Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Juan Villoro, El testigo, Anagrama, Barcelona, 2004, 480 pp.


La novela mexicana siempre ha tenido una relación especial con la historia del país; naturalmente, pues la historia es el trasfondo indispensable de los seres humanos particulares y fugaces cuya condición existencial, tan lejana de la de los héroes y deidades que pueblan las narraciones antiguas, es fundamental para la novela moderna. Esto no debería impedirnos reconocer, sin embargo, que el material histórico ha sido una fuente a la que los novelistas mexicanos vuelven una y otra vez para hablar de la realidad del país, sus habitantes y sus problemas vitales. La novela de la Revolución es quizá el caso paradigmático. A la distancia, esas novelas bien pueden asimilarse dentro de una corriente ideológica nacionalista que se consolidó en circunstancias sociales y políticas muy singulares, que difícilmente se repetirán. De todas maneras, el influjo permanece bajo otras formas. La novela sobre el narcotráfico es una respuesta a una realidad que se asume histórica en su inmediatez e importancia. La autoficción, en su afán de autenticidad, mantiene como centro primordial la identidad del autor tal y como ha sido definida por la historia. Ciertos juegos ficcionales de Carlos Fuentes o Álvaro Enrigue, por ejemplo, tienen una relación más lúdica con la historia, pero esta no deja de ser la referencia esencial. Si bien no podemos negar que la historia es realidad, resulta mucho menos sencillo decir la realidad es solo la historia. Quizá por eso la novela mantiene una relación tan estimulante con ella: puede acercarse tanto como quiera a los hechos, pero no está obligada a ceñirse a ellos. No deja de ser paradójico que la novela se acerque a la historia únicamente para terminar haciendo otra cosa. Su aspiración, al fin y al cabo, no es necesariamente historiográfica. Es justo por eso que no es insignificante cuando una novela atiende hechos concretos y reconocibles.

Hay en la relación entre la novela y la historia dos fuerzas que no siempre empujan hacia la misma dirección. Si uno quiere entender la realidad, el Zeitgeist, el presente o alguna entidad sociocultural más o menos identificable, seguramente la novela puede evocar detalles, aventurar interpretaciones o cristalizar un entendimiento sensible de los hechos que la historiografía convencional no se permite. O bien, puede despreocuparse por completo de cualquier intención de esclarecimiento y preferir concentrarse en contar relatos entretenidos, personajes emocionantes, situaciones ingeniosas o simplemente elaborar imágenes bellas y estimulantes con el impulso de la prosa narrativa. Y no es que una cosa excluya a la otra: al contrario, muchas veces el material del que está hecha la historia es también el material del que están hechos mejores relatos. Pese a ello, persiste en mí la impresión de que escribir un relato para entender una época es distinto de escribir un relato porque el relato es interesante. Y quizá pocas veces esa impresión ha sido tan intensa como mientras leía El testigo, novela que consagró a Juan Villoro como uno de los escritores más importantes de su generación y que, a ya más de veinte años de su publicación, es un episodio fundamental en las tentativas de la novela mexicana para hacer frente al siglo que, entonces, comenzaba.

Después de que en el siglo XX la figura del escritor ocupara un lugar clave en la vida pública mexicana, el siglo XXI y su reordenamiento de las formas de consumo cultural lo desplazaron mayormente hacia la academia, los medios de comunicación o la gestión institucional. El escritor como oficio, profesión y personaje es un contorno difuso. En este panorama, Juan Villoro es quizá uno de los pocos escritores mexicanos que parece no ser otra cosa además de escritor. Y también escribe mucho y de muchas cosas. Novelas, cuentos, crónicas, teatro, columnas de opinión, conferencias, ensayos… Cuando parece que escribir es un oficio disminuido, Villoro lo ejerce con entera dedicación y le asegura un lugar digno y familiar en la mesa de la cultura nacional.

A diferencia de otros escritores, que escriben una, dos, tres obras definitivas y el resto quedan en la olvidada medianía, con Villoro es difícil asegurar cuál es, al día de hoy, su obra más importante. Siendo la novela el género literario más popular, uno estaría tentado a decir que se trata justamente de El testigo, que en sus días ganó el prestigioso premio Herralde cuando este seis años atrás había lanzado a la fama a Bolaño, y que en sus filas tenía ya a otros escritores consagrados, como Sergio Pitol, Javier Marías o Enrique Vila-Matas. Además, El testigo tiene grandes ambiciones. Es una novela sobre México, sobre la época de la transición democrática, sobre la poesía o la sombra de la poesía, sobre la violencia del narcotráfico, sobre amores imposibles, sobre la nostalgia, la memoria y la crisis de la mediana edad. Y, sin embargo, también es una novela que deambula alrededor de varios nodos sin ahondar particularmente en ninguno.

