Revista de Crítica ISSN 2954-4904
Literatura


Guillermo Fadanelli, Lodo, Debate, Madrid, 2002, 300 pp.


En Tiripetío no hay Seven Eleven —me atrevo a decir que en todo Michoacán no hay una sola de las tiendas de origen estadounidense—, en cambio, se puede presumir que ahí se impartió la primera cátedra de filosofía de todo el continente, en la casa de estudios mayores que Alonso Gutiérrez, conocido como fray Alonso de la Vera Cruz, fundó en 1540. Ese es el destino del viaje que Flor Eduarda y Benito Torrentera emprenden en un auto de segunda mano desde la colonia Roma, en el entonces Distrito Federal, domicilio de Torrentera y lugar del Seven Eleven en el que Eduarda era cajera.

Los motivos de uno y otro son diferentes: Eduarda se esconde de la policía porque robó poco más de dos mil pesos y cree haber matado a un hombre; Torrentera parece ver en el viaje la última oportunidad de que su vida decadente levante una mano por última vez. Otra pareja, cuyo destino es Guadalajara, los acompaña en parte del trayecto; también un polizón de dudosa procedencia e intereses desconocidos, mudo testigo de cómo las vidas de los protagonistas se degeneran, aún más de lo que están.

Adviértase, por si no fuera sabido, que la obra de Fadanelli está salpicada de referencias autobiográficas y que con él no hay muerte del autor, baste asomarse a Educar a los topos o a Al final del periférico, obras de antes y después de Lodo. La vida paria por gusto, decadente —según desde dónde se le mire—, y tentada por el exceso, hace de Lodo una especie de obra maleducada en la que sucede todo lo que la Biblia proscribe.

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En algún lugar leí que el padre de Fadanelli fue conductor de trolebús, de la ruta que va del Estadio Olímpico Universitario al Periférico oriente, derrotero que algunas veces tomé desde Coyoacán o Taxqueña para ir a la universidad. Este simple hecho me despertó una sensación de extraña familiaridad con el autor, aun sin haber hojeado sus libros. Fue en la Biblioteca Central de la unam donde me encontré con el volumen que editó Anagrama (2008), en cuya portada aparece una adolescente con uniforme escolar, en actitud de indiferente aburrimiento, o desencanto. Ignoro si la imagen fue hecha ex profeso para el libro o ya existía, pero creo que no guarda una relación directa con el asunto de la novela: hay que hacer malabares para atribuirle algún sentido claro. Saqué prestado el libro y lo leí mayormente en las calles; me recuerdo, por ejemplo, leyéndolo en un tianguis. De alguna manera, las historias que se desarrollan en sitios reales, y que conozco, me llaman a recorrerlas a pie. En Una cuestión personal, de Kenzaburo Oé, hay un personaje que cuando anda por la ciudad recuerda las líneas que en los mapas indican su división territorial, imagina que son como grandes luces que se posan sobre su cabeza o se divisan a la distancia, como si no se tratara de meras referencias cartográficas. De ese modo, Lodo me resultó mapeable y reconstruible, con este motivo, sobre la Ciudad de México puede elaborarse un volumen de dimensiones exorbitantes.

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Benito Torrentera está en la cárcel, acusado de matar a un hombre, cuando en realidad mató a dos. Escribe desde el encierro algo que antes de ser una confesión es un ejercicio de sus cualidades narrativas; no pretende redimirse, puesto que a sus cincuenta años jamás en su vida ha visto destello alguno de trascendencia. Se percibe miserable —y lo es—, acabado, e incapaz de despertar el interés de una mujer, por ello busca la compañía de prostitutas. “Enquistado”, como él dice, en la docencia de la filosofía, gana cincuenta pesos por hora de clase, vive en un departamento que no ha terminado de pagar y ocasionalmente escribe malos ensayos —a decir de los críticos, mejor dicho, a razón de las burlas de sus congéneres— que le reditúan algún ingreso extra. Es un narrador hábil, vivencial y antiacadémico.

