David Toscana, El último lector, Random House Mondadori, Barcelona, 2004, 192 pp.
No importa cuál obra de David Toscana caiga en las manos de un lector, si esa primera lectura logra cautivarlo no habrá vuelta atrás, querrá seguir experimentando esa suerte de intoxicación agridulce, no necesariamente verosímil, pero sí liberadora y seductora, que impregna cada una de sus historias. Por esto me resulta sospechoso el silencio del mercado editorial y la crítica literaria alrededor de las once novelas y los dos cuentarios del regiomontano, escritor por vocación e Ingeniero Industrial y de Sistemas por formación.
El último lector (2004), El ejército iluminado (2006), Los puentes de Könisberg (2009), La ciudad que el diablo se llevó (2012), Olegaroy (2017) y El peso de vivir en la tierra (2022) deberían ser suficiente evidencia para considerar a Toscana como uno de los autores mexicanos más estimulantes y originales del siglo XXI. De hecho, a su favor podrían enlistarse el Premio de Narrativa Antonin Artaud (2004) por El último lector, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada (2005), el Premio José María Arguedas (2008) por El ejército iluminado, el Premio Bellas Artes Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores (2017) por Olegaroy, el Premio V Bienal de Novela Mario Vargas Llosa y el Premio Mazatlán de Literatura, ambos de 2023 por El peso de vivir en la tierra.
A partir de El último lector resulta ostensible una suerte de continuidad en su escritura que se ha ido consolidando hasta alcanzar un estilo y un universo narrativo con sello personal –el cual me atrevería a llamar ciclo novelístico–, donde sorprende no solo su destreza formal, con una vindicación del humor y del absurdo, sino también el diálogo con una amplia tradición literaria universal y la premisa de la lectura en tanto que forma de vida. Historias donde se intercalan otros relatos a la manera de una matrioshka, las narraciones toscanianas apuestan por la apropiación de una experiencia del sentido del mundo a partir de la imaginación lectora: la experiencia de la multiplicación, ser otro a partir del otro y vivir así las infinitas tesituras de la existencia humana. Mediante la ficción, aquella novela del 2004, junto con Los puentes de Könisberg, La ciudad que el diablo se llevó y El peso de vivir en la tierra, por mencionar solo algunas, introducen en la cotidianidad de sus personajes nuevas posibilidades de ser en el mundo más allá de las fronteras espaciales, temporales y hasta lingüísticas.
Por esto, quien se aventure a leer las historias de David Toscana no debe exigir explicaciones verosímiles ni mucho menos osar esgrimir la razón; al contrario, debe estar dispuesto a jugar junto con sus protagonistas y narradores, porque cuando la lógica racional se introduce a fuerza de calzador –el propio Toscana lo advierte en una entrevista– “se estropean las cosas y por eso muchos escritores que quieren ser muy razonables explican demasiado las cosas. Lo mejor es lanzarse y contar”. No es mi intención registrar en estas pocas páginas una apología a las entregas que conformarían un ciclo novelístico toscaniano, pero sí extender un sedal que bien podrían alcanzar a nuevos o hasta ya asiduos lectores del neoleonés, usando como carrete El último lector.
Un primer recorrido arbitrario entre, por lo menos, El último lector, Los puentes de Könisberg y El peso de vivir en la tierra encontraría rápidamente que el alcohol vincula estas novelas entre sí y hasta con El ejército iluminado, La ciudad que el diablo se llevó y Olegaroy; así como el bar Lontananza, ese emblemático lugar que titula la reciente edición (Era, 2024) de los cuentos de Toscana; el manjar que son los aguacates; el movimiento estudiantil del 68; o la Segunda Guerra Mundial. Pero Lucio, de El último lector; Floro y Andrea, de Los puentes de Könisberg, y Nikolái, leen. En consecuencia, están lejos de ser figuras normalizadas y pacíficas, de lo contrario no habría qué contar. Estos cuatro personajes son lectores extremos –diría Piglia–, siempre apasionados y compulsivos; son almas grandes que padecen la certeza, por ello imaginan y diseñan su realidad e inventan paralelismos insólitos entre lugares, fechas e idiomas distintos.
El bibliotecario de El último lector, Lucio, observa el mundo desde fuera de la lógica positivista. Para él las palabras funcionan mejor si no parten de la razón, sino de la belleza literaria. No se cansa de buscar correspondencias, como un oráculo sagrado, entre la vida del pueblo Icamole, la suya, la de su hijo Remigio, el porvenir de los habitantes-personajes del pueblo, el asesinato de Babette y la literatura; suerte de bibliomancia, toda la trama de la novela es guiada y explicada por medio de las obras que Lucio ha leído y las que ha lanzado a las cucarachas. El bibliotecario ve en la literatura la clave del funcionamiento de lo real: podría volver a la vida a su fallecida esposa y, de pasado, reconstruir la historia de la humanidad y el mundo, a partir de la lectura de un libro.
