Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Jorge Volpi, El fin de la locura, Seix Barral, Barcelona, 2003, 475 pp.


Había una vez un joven ambicioso. Quería escribir y, no menos, ser un escritor famoso. Lo consiguió. En la literatura mexicana del primer cuarto del siglo XXI, pocos escritores habrá más visibles que Jorge Volpi. El autor de El fin de la locura es particularmente representativo del fenómeno editorial-comercial que comenzó a darse en el mundo hispánico en la década de los ochenta del siglo pasado: a raíz de la adquisición de editoriales antaño independientes y con sólido prestigio literario (Alfaguara, Seix Barral, Tusquets, etcétera) por parte de grandes conglomerados, el desarrollo y promoción de una literatura -sobre todo narrativa y novela- que se pretende seria, pero en realidad más bien banal y fundamentalmente comercial. El género novelesco, claro está, siempre ha sido parte de un mercado, pero una cosa es eso y otra el fenómeno de hipercomercialización al que se le ha sometido y, más que nada, de simulación publicitaria consistente en hacer pasar por exigente una literatura light, lo que puede observarse nítidamente en la promiscuidad de ciertos catálogos de los grandes grupos editoriales que, interesados principalmente en vender, pero también en conservar cierta reputación literaria, han hecho convivir bajo un mismo sello a, digamos, Elvira Sastre y Enrique Vila-Matas, Guillermo Arriaga y Mario Vargas Llosa, Sofía Segovia y Borges.

Hagamos un poco de historia: tras la publicación de algunas novelas de circulación nacional (A pesar del oscuro silencio, La paz de los sepulcros, El temperamento melancólico) y la desesperada búsqueda de atención con el Manifiesto del Crack en 1996 (fenómeno para cuyo análisis remito a los ensayos de Christopher Domínguez Michael, “La patología de la recepción” y “Autopsia del Crack”), Volpi se dio a conocer internacionalmente con En busca de Klingsor, que en 1999 obtuvo el resucitado Premio Biblioteca Breve, de ilustre historia (en los sesenta lo habían obtenido, entre otros, Mario Vargas Llosa, Vicente Leñero, Guillermo Cabrera Infante, Juan Marsé, Carlos Fuentes), otorgado por Seix Barral, pero esta editorial, adquirida por Planeta en 1982, ya no era aquella editorial. Tratándose de la primera convocatoria de la nueva etapa del Premio, podía tenerse la duda de qué dirección seguiría, si buscaría premiar obras innovadoras y exigentes como las de la primera época, o si buscaría algo más convencional y vendible. Un repaso a algunos de los ganadores, empezando por Volpi, despeja las dudas: Elvira Lindo, Juan Manuel de Prada, Gioconda Belli, Elvira Sastre, etcétera.

En busca de Klingsor despertó en su momento elogios idiotas (¡un mexicano escribiendo sobre nazismo y física!), críticas no menos idiotas (¿por qué no escribe sobre México, apátrida?) y mucha envidia (esta, quiero pensar, se habrá ido atenuando con el paso de los años: no creo que los jóvenes novelistas mexicanos aspiren a ser Jorge Volpi). Es un thriller cuidadosamente calculado para tener una apariencia densa -mundo germánico, física teórica, dilemas éticos-, pero enraizado en el universo del best-seller (el arte de Volpi es, ante todo, el arte de aparentar): simpleza, intriga, didactismo. Mucho más cercano a Dan Brown que a Thomas Mann. Por ello me sorprendió leer un ensayo del autor (“De parásitos, mutaciones y plagas”, en Mentiras contagiosas) en el que atiza al pobre Brown -un escritor de best-sellers que no pretende ser otra cosa- como lo haría un purista de la complejidad novelesca. El psicoanalista Aníbal Quevedo, de quien ya hablaremos, se preguntaría de dónde viene tanta indignación. Acaso de un parentesco inconfesable, sin descartar la envidia de un éxito mundano como el de El código Da Vinci, película incluida (En busca de Klingsor pedía a gritos ser adaptada al cine y es, en efecto, el tipo de novela que, desprovista de méritos lingüísticos, estilísticos y propiamente literarios, haría una película entretenida).