La novela trata sobre Julio Valdivieso, quien regresa a México luego de varios años de vivir en Europa, donde trabaja como académico. El año sabático que le da la universidad es la excusa para volver a un país muy distinto del que había dejado. Ahí se encuentra con viejos conocidos, quienes lo involucran en dos proyectos excéntricos: una serie de televisión sobre la Guerra Cristera y una investigación sobre Ramón López Velarde. Además, el reencuentro con varios miembros de su familia revive los recuerdos del romance juvenil con su prima Nieves, quien no lo acompañó a Europa y falleció luego, casada con otro hombre, en un accidente automovilístico. La serie de televisión, en la que se han involucrado personajes sórdidos del mundo del espectáculo, pronto deviene en una trama de drogas, asesinatos, narcotraficantes y policías. El proyecto de López Velarde lo acerca a un cura que pretende canonizar al poeta. Varios amigos de la juventud de Julio, que eran parte del mismo taller literario, le recuerdan sus aspiraciones del pasado. Un aire de pérdida y melancolía persiste a lo largo de la novela: por un pasado que ya no existe, por el de las aspiraciones literarias, a las que el adulto ha renunciado, por el del México posrevolucionario, o por el de los amores prohibidos de juventud. Las tramas y los temas se solidifican en un tono que conduce a lo inevitable: la muerte de los amigos, el fracaso del matrimonio, la decisión de no volver a Europa. El viaje a México cambia definitivamente la vida de Valdivieso. En este sentido, la novela es el retrato de un hombre cuya vida deviene otra.

El título de la novela exhibe intenciones muy precisas: Julio es un testigo del cambio de época, y esta condición se manifiesta, principalmente, con la articulación de sentencias y opiniones que el narrador y varios personajes emiten sobre México, su idiosincrasia y sus circunstancias: “Ciertos rincones cobraban la espectacularidad de un circo. ¿Cómo pasar por alto las tiendas de jugos, sus repisas atestadas de frutas de colores, el techo pintado en rojo, verde y amarillo, como una juguetería del trópico?”; “—Ahora que hay democracia y el PAN parte el queso, la Iglesia se ha vuelto chic y podemos hablar de la represión más silenciada de México”; “Por suerte para ambos, ella asoció su insoportable tristeza con la cultura mexicana. Había leído El laberinto de la soledad y se disponía a traducir a autores de ese país desgarrado, que reía mejor en los velorios”; “López Velarde admitía en sus poemas las pugnas favoritas de la cultura mexicana: la provincia y la capital, las santas y las putas, los creyentes y los escépticos, la tradición y la ruptura, nacionalismo y cosmopolitismo, barbarie y civilización”; “Ser fieles a la realidad significaba comunicar un horror […] El país, siempre al borde de la violencia, ¿podía banalizar de esa forma las heridas?”; “—Acuérdese de ese personaje de Ibargüengoitia, don Julio, un generalote que reconoce que si en México hubiera elecciones libres ganaría el señor obispo. El gobierno no le pudo robar la fe a la inmensa mayoría”; “Si no fuera una frivolidad, diría que Ramón murió como una forma de la cortesía. —Una manera muy mexicana de morir —dijo Donasiano—, la otra es que te mate tu mejor amigo, con un cariño raro”; “—Ya es hora de que dejemos de temerle a nuestros santos. México cambió el 2 de julio del 2000”; “No me veas así, pendejo, este país sólo tiene una división geográfica importante: los cárteles”; “A fin de cuentas, en México las fabulaciones conspiratorias gozaban de mayor prestigio que las limitadas informaciones reales”. Esta constelación de opiniones gira alrededor de ciertos tropos comunes, pero difícilmente articulan una visión coherente y unitaria. Su función es más bien incidental: para los personajes, México es una suerte de condición, una circunstancia inescapable que se padece con resignación. El cambio de gobierno, que se asocia con el renacer del entusiasmo religioso apagado concienzudamente por el priísmo, es la manifestación más significativa de un país con crisis de identidad.