El protagonista de Los puentes de Könisberg, Floro, actor de teatro venido a menos y cuyo nombre bien podría ser un guiño paródico a Anneo Floro (ss. I-II d. J.C.), personifica la concepción historiográfica retórica de este, donde lo esencial no era el tratamiento riguroso de un tema conocido por el público, sino que la recreación literaria y el interés pasaban a centrarse en la visión del “historiador” (narrador) sobre la materia. Por eso esta obra de Toscana –al igual que las otras– se toma las licencias de caer en imprecisiones y errores históricos tales como traer la Königsberg de los años 1944-1945 a un Monterrey de 1968 o mezclar El rey Lombardo con El bachiller de Salamanca; los cuales, a su vez, inciden en la peculiar organización narrativa del relato, donde Floro (el mexicano, no el romano autor del Epítome de Tito Livio) y los otros personajes ofrecen a los lectores una tragicomedia tan audaz y sugestiva que obliga al mismo tiempo a prestar atención a situaciones ya narradas años antes –como las Preussische Chronik de Simón Grunau o el Día de la Victoria– y a temas obliterados –como la desaparición forzada de seis niñas durante un paseo escolar en Presa de la Boca o las “pesquisas” en el diario El Porvenir–.
En El peso de vivir en la tierra, Nicolás un buen día decide llamarse Nikolái Nikoláievich Pseldónimov, dejar de ser Subgerente de Comunicación y renombrar a su esposa Marfa Petrovna Pseldonimova para vivir (aunque nunca salga de Monterrey) en Rusia, vivir su literatura, soñar como nadie y “tener el alma grande”.
Pero los verdaderos vasos comunicantes entre sus tres novelas del 2004, 2007 y 2022 (habría sumado El ejército iluminado, La ciudad que el diablo se llevó y Olegaroy, pero el tiempo y el espacio aquí apremiaban) son la imaginación, la ficción, la embriaguez –literaria y alcohólica– que enloquece, en el mejor sentido, a sus protagonistas e historias. Ya lo proclamaba Baudelaire hace dos siglos Enivrez–vous: “Hay que estar siempre ebrio. Todo se reduce a eso; es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo, que os destroza los hombros doblegándoos hacia el suelo, debéis embriagaros sin cesar. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como os plazca. Pero embriagaos. Y si alguna vez os despertáis en la escalinata de un palacio, tumbados sobre la verde hierba de una cuneta o en la lóbrega soledad de vuestro cuarto, menguada o disipada ya la embriaguez, preguntadle al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, canta o habla, preguntad qué hora es; y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj os contestarán: “¡Es hora de embriagarse!” Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, embriagaos; ¡embriagaos sin cesar! De vino, de poesía o de virtud, como os plazca”.
Más allá del insuficiente y manido cervantismo –además de otras etiquetas como “del Norte”, “del desierto” o “generación de los 60”– con el cual se ha timbrado la obra de Toscana y que, dicho sea de paso, ha opacado su amplio conocimiento de la literatura no solo rusa y de la Mitteleuropa (Joseph Roth, Isaac Bashevis Singer, Jaroslav Hašek, Bruno Schulz), sino además de la clásica grecolatina e hispanoamericana, así como de historia, filosofía y geopolítica, las novelas del regiomontano se vuelven entrañables porque transforman existencias simples y elementales –como Kafka con Gregorio Samsa– en complejas obras de arte merced a la literatura, cuyas palabras “pueden conjurarse para crear belleza, libertad y vida” al combinar tiempos y espacios probables o improbables.
En una irónica vuelta de tuerca, las narraciones de Toscana tuercen el pacto de verosimilitud por medio de la metaficción, la metaliteratura y la intertextualidad. Como Geney Beltrán y otros más han señalado, en sus narraciones “hay una conciencia absoluta de la teatralidad presente en la ficción”. Lo que más importa no es la cita, sino lo que esta desencadena: el entrecruce de subjetividades; ir hacia el otro y lo otro; las inagotables posibilidades del lenguaje cuyo proceso de escritura puede tomar incalculables rumbos (desplazamientos, encuentros y revelaciones) y, sin embargo, encuentra una forma finita dentro de ese cosmos que es un libro.