Por otro lado, En busca de Klingsor evidenció una de las principales virtudes de Volpi en tanto novelista realista, en la estela de Vargas Llosa: la minuciosa investigación de su tema. Nadie podrá acusarlo de que no se documenta. El problema es que documentarse no basta. Sobre la base de la documentación debe haber genuina invención novelesca y es ahí donde falla la cosa. Invito al lector a releer cualquiera de las grandes novelas de Vargas Llosa (La guerra del fin del mundo o La fiesta del Chivo) y a observar cómo la ingente investigación histórica se fusiona y casi desaparece tras el disfraz novelesco, y las compare con los didácticos y expositivos discursos de Volpi en En busca de Klingsor, El fin de la locura o No será la tierra. Y ya que he mencionado a uno de sus evidentes modelos, debo decir que por lo mismo no dejó de sorprenderme un poco la dureza con que se permitió juzgarlo en un artículo reciente a propósito de su fallecimiento: “una vez convertido en apasionado adalid de los mercados, terminó por experimentar la condición de artículo de lujo. Así lo contemplamos en sus lastimosos años finales, convertido en una marca posicionada con los más burdos parámetros de la publicidad” (“El caso Vargas Llosa”, Reforma, 19/04/2025). Caray, no que todo deban ser loas o que no se pueda criticar a un autor al que por otro lado admiramos, pero uno esperaría un poco más de gratitud o, cuando menos, mesura, frente a un escritor que es uno de tus obvios e inalcanzables paradigmas, sin mencionar que precisamente la publicidad ha jugado un papel crucial en la reputación de Volpi.

Después de En busca de Klingsor -que tuvo un gran éxito comercial, pero que hizo sospechar a más de uno que estaba frente a un best-seller y no a un autor literario-, el autor probó fortuna con un tema más “intelectual” (el psicoanálisis, el estructuralismo y el marxismo franceses) y un nuevo registro, el cómico, con El fin de la locura, la obra elegida para esta reseña extemporánea porque se publicó ya en el siglo XXI, en el 2003. La trama tiene algunos buenos momentos, como la sesión psicoanalítica de Fidel Castro con Aníbal Quevedo, el pícaro protagonista (curiosamente, varios de los personajes principales de Volpi son individuos fraudulentos), pero en general ni el sentido del humor ni la sátira son atributos narrativos del autor y la novela se vuelve rápidamente un chiste pretensioso mal contado. ¿A quién, se pregunta uno, podría dirigirse un libro así? Al lector ordinario de novelas, no necesariamente familiarizado, para su bien, con Lacan, Althusser o Foucault, no, porque difícilmente le interesaría; al que los conoce y los ha leído, tampoco, porque lo desesperaría su banalización, pero quizá al lector desprevenido que se topa en un libro con los nombres de Heisenberg y Einstein y la publicidad editorial le asegura que es una sesuda novela sobre física; al que conoce de nombre a Lacan o Barthes y una contraportada le vende la idea de ser parte de una ingeniosa sátira del psicoanálisis y el estructuralismo: al lector de las apariencias y las simulaciones, al lector que pide una obra que es una apariencia y una simulación.

El fin de la locura plantea retrospectivamente un dilema más agudo respecto a la trayectoria de Volpi: su papel como “intelectual”, en el ya clásico sentido zaidiano del término (“el escritor, artista o científico que opina en cosas de interés público con autoridad moral entre las élites”), porque el entonces joven narrador, siguiendo nuevamente los pasos de Vargas Llosa (o Fuentes o Paz), aspiraba a ser uno, pero también, curiosamente, a hacer carrera como funcionario público, sin al parecer notar la contradicción (la lista de cargos sería larga: Director del Instituto de México en París, en el gobierno de Fox; Director del Canal 22, en el gobierno de Calderón; Director del Festival Internacional Cervantino, en el gobierno de Peña Nieto; Coordinador de Difusión Cultural de la UNAM, Director del Centro de Estudios Mexicanos en España de la UNAM, etcétera). Las contradicciones e inconsecuencias políticas de Volpi son ya proverbiales. Como intelectual y analista político posee el don de la lucidez retrospectiva: advierte todo cuando ya ocurrió y entonces se arrepiente y lo denuncia. De unos años a la fecha se convirtió en un acérrimo crítico de Calderón (“La mano de Calderón”, Reforma, 12/09/2020), pero no tuvo problema en trabajar para su gobierno, habiendo votado por López Obrador (“Consigna”, Reforma, 20/1/2024); en 2018 volvió a apoyar a López Obrador (“Otro México”, El País, 3/07/2018 y, ya arrepentido, “Facilitadores”, Reforma, 6/5/2023), luego descubrió su autoritarismo; recientemente, en 2024 expresó su esperanza en el actual gobierno (“El tiempo de Sheinbaum”, Reforma, 28/9/2024), a nadie sorprenderá su abjuración más temprano que tarde.