Nuestro testigo no es, entonces, un observador neutro o pretendidamente objetivo de la historia. Su visión particular es un filtro que acude a la realidad para capturarla en observaciones ingeniosas e ideas amenas. Este ánimo se extiende también a prácticamente cualquier acontecimiento narrativo. Cuando Julio se percata de que un hombre sospechoso lo sigue por las calles de la colonia Narvarte, el narrador juega con los nombres de las calles: “Julio caminó por Uxmal, dio un rodeo para llegar a Palenque, con la sensación de ir por una jungla maya con simio a remolque. Un simio en pésimo estado”. Cuando se caracteriza a un productor de televisión poderoso: “¿Te imaginas la humillación que significa ser despedido por alguien que te recibe en piyama? Gándara no comparte su intimidad, te la impone”. Cuando se describen las emociones de Julio al tratar a uno de sus amigos de juventud: “Julio sintió el morboso orgullo de estar junto a alguien que haría célebres cosas horrendas”. Cuando Julio se compara desfavorablemente con un escritor célebre: “¿Qué le impidió a Julio convertirse en uno de los novelistas comunes y exitosos que traducía Paola? Algo lo desplazó al estudio de los muertos; se transformó en otro guerrero desarmado. También él tenía Marte en Libra”. Cuando evoca el futuro con Nieves, que nunca fue: “De algo podía estar seguro: de haber vivido con ella, nada hubiera sido tan importante como no haber vivido con ella”. Estas observaciones toman la situación en la que se encuentra el personaje y revelan una faceta inesperada, contradictoria, cercana incluso al oxímoron: un guerrero desarmado, imponer la intimidad, la celebridad del horror, la importancia de la ausencia. Hay una inteligencia, un ingenio vivo en cada frase, que encuentra nuevas maneras de asociar los elementos en juego para suscitar descubrimientos en la prosa. En ese nivel de lectura, la novela es satisfactoria. Cuando se trata de ofrecer una imagen viva y novelada del México de principios de siglo, esa cualidad muchas veces se interpone entre el lector y el mundo representado. La interpretación que ofrecen los personajes de la realidad mexicana es tan inmediata y parcial que no vemos más allá de ella. El ejemplo de Valdivieso caminando por la Narvarte es paradigmático: antes de que se describa de manera más detallada el ambiente de la ciudad o de los elementos que la componen, el narrador aventura una asociación selvática que desarrolla con humor el estado de un personaje, sustituyendo así el lugar en el que se desarrolla la acción por una idea. El ingenio repetido hace lo mismo: percibimos la broma sobre la realidad antes que la realidad. El México atestiguado por Valdivieso se diluye entre gracias retóricas.

Si ese ejercicio del ingenio ahondara en los personajes, poco importaría que la visión del país quedara en segundo plano, pero los personajes, especialmente Valdivieso, conservan un carácter que se desarrolla poco y que tampoco produce una trama emocionante. La decisión definitiva del protagonista, separarse de su esposa y quedarse en México, ocurre en un hermetismo raro. Desde el comienzo, es difícil entender sus motivaciones en México. Cuando el narrador lo explica, hace una enumeración que son acontecimientos incidentales: “Había regresado a México para satisfacer a Paola y sus exigencias de exotismo, para aclararle a Félix Rovirosa que no era el miembro fantasma del patronato (alguien incapaz de reaccionar al tenedor que metía en el plato de Paola), para mostrarle a Leiris su capacidad de cerrar un libro para entrar en la realidad”. Hay ironía, pero también cierto desgano, una reactividad que ubica a Valdivieso como alguien sometido a designios ajenos. En otras ocasiones, como cuando alude al signo zodiacal de Julio, el narrador acusa cierta debilidad de carácter. Es verdad que la pasividad no es necesariamente una falla del carácter, ni tampoco que solo las personalidades activas hacen personajes interesantes, pero un carácter manso no equivale a la inexistencia de un impulso vital. En muchos episodios, esa energía no termina de salir a la luz, como cuando Valdivieso se hace amante de una campesina en el pueblo de San Luis Potosí de donde su familia es originaria. Los motivos del amorío no se exploran, y la convivencia inesperada se desarrolla más bien poco. La única nota que atraviesa a Valdivieso toda la novela es una tristeza incurable por la pérdida de Nieves, la cual, en sus mejores momentos, alcanza cierto lirismo que expresa muy bien la añoranza por las oportunidades perdidas, pero que no hace avanzar al personaje. Aunque suceden cosas, no hay cambio. Valdivieso es una personalidad inmóvil. La razón de ello, pienso, es la voz narrativa, que concentra sus esfuerzos la expresión ágil y llamativa de ciertas asociaciones, las cuales alejan tanto a la realidad histórica, exterior, social y material del México aludido, cuanto a la vida interior de Valdivieso.