Más aún que la Bovary y la Karenina, los protagonistas de Toscana viven la literatura al punto de contagiar o lograr expandir su palabra a otros personajes (aquí sí, a la manera de Don Quijote con Sancho): Lucio a su hijo Remigio y la madre de Babette; Floro a Blasco, el polaco y las madres de las niñas desaparecidas; Andrea a su alumno de primaria Gortari; y Nikolái a su cofradía de cosmonautas conformada por su esposa Marfa, el prestamista (Griboyédov), el tísico (Antón), el borracho (Guerásim), el policía (Porfírii), la “tonta” Lenochka y su madre Prascovia Fiodorovna e inclusive a los parroquianos del Lontananza y los estudiantes de la universidad de Monterrey. Sus actitudes recuerdan a la de Alonso Quijano, pero también son modos de leer la vida que bien podrían emparentarse con el “mal de Montano”, de Vila-Matas; la imagen del “último lector”, de Piglia; las reflexiones de Borges sobre la literatura o hasta la obsesión por el sentido en los libros de Gombrowicz y Pitol. Locos de literatura, leedores de libros existentes e inventados, Nikolái, por ejemplo, manda a encuadernar libros existentes e imaginados, mientras Lucio clasifica la biblioteca sin tomar en cuenta las categorías de ficción y no ficción.
¿Por qué conformarse con el destino mediocre marcado por un sistema progresista cuando se puede aspirar a tener el alma grande? ¿Si la literatura hace que el individuo lleve consigo multitudes y defiende el derecho de cada persona de vivir, pensar y ser libre? André Breton estaría muy de acuerdo con Lucio, Floro, Andrea, Nikolái y compañía pues viven en un estado de euforia, en la embriaguez de las letras y el azar que les abre la posibilidad de descubrir mundos casi oníricos donde sus deseos y frustraciones se entrelazan con los de los otros personajes. Son blasones en los cuales convergen las dudas del ser humano. Nos revelan que la Verdad y lo Real no están en ningún lado. “¡Yo declaro a nuestra patria un manicomio!”, grita Nikolái unas páginas antes de finalizar la novela. Esa locura ingrávida compartida por los cosmonautas también hermana a Floro, Blasco y el polaco. Unos y otros parecen ser asistentes a la fiesta del té en Alicia en el país de las maravillas y brindar por la vida.
Personajes con tendencia a la locura, libros y alcohol dan el mismo resultado. En una entrevista, el propio Toscana declaró lo que le interesaba al aunar embriaguez, imaginación y supervivencia en sus narraciones: “Si alguna religión tengo, es la dionisíaca. Un toque de locura siempre le viene bien a la literatura, ya sea por cualquier trastorno o exaltación o bebida, y ya don Quijote nos enseñó que la imaginación es un buen sitio para vivir”. Y en definitiva sus personajes habitan la imaginación: a Lucio y Nikolái los inspira la literatura; a Floro, el arte dramático y a Andrea, la historia. Porque el segundo de las siete artes posee mucha mayor importancia de lo que aparenta: es un repositorio de conocimientos sobre la vida que demuestra la potencia de la voluntad de vivir.
Un último hilo conductor en el ciclo novelístico de Toscana es la violencia. Una de sus caras es la desaparición forzada (de niñas, mujeres, escritores) y otra, la guerra: “Porque el hombre necesita guerra, exterminio, niñas muertas, muchas niñas muertas, cadáveres en el desierto o en la nieve, una historia que contar, una historia trunca, de joven sangrante, de niña perdida, tal como deben ser las historias porque quién quiere escuchar el relato de un anciano que pasa años moribundo en la cama, el de una mujer que cocina bollos con jalea; no, amigos, celebremos la muerte y celebremos a los asesinos, a los que disparan y estrangulan y accionan palancas sobre un Lancaster de noche”.
Lo que somos, afirmó Albert Béguin, “está compuesto sin duda de encuentros humanos, de accidentes de todo tipo, de nuestras miserias y nuestros éxitos, pero también, en un grado inapreciable, en un grado inmenso, de los libros que hemos leído, de los libros que se han convertido en nuestra propia sustancia”. Novelas de la novela, el devenir leedor y lector crítico de Lucio, Floro y Nikolái articulan desde la ficción literaria una serie de estrategias críticas de lectura. El último lector, Los puentes de Könisberg y El peso de vivir en la tierra comparten y ejercen una reflexión sobre la literatura a través de la literatura misma, no solo en sus aspectos formales, sino también en todo aquello que rodea el fenómeno literario. Desde las atribuciones mismas de la literatura, a la par que reconstruyen sus posibles lecturas (novela, historia y teatro), el pensamiento crítico logra conectar mundos y proponer otros modelos para armar la realidad.
