta anticanónica dentro del género se puede considerar un nuevo canon en este primer cuarto de siglo de la literatura mexicana? Precisamente por este alejamiento de lo explícito y por su ya mencionada universalidad. Los hechos a los que alude pueden suceder y suceden, modificando otro título famoso reciente: todos, en todas partes y todo el tiempo. De hecho, con la renovada popularidad de los (narco)corridos, la apología de la violencia, las masculinidades tóxicas y la fascinación por los artefactos y modelos militares, sigue resultando refrescante esta lectura que, sin decir nada, lo dice todo.
Hay que subrayar que en la novela de Herrera los sucesos violentos no se esconden ni se maquillan: los traidores son ejecutados de manera ejemplar, la sangre corre, los machetazos se propician y los cráneos se rompen sin piedad, pero, y allí reside lo impactante de la obra, esta mirada enajenada que le otorga el autor al Artista permite, de nuevo, la universalización y la normalización de lo narrado. La violencia del narcotráfico es un armazón circunstancial para una historia cuyo núcleo resulta distinto: el poder, la sumisión y la subversión.
Por último, Trabajos del reino se sirve de otros dos grandes tópicos literarios: la búsqueda y la transformación del personaje principal. Hasta cierto punto, Herrera ofrece una reescritura de la Bildungsroman, donde Lobo busca y encuentra las palabras —no se puede dejar de lado el aspecto metaliterario del libro— y, sobre todo, se encuentra a sí mismo y halla su lugar en el mundo. Si bien la novela comienza con una marca distintiva —“Él sabía de sangre, y vio que la suya era distinta”— y a lo largo de la obra se descubre su juventud de abandono y supervivencia, también enmarcadas en un contexto de pobreza y migración, el cierre revela que todos los acontecimientos que observa o en los cuales se ve inmiscuido concluyen en una especie de metamorfosis. Su vida como el Artista fue una etapa crucial y definitoria, pero una fase, al fin y al cabo. Lobo vuelve a ser Lobo, transita nuevamente las calles polvorientas de algún pueblo, pero “era dueño de cada parte de sí, de sus palabras, de la ciudad que ya no precisaba buscar, de su amor, de su paciencia y de la resolución de volver a la sangre de Ella, en la que había sentido, como un manantial, su propia sangre”. La obra juega, entonces, con la noción de la circularidad, de una especie de eterno retorno, pero sin dejar de lado este aprendizaje que convierte al protagonista en un ser más completo y más consciente. Volviendo a las ideas de Propp, quizás esta sea la recompensa que se le otorga al héroe, y la única que hay en toda la historia, donde las vidas de todas las demás figuras se quiebran, desintegran o desaparecen. Porque así suceden las cosas en el reino; estos son sus trabajos y sus trabajadores. Y como todos los trabajos, siguen y seguirán, porque siempre habrá reyes que estarán rodeados de sus artistas, sus herederos, sus gestores y sus niñas.