El resultado es una amalgama de situaciones, personajes, tramas breves y acontecimientos singulares que se acercan entre sí, se tocan, se apilan y se suceden sin cohesionarse en la visión definida de una realidad histórica; tampoco ofrecen un relato singular y consecuente del drama vital de un individuo. Desde que la trama del Vikingo, un amigo de Valdivieso que trabaja en publicidad y tiene relaciones con el narco, se va a la deriva, y cuando es claro que Paola ha cambiado a Julio por un escritor exitoso que también es un hombre de acción (obvio contraste con el protagonista), pocas cosas quedan para hacer que la historia de Julio vaya a cualquier lado, por lo que el final sobreviene casi de milagro: Alicia, la hija de Nieves, una adolescente que vive con su familia en Estados Unidos, visita a Julio en su ya definitivo retiro potosino para contarle la verdad sobre lo ocurrido con Nieves, y cómo una tía orquestó la separación definitiva. La accidentalidad de la revelación no escapa al narrador, quien articula un par de razones que se leen como excusas. No solo es extraño que Alicia sepa lo que sabe, pues su madre murió cuando ella era chica, sino que también es raro que se lo cuente a Julio en esta segunda visita, cuando antes ya habían tenido bastante tiempo para charlar. Dice el narrador: “Nieves valoraba ese episodio lo suficiente para contárselo a Alicia cuando ella tendría unos diez años. ¿Por qué lo hizo? Ese tipo de historias se reservan para las complicidades de la adolescencia, los primeros novios de la hija, el momento en que las mujeres cruzan caminos que involucran a los hombres. ¿Necesitaba sacarse el peso de encima, justificarse ante ella?”.

En esa cita está el problema más notorio de la novela. Hay un personaje que hace algo llamativo, inesperado, y que apunta a un deseo interesante. En vez de desarrollar esa incógnita, el narrador se pierde en especulaciones, que son también la duda del personaje, pero que se limitan a reflejar la del sentido común. El desarrollo de la conversación entre ambos semeja más bien una evasión del tema: “—Llevo años pensando cómo explicártelo. —¿Por qué? —Por si preguntabas. Los dos perdimos a mi mamá”. El centro de la vida sentimental de Julio durante toda la novela ha sido la ausencia de Nieves. El narrador, hábilmente, nos dice que Nieves “depositó su moneda para un futuro en el que ya todo se hubiera jugado, un tiempo en que al fin pudiera caerle el veinte”. La forma en que se expresa la decisión de Nieves es ingeniosa, pero seguimos sin entender por qué hizo lo que hizo. La conclusión de Julio (“nada hubiera sido tan importante como no haber vivido con ella”) es también una bella forma de decir las cosas, pero la experiencia vital de, por fin, asumir que la pérdida de su prima era inevitable o incluso un mejor destino para él, se nos escapa. Gana, de nuevo, el ánimo constante e invariable de resignarse a la insatisfacción: “Julio se había quedado con el reverso de la historia, lo que nunca acaba de pagarse ni pierde fuerza, la oportunidad perdida”.

La historia es el escenario de una crisis, sea política, espiritual, económica, cultural, psicológica, etcétera. Por eso es tan buen material para las novelas. En El testigo no hay una crisis porque su humor es el de la resignación de alguien acostumbrado al desastre, que, por supuesto, es México, pero como idea que vive en las opiniones de los personajes antes que en la realidad dibujada por el narrador. La historia se le escapa de las manos menos por una infidelidad a los hechos que por el desinterés hacia las crisis que cimbran la vida de los personajes. El narrador contempla, especula, maquina ingenios retóricos y un tono reflexivo que permea la novela como una melancolía sin origen y sin cura. El carácter del narrador, no del personaje, aliena el resto de sus materiales novelescos, y los subordina a un tono monótono y razonado que, pese a todo, nunca carece por completo de ánimo e interés. Habiendo leído otros libros de Villoro, se trata de una voz y un tono fácilmente reconocibles, y que llegan a mejor puerto en otros géneros. Después de terminar El testigo, estaba convencido de que la voz escritural que, en la obra de Villoro, tiende a las observaciones agudas, el tono templado, la especulación, y a una inteligencia melancólica que abreva por igual de la nostalgia y el humor, funciona mucho mejor en sus ensayos o en piezas narrativas breves que no requieren de una estructura narrativa más sólida y sofisticada. Su ingenio sobrevive en distancias cortas y las novelas, por su naturaleza más bien arquitectónica, requieren de una estructura más definitiva, que viva más en los materiales con los que trata (personajes, descripciones, situaciones, actos) que en la voz del narrador.

El disparo de Argón, la primera novela de Villoro, fracasa más o menos por los mismos motivos, pero siendo su ambición mucho más limitada, es más fácil disculpar su desorden, su falta de centro, su acumulación de detalles y situaciones sin concatenar. Quizá, entonces, El testigo perdurará no tanto como la encarnación definitiva de la novela sobre el México del siglo XXI, el México de la transición democrática, de la incipiente violencia del narcotráfico, de la crisis de identidad, y de la apertura hacia un futuro que no se dibujaba claramente, sino como la muestra de que esa época ya era lo suficientemente propia como para demandar sus propios términos.