A sus veintiún años, Flor Eduarda quería abandonar otra miseria, acaso más angustiosa: la monetaria. El deseo de dejar la casa en la que compartía un cuarto con su madre y hermanos menores se afincó en su cabeza la mañana en la que robó la caja del Seven Eleven, ubicado en las inmediaciones del Parque España. El plan contemplaba huir en autobús a Oaxaca, mas no contaba con una clienta que con lentitud juntaba moneditas para pagar unos Marlboro, otro cliente que con urgencia le pediría una tarjeta telefónica —y que además volvería a reclamar que no servía— y que Daniel, su compañero en la tienda, la vería con un fajo de billetes en mano en el momento en el que volvía de comprar hamburguesas, así que, ni modo, de dos botellazos en la cabeza, Daniel fue a dar al suelo. Días después, vía un amigo, Eduarda supo que la foto de Daniel muerto aparecía en el Ovaciones y que la policía la buscaba. El motín ascendía a dos mil doscientos pesos que, a los ingenuos ojos de su nueva dueña, eran suficientes para vivir algunos meses.

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Alfredo Islas, compañero de andanzas del CCH Sur —una suerte de Henry Chinaski que ha probado decenas de empleos— me hizo saber que Seven Eleven hacía un cuestionario con preguntas insulsas como: ¿si cae de la parrilla una salchicha al suelo, la levantas y la retiras de la vista del cliente o se la despachas sin reparar en ello? Se puso listo y entró a trabajar a la tienda del Parque España, en un tiempo en el que yo, cerca de ahí, transcribía contratos de compra venta de diversa índole en San Miguel Chapultepec. Es por ello que el crossover entre ficción y realidad me hizo pensar en que Alfredo pudo haber sido un Daniel cualquiera (¿o una Flor Eduarda?). Esto también es parte de mapear una historia: haber estado antes o después en el lugar donde se desarrollan los hechos, tal como recorrer el Barrio Chino, mientras lees Yonqui de William Burroughs o El complot mongol de Rafael Bernal. Lodo llegó a mis manos en un punto de mi vida en el que ya había conocido con la suela de mis zapatos su escenario primigenio y desconocía —claro está— que también andaría el de su desenlace.

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Fadanelli urde una historia que contrapone la vida fácil de la corrupción y sus placeres con aquella guiada por el kamikaze gusto por la filosofía y la literatura como modus vivendi; sin dejar fuera los vicios comunes a ambos polos. Así, muestra a Benito Torrentera como un tipo listo —ejemplo de equilibrio entre la pobreza y el buen gusto—; esa dicotomía de quien se inmiscuye en la filosofía y se dedica a las letras, porque es solvente y quiere cumplirse un capricho o porque nunca ha tenido nada y asume que nunca lo tendrá, se cumple en él. Su apretado sueldo no le impide ser un sibarita, pues gusta de escuchar a Silvestre Revueltas en una tornamesa: “Janitzio”, “Sensemayá”, los cuartetos; disfruta a los literatos rusos; conoce de vinos ibéricos (solo los baratos); se interesa por la historia novohispana, las crónicas de viajes y además termina escribiendo una “crónica, diario, novela, mosaico, tratado o como jodidos deseen nombrarlo los expertos” de la que son protagonistas él y Flor Eduarda. Este personaje femenino, de “rostro simple, de belleza disimulada, de nariz delicada y pómulos no muy prominentes” contraviene todo aquello que hasta el momento de su encuentro ha constituido y guiado a Benito. Ella es desacomplejada, directa y despreocupada, en la vida ha abierto un libro e ignora los quehaceres de la filosofía, es tautológica al hablar: simplemente le vale madres el mundillo de los intelectuales, un día salió tarde del trabajo y coincidió con Torrentera, cliente esporádico del Seven, y le pidió posada en su casa luego de no alcanzar el Metro.

Los recursos narrativos de Lodo abrevan de la experiencia personal y tienen el conocimiento de causa de Fadanelli, tanto de la Ciudad de México como de cada escenario michoacano mencionado: Zitácuaro, Morelia, Pátzcuaro, Tiripetío; lo mismo sucede con los próceres de sendos sitios. Dicho conocimiento es aprovechado como hilo conductor de la trama, pues las decisiones de Torrentera están mediadas por su sapiencia. No es gratuito que piense esconderse de la ley en Tiripetío si advertimos el papel que el lugar tuvo en la enseñanza de la filosofía. Lodo es una de esas obras sustentadas en múltiples referencias culturales y de bibliografía extensa. La inocencia de Flor Eduarda y su atractiva juventud son el contrapeso de la trama, de ello se desatan los dilemas éticos del profesor de filosofía y las situaciones que desencadenan el periplo michoacano. Otros hombres la pretenden y ella no les hace el feo, incluso dos muchachos de Zitácuaro la siguen hasta Morelia y uno entra a su cuarto de hotel mientras Torrentera sale a caminar. Lo que sucede entre los protagonistas dista de ser una historia amorosa, antes bien es una relación de complicidad. A veces Torrentera piensa: “Tenía deseos de acercarme, de oler el resorte de sus calzones impregnado seguramente del sudor de sus caderas, pero me abstuve”, en tanto que Eduarda simplemente le dice: “te cuidaré y me tendrás cuando quieras”. No hay palabras sosas entre ellos, Eduarda las desconoce y a Torrentera le causan repelús, sabe que en el trato van incluidas “las más estúpidas metáforas aurorales”, que “la escena contiene en sí una carga bucólica” que lo pone de mal humor.