Entre la historia y la literatura, pese a los años que separan las novelas de Toscana, impacta su actualidad y su voluntad por desmitificar algunos de los grandes relatos de la modernidad. Abrir cualquiera de sus obras es mirar épocas pasadas y lugares remotos que nos instalan en un presente, pero, a la vez, nos proyecta hacia el futuro. Si bien en El último lector refiere hechos sucedidos durante la Revolución Mexicana, en Los puentes… a circunstancias acaecidas entre los siglos XVI a XIX y hasta el XX en Prusia Oriental y México, y en El peso de vivir en la tierra eventos deplorables y loables de la Unión Soviética, resulta imposible no pensar en la narcoviolencia que asola desde hace meses el estado de Sinaloa, en el caso de México, o la sostenida Guerra Rusia-Ucrania y el insistente acoso de Estados Unidos hacia China y otros países, en el caso internacional. Seguimos viviendo años en los que las ideas continúan siendo peligrosas. Al igual que durante el siglo pasado en la Unión Soviética se hicieron “esfuerzos para que los cerebros se detuvieran, se apresaba a los escritores, los disidentes desaparecían como niñas bonitas, se borraban símbolos del pasado”, de igual manera en este siglo XXI los gobiernos temen la creación de un mundo mejor a través de la imaginación. Temen que la literatura lleve a sus lectores a cuestionarse las cosas, intuir qué razón tiene la vida.
Esta presencia y agencia del individuo en la historia demuestra en El último lector, Los puentes de Könisberg y El peso de vivir en la tierra la potencia de la vida no obstante el desastre, porque “no hay historia completa y ninguna historia termina”. El propio autor declaró en otra entrevista que, si bien sus novelas y cuentos están situados en momentos y escenarios reales, históricos, tuerce la realidad y la historia. Como Lucio, Toscana tiene clara esta idea: “Un libro de historia habla de cosas que pasaron, mientras una novela habla de cosas que pasan, y así, el tiempo de la historia contrasta con el de la novela, que Lucio llama presente permanente, un tiempo inmediato, tangible y auténtico. En ese tiempo Babette existe, es más real que un héroe patrio sepultado en la rotonda de los hombres ilustres; jamás podría estar Babette en un estante con rótulo de ficción; en ese presente permanente una mano misteriosa toma a Babette una y otra vez cada que se abre el libro en la última página, y la niña irrevocablemente arroja su paraguas al Sena en el capítulo doce; Babette no es polvo ni en polvo se convertirá”. Esta vindicación tragicómica de la historia que corre paralela a la diégesis en El último lector, Los puentes de Könisberg, El peso de vivir en la tierra (e insisto, también en El ejército iluminado y La ciudad que el diablo se llevó) resulta parecida a la de Tarantino en algunos de sus filmes como Inglorious Bastards o Once Upon a Time in Hollywood e incluso a Bloodsuckers –A Marxist Vampire Comedy, de Julian Radlmaier. Las historias de David Toscana conjugan el género dramático y el narrativo en una mise en abyme intertextual. Baste mencionar el tópico del theatrum mundo (mundo como un escenario e individuo como un actor que representa un papel) para entender el teatro de la vida que configura el universo narrativo de sus novelas. La acentuada intertextualidad en sus libros, lejos de abrumar, funciona como una suerte de guía: tiende puentes entre naciones, literaturas e idiomas y nos impelen a celebrar la vida, a pesar de las desfavorables condiciones. Son homenajes que desbordan y hacen saltar no solo los límites de los géneros literarios, sino también fronteras geográficas e históricas: El último lector trasgrede y va más allá de la literatura policial, de la Revolución mexicana y Rulfo; Los puentes de Könisberg, de la prensa periódica, el teatro y la historia; y El peso de vivir en la tierra, del novelón ruso, del discurso político y las falaces ceremonias del Premio Nobel.
Para Emily Dickinson nada este mundo tiene tanto poder como la palabra. Cuando el lenguaje de una obra te embriaga, sabes que estás leyendo un clásico. Luego de unos tragos, los personajes toscanianos (y con ellos el lector) se vuelven etéreos, ingrávidos, atemporales; todos se liberan de las cargas más pesadas. En “Por qué leer los clásicos”, Italo Calvino propuso llamar clásico “a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes”, tanto que puede servir “para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él”. Lucio, de El último lector, cuando una obra no le dice algo (la mayoría de las ocasiones), la clausura y arroja a un cuarto donde las cucarachas habrán de devorarla; cuando sí, la acomoda en los estantes de la biblioteca.
A lo largo de tres décadas David Toscana ha ido afinando consistencias, variaciones y desvíos en su apuesta por la imaginación ya sea como tema, técnica o estrategia narrativa. Sus libros son un pasaporte para pensar; no resuelven entuertos, pero sí cuestionan a su lector al punto de transformarlo en un lector crítico. Porque, en palabras del propio escritor, “de eso se trata la literatura, de cambiar, de cuestionarnos cosas, de intuir más o menos qué razón tiene la vida; la vida, creo, la cuestionamos cuando leemos”.