Ahora que la historia ha seguido su curso, y mucho se ha dicho y escrito sobre cómo la época de la transición democrática ha llegado a su fin (sea lo que haya sido), queda la pregunta de si alguna vez se escribió la gran novela que representa la crisis de esos días. Quizá, pese a lo que se ha dicho, esa crisis no ha terminado del todo y la novela correspondiente todavía puede escribirse. Y quizá esa novela la escriba el propio Villoro, quien en La tierra de la gran promesa, publicada en 2021, ofrece una iteración mucho más efectiva de varios de los temas que ya están en El testigo. El relato del documentalista que deja México para alejarse de sus fantasmas y descubre que estos tienen brazos mucho más largos de lo que sospechaba escenifica el acoso del pasado de una manera mucho más encarnada y particular que la novela de 2004. Tengo la impresión, sin embargo, de que El testigo será más recordada, pese a que no es una mejor novela, simplemente porque todavía en ella se ambiciona la Gran Novela Mexicana, ese retrato total de la realidad en su complejidad multifacética. En La tierra de la gran promesa, el campo de visión se ha limitado, la vida interior del personaje asume un papel mucho más activo, el acercamiento a la realidad histórica se asume con una mayor dosis de escepticismo, y la misma estructura narrativa se apropia adecuadamente del papel de la subjetividad del protagonista. Persiste cierto entusiasmo, en la voz narrativa, por reducir México a la idea de México y por deambular hacia asociaciones de retórica brillante y poder narrativo escaso, pero en general la última novela alcanza una precisión psicológica y una descripción más equilibrada de los hechos que El testigo. En esta, sin embargo, quizá vive algo que a la larga termine siendo más significativo: el sueño de que la literatura nos acerca a la vida tal como la vivimos en la historia, y que esta no es un páramo de espejos sin dirección ni claves, sino un objeto que puede asirse y representarse cabalmente, es decir, que la literatura puede estar a la altura de la realidad, por más contradictoria y vasta que sea. Ese es, finalmente, el sueño del escritor, y el sueño de la literatura, su fracaso y su victoria, algo que la academia, con sus saberes fragmentados y estrictamente metódicos y burocráticos, no puede hacer. Es el sueño del arte que se cree capaz de hacerle frente a lo esencial en los mismos términos que cualquiera otra de las más altas manifestaciones del espíritu. Hay una voluntad proteica, un tono mayor, un exceso, una aspiración a relato total que es, en cierto modo, el anverso del tono melancólico, contemplativo y mesurado del narrador de El testigo. Su destino era infausto desde el comienzo. Como Julio Valdivieso, la novela parece obligada a resignarse a la medianía, a no saber, a no asir el centro de la vida, a no aprehender esa totalidad que ya solo persiste como nostalgia. Si ahora de pronto esos veinte años de transición democrática parecen más un cúmulo de sueños, aspiraciones e ideas que no se materializaron en ningún cambio radical y significativo que nos alejara definitivamente de los peores “vicios mexicanos”, quizá El testigo no es una mala representación de la condición que padecemos desde entonces: la historia como una deriva que ya no se acopla a la totalidad y sus lógicas narrativas. Esa sensación debe ser particularmente aguda entre quienes alcanzaron la madurez antes del cambio de siglo, la generación a la que Villoro pertenece. Para los que nacimos cuando prácticamente el México del siglo XX había terminado, la melancolía mexicana de un personaje como Valdivieso se nutre de intuiciones que ya resultan extrañas: los sentimientos religiosos no se han vuelto la fuerza histórica principal, ni parecen estar cerca de hacerlo. Y el error quizá no fue apostar por el caballo equivocado, sino pensar que se trataba de una carrera donde solo habría un ganador, una fuerza protagónica de la historia, llámese partido, presidente, clase o religión. La clave interpretativa de El testigo, que sobrevuela el tema religioso en López Velarde, la moral tradicionalista de la familia de Julio y el clima político de incertidumbre que rodea la producción televisiva, es que los sentimientos religiosos de la sociedad mexicana la atan a un pasado y a unas costumbres que ninguna transición política puede cambiar. Ese pasado mexicano era, sin duda, mucho más grande que eso, y quizá solo ahora, cuando la historia nos ha sorprendido con vueltas de tuerca difíciles de imaginar hace veinte años, podemos empezar a vislumbrarlo.

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