Son peripecias como estas las que dotan de un sentido renovado a algunos fragmentos de El fin de la locura, por ejemplo: “Santiago tenía razón. ¿Por qué íbamos a ser distintos de los cientos de políticos que les decían una cosa y luego hacían la contraria? ¿O de esos candidatos que solo visitaban el pueblo en época de elecciones, los obligaban a votar por el PRI prometiéndoles el cielo y las estrellas, y luego no volvían a aparecer? ¿O de esos intelectuales que tanto defendían la democracia y la transparencia pero no dudaban en medrar a costa del gobierno?”.

El drama intelectual de Volpi es histórico, pues ha repetido una y otra vez, con razón, que la época actual ya no es la del intelectual del siglo XX, especialmente de la segunda mitad (en México representada por Paz, Fuentes, Monsiváis o Zaid), pero no renunció a la tentación de intentar ser uno, sin advertir que lo primero que requiere es independencia, especialmente del poder político, y acabó pareciéndose más bien a una versión menor del intelectual-funcionario a la Torres Bodet, con el agravante de hacerlo a principios del siglo XXI, sin la justificación de las circunstancias históricas del autor de Margarita de niebla.

Infatigable -nadie cuestionará su disciplina y tesón-, tras una serie de libros que no llamaron mucho la atención, Volpi continuó su afanosa búsqueda del Éxito con dos obras más: Una novela criminal, sobre el caso Cassez-Vallarta, y, recientemente, el ensayo La invención de todas las cosas. La primera reúne los elementos de su ideal novelístico: un asunto policiaco-mediático más periodístico que literario que requiere investigación, pero no imaginación literaria; una prosa neutra de reportaje y la conveniente dosis de indignación política y moral. Todo respaldado por un premio y su parafernalia publicitaria: un producto para el consumo inmediato y masivo, no una obra para la lectura detenida y selecta. La crítica literaria más proba no ahorró elogios: “Volpi encuentra la manera de devolvernos la capacidad de indignación, de hacernos apreciar, desde la belleza literaria, una realidad que nos deja con un hoyo en el estómago y en el corazón” (Arturo Zaldívar, Una novela criminal: retrato de una justicia simulada”, Milenio, 20/3/2018). La invención de todas las cosas es el equivalente, en ensayo, a las novelas: una tentativa desesperada de convertirse en best-seller (Fernando García Ramírez la ha desmenuzado aquí). Volpi, una vez, tuvo una idea: que las ficciones no son solo las cosas que tradicionalmente consideramos ficciones (las novelas, las películas, las óperas), sino casi toda concepción humana: las filosofías, las religiones, los sistemas políticos, las teorías científicas… A partir de ese hallazgo hace una historia de la cultura haciendo lo que sabe hacer mejor: divulgar la divulgación en una prosa aséptica.

En fin, señalar las flaquezas y disimulos de una obra como la de Volpi no es ninguna proeza de crítica literaria, saltan a la vista de cualquier lector inteligente, y casi podría ser un abuso, pero en un repaso de la literatura mexicana del primer cuarto de siglo no está demás incluirla porque representa acabadamente una de las plagas, por utilizar sus términos, que la aqueja: la falsa literatura (fake literature?), producto del mercado y la publicidad, ejemplo de oportunismo intelectual: arte de apariencias y simulaciones.

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