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Llegué a Morelia hace ya casi dos años. En cuestión de libros, la Relación de Michoacán y Humboldt y el Jorullo. Historia de una exploración fueron los primeros que adquirí. Me interesé por conocer el contexto histórico, pero también por la crónica urbana y la vida callejera, particularmente la de los bajos fondos y los vagabundos, pero lo que encontré en materia de creación literaria fueron textos muy amables, como redactados para una guía turística, acaso se deba a que el mugroso monstruo capitalino no duerme y en Morelia a las nueve y media ya no alcanzas la combi ni un Gansito en la tiendita; parece que nadie ha pensado en salir de madrugada a ponerle calzones al monumento a Tata Lázaro ni protagonizar el Trainspotting purépecha. Ciertamente, las condiciones para emprender tales aventuras están condicionadas por una violencia que aparece por un lado y por otro cual espíritu chocarrero, lo cual no es para menos. Una tarde compré Lodo en el Traspatio, en la edición de Almadía (2018), porque me había gustado y recordé que trataba de una huida a Michoacán, aunque el recuerdo era vago. El ejemplar se quedó sin abrir más de un año y tras una relectura de la trama me di cuenta de que algo de él me seguía o yo, inconscientemente, repetía algunos de sus motivos.

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Aun en el encierro —desde donde da cuenta de su destino—, Torrentera no renuncia al compromiso con la palabra escrita. Bajo la consigna de que “el estilo es la huella que el escritor deja sobre la extensa meseta del lenguaje, lo único verdaderamente humano de la escritura”, decide abandonar el relato en primera persona, no contar el robo en el Seven Eleven ni confiarle la tarea a Eduarda, porque no la considera apta para eso, sino que introduce una crónica neutra, en tercera persona, que le permite alejar la descripción de insolencias estilísticas, como las llama.

Los acompañantes arriba referidos resultan relevantes para sostener tanto la tensión narrativa como la verosimilitud de la historia y hacer de contrapunto. Torrentera cuenta con Artemio Bolaños, un colega docente de mala fama, “más panzón que chaparro”, y que mantiene una relación incestuosa con su prima Copelia, distinguida por sus finos gustos culinarios, su conocimiento de la danza y la proclividad a las bebidas embriagantes, lo mismo que Bolaños. Esta pareja se vuelve cómplice de los prófugos, aunque sin saber exactamente de dónde salió Eduarda y por qué acompaña a Torrentera —es algo que no les interesa indagar, lo que quieren es disfrutar, procurarse placeres exquisitos, hablar de libros y ediciones inconseguibles—. Es Artemio quien le vende el auto al profesor de filosofía. Esteban Torrentera, uno de esos políticos que “suelen sentirse incómodos cuando tienen enfrente a un hombre de letras”, es el hermano que encarna la corrupción que Benito detesta, misma a la que acude para conseguirle papeles falsos a Eduarda, quien para fines legales responde al nombre de Magdalena Gutiérrez. Como sea, ve por su hermano, le entrega dinero y una pistola que su padre heredó a Benito —el arma homicida— y está con él hasta el momento del encierro.

Caso aparte, y por demás sugestivo, es el misterioso amigo mudo de Flor Eduarda, aparece y desaparece cual alma en pena. Desde el inicio es quien mantiene a la prófuga al tanto — a señas, claro— de lo que se dice sobre su caso. Alguna ocasión fue al domicilio del profesor y aparentemente besó a Eduarda en un pasillo; viajo a Michoacán en la cajuela del auto sin que los demás supieran, hasta se unió a ellos en un picnic improvisado en el camino, tras el cual lo despidieron; sin embargo, siguió apareciéndose en tierras michoacanas. El mudo ofrece la posibilidad de que la historia vaya para diversos lugares, incluso se puede pensar que al final será resolutiva su presencia o se convertirá en un deus ex machina y nada, simplemente se desvanece, lo cual, antes de ser un cabo suelto o restarle credibilidad a la historia nos deja la sensación de que no todo en la vida real tiene justificación ni todo tiene un final conocido.

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Rumbo a Tiripetío, Torrentera y Flor Eduarda, hicieron escala en Morelia y se hospedaron en un hotel cuyo nombre no recuerda el filósofo, pero se encuentra sobre Andrés Quintana Roo, cerca de la calle de Allende, a unos pasos de donde escribo. Por aquí hay más de un hotel, así que no es preciso saber el lugar donde Benito encontró a Eduarda con uno de los hombres de Zitácuaro que a la postre mató, junto con su acompañante, en un arrabal, incluso podría tratarse del domicilio frente al que habito actualmente, sobre Corregidora. La crónica de bajos fondos que había estado buscando siempre estuvo en Lodo y no me había dado cuenta porque antes Michoacán, particularmente su capital, me era ajeno y ahora puedo mapear varias de sus calles como el personaje de Kenzaburo Oé y constatar lo real que es encontrarse con todo mundo en cualquier lado, como Torrentera y unas exalumnas alojadas en el Hotel Alameda. Morelia no es lugar para ser anónimo.

En los albores de este siglo Morelia debió ser distinta, aunque en las fotos se vea igual —podría apostar que algunos de los camiones a los que me he subido ya levantaban polvo en esos días como lo hacen hoy—. El lugar no termina por ser urbano del todo, hay que cuidarse de los caballos que pueden cruzar una avenida o se pasean por el periférico, que aquí llaman libramiento. El otro día unas vacas se metieron al Hotel Allende y luego fueron a dar a la catedral. Me parece más probable escribir un western que un argumento como el de Los Caifanes —la película de Juan Ibañez— por aquí. No se me malinterprete. Las cosas no tienen que ser iguales en todos lados. La literatura de pendencieros, vagabundos y demás desterrados michoacanos seguramente tiene otras motivaciones con las que no termino de dar o quizás sea necesario ejercer la máxima de Hunter S. Thompson: “no hubo disturbios hasta que provocamos uno”.

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En la entrevista que Luis Muñoz Oliveira, escritor y doctor en filosofía, hace a Fadanelli a propósito de la reedición de Lodo en Almadía, el autor menciona que estaba narrando una historia que le concernía: “durante la escritura, yo me veía a mí mismo como Torrentera diez años atrás: encarnaba mi propio futuro en la novela. Es posible que hubiera deseado narrar mi porvenir de manera inconsciente o intuitiva”. Acaso para mí, Lodo sea una mera coincidencia, pero se me cruzó más de una vez, como si quisiera develarme alguna cosa. Lo que es innegable es que se volvió un puente entre mis últimos días en la Facultad de Filosofía y Letras y estos años como editor y profesor en la ciudad de la cantera rosa —o de la pantera rosa, como la llamo—. Un domingo de septiembre, haciendo trabajo de campo, la encontré sin buscarla en una pizzería de Pátzcuaro llena de libros de los años setenta, en la edición que leí la primera vez. Pátzcuaro que es a los morelianos lo que Morelos (Cuernavaca, Tepoztlán, Cocoyoc, etcétera) a los chilangos. Pátzcuaro donde, tras volver de Tiripetío, Flor Eduarda y Torrentera se vieron por última vez porque la policía los descubrió y les puso un cuatro, les sembró un cadáver en la cajuela del auto y los detuvieron rumbo a Morelia, todo orquestado por un narco seducido por el encanto de la ex cajera de un Seven Eleven que la incorporó a su harén. Flor Eduarda no mató a Daniel, en los periódicos salieron fotos donde se le veía tirado en el suelo, ensangrentado, pero no estaba muerto. Torrentera no dejó de ser pusilánime, pero cambió su departamento en la Roma por un lugar en la prisión; mató a dos hombres por algo parecido a los celos y lo condenaron por otro del que nunca supo nada. Los dos mil doscientos pesos del robo en el Seven Eleven quién sabe si se habrán gastado en el viaje.

Tras veintitrés años de su publicación, la novela de Fadanelli pervive como una de las mejor logradas de su tiempo, refleja la oscuridad de los ambientes proscritos y desdeñados por la alcurnia letrada. Su maledicencia es una mezcla de tierra alborotada y agua de cañería: lodo exactamente. Todo su delirio y tribulaciones son impulsados por la curiosidad y “la curiosidad es un estímulo en estos casos, y no dudo que tanto Flor Eduarda como Torrentera hayan sentido una profunda curiosidad el uno por el otro. La curiosidad no mató al gato, sino al hombre